Envidia,
deporte nacional
GUILLERMO DE JORGE
Sin duda alguna, debo de
reconocer que estamos ligados a la cultura de la mediocridad. Nos obcecamos
todos los días en refrendar nuestra irreductible aptitud y defendemos a capa y
espada nuestra postura: alabamos la mediocridad hasta tal punto que la hemos
elevado al grado de culto y de motivo de movimiendo de masas.
No hay nada más
satisfactorio en la sociedad de hoy en día que ponernos a criticar, sea lo que
sea. Somos capaces de darle la vuelta a cualquier cosa que se precie y, aún
más, si atenta contra nuestros intereses o es capaz de derrumbar nuestro mundo
mediocre hecho precisamente a nuestra medida. Y no hablo en vano: os lo puedo
asegurar.
Estamos en una sociedad en
la que nos ruboriza y al mismo tiempo nos extraña que un empresario done veinte
millones de euros a Cáritas –quizás, porque nosotros mismos en esa misma
situación seríamos incapaces de hacer algo parecido-. Los mismos que están en
contra de este tipo de actitudes, son los mismo que exigen un cambio en el sistema
social y económico, o que proclaman, mientras levantan las baldosas de las
plazas, una nueva era. Entre ellos, algunos dudan del honesto gesto y recuerdan
las acciones en épocas anteriores de la banderita y de sus señoritos; otros recuerdan
el cómo ha conseguido esta persona sus riquezas, mientras teclean en el
ordenador intentando cambiar un mundo en el que son incapaces de vivir: debo de
reconocer que todos tienen el beneplácito de la libertad de expresión, aunque
ésta pueda estar movida por oscuros intereses –no tengo la verdad absoluta, lo
reconozco, pero os puedo asegurar que ellos tampoco: aún así, siempre he
apelado al sentido común del entendimiento y a la necesidad del bien colectivo-.
Todo nos parece mal, pero
nadie está dispuesto a solucionar nada: nadie se echa a la calle a ayudar, por
ejemplo, a los dependientes: como esa
hermana que da su vida por su hermano incapacitado: nadie le pregunta qué tal
está y si necesita algo cuando la vemos comprar el pan; nadie sale a las plazas
a ayudar a los negros que nos llegan en pateras, es más los miramos por encima
del hombre cuando les compramos a escondidas las imitaciones que más tarde
alardeamos con nuestros amigos en nuestro tan merecido lunch; nadie se preocupa
por el vecino de enfrente, como lo hacía en su tiempo D. Julio Alfredo Egea
cuando tuvo que lidiar con los designios de su pueblo en la Alpujarra, sin
colegio, plaza, ni siquiera agua, mientras sorteaba las curvas montado en su
moto para ir a la capital a pedir por su gente, oliendo a granja de corral:
muchos le criticaron, y hoy en día, lo siguen haciendo, los mismos que lo
llevaban a hombros años antes.
Por eso, más que nunca,
pienso que lo importante en esta sociedad en la que vivimos es criticar.
Reventar la dignidad del individuo; masacrar la privacidad y la vida de
aquellos a los que envidiamos profundamente por cómo viven y por todo aquello por lo que
nosotros, acobardados, nunca fuimos capaces de hacer. Lo importante es desacreditar
todo aquello que sobresale. Cortar la flor que florece en el jardín ajeno,
porque el nuestro está seco. Eso es lo importante. Crear en la medida de lo
posible más mediocres, para que nuestro funesto y vulgar trabajo destaque sobre
los demás.
@guillermodejorgj
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