EL ÁNGEL EXTERMINADOR EN LEVANTE
MAGIS IGLESIAS
Está bien que los partidos políticos
aparquen su riña de gatos para demorar sus respectivas responsabilidades y
aparentar una unidad más o menos impostada ante el dolor del pueblo y que las
distintas instituciones –sea cual sea su color– sumen esfuerzos
El monótono sonido matinal de la televisión enmudeció y el silencio fue como una llamada de alarma. Prestamos atención a la pantalla que nos ofrecía una imagen insólita del Congreso de los Diputados. Sus señorías, de pie ante sus escaños y la presidenta, en su lugar preeminente de la Mesa, pero no se oía ni una mosca. Las cámaras robotizadas ofrecían a la audiencia las distintas perspectivas del hemiciclo donde nadie gritaba, gesticulaba ni insultaba. Para no creer. “¿Qué pasa?”, preguntaron en el bar del desayuno al detectar tan atronador silencio. “Ha pasado un ángel”, respondió una señora que casi se atraganta con el bollo empapado en el café con leche. No era para menos, por un instante, el mundo de la politiquería, a menudo vociferante y faltón, nos ofrecía una imagen de unidad en el respeto y el dolor, impactado y conmovido por el drama que padecía una buena parte de la ciudadanía por la catástrofe que el día anterior había asolado el Levante español. Pues sí, había pasado el ángel exterminador.
Está bien que los partidos políticos
aparquen su riña de gatos para demorar sus respectivas responsabilidades y
aparentar una unidad más o menos impostada ante el dolor del pueblo. Es
ejemplar que las distintas instituciones –sea cual sea su color– sumen esfuerzos
por rescatar a las personas, localizar y enterrar a los muertos y recuperar las
viviendas y enseres de la población afectada. Una vez más, como en desgracias
anteriores que guardamos en la memoria, la sociedad civil demostró su calidad
humana, su valor y el poder de la solidaridad movilizándose para reforzar el
magnífico trabajo de cuerpos de bomberos, militares, policías y demás expertos.
Sería magnífico que además, cuando esta pesadilla haya pasado, las autoridades
se pongan de acuerdo en buscar soluciones preventivas para una mejor defensa de
la ciudadanía ante fenómenos futuros de similares características e investiguen
con honestidad no cainita los fallos acaecidos en esta ocasión, con voluntad
constructiva, para entre todos poder corregirlos. Pero lo verdaderamente
relevante, útil y esperanzador sería que esas respuestas de las élites
empresariales, económicas y políticas remaran en la misma dirección para
identificar, encarar y luchar contra el cambio climático, en una decisiva
defensa del planeta, porque nos va en ello la vida. No se trata de cuidar la
tierra que heredará nuestra descendencia. Es que ese futuro catastrófico ya
está aquí. Porque las danas, huracanes, sequías, etc. van a repetirse y aún no
hemos inventado tecnología que valga para hacerles frente o evitar sus efectos.
Es el ser humano el que está devastando a una velocidad inaudita el planeta y
haciendo oídos sordos a las alarmas que nos grita la ciencia y nos lanzan las
minorías ecologistas.
Ya hemos llegado a un punto de no retorno en el que no basta con
reciclar adecuadamente los residuos, elegir fuentes energéticas no
contaminantes, desechar los envases de plástico o apostar por el transporte
público. Son gestos individuales que están muy bien, son necesarios y
sintomáticos de una toma de conciencia ciudadana responsable y respetuosa. Pero
si queremos salvar el planeta y, por lo tanto, salvarnos como especie, hemos de
aceptar la necesidad de un cambio más profundo y radical del modelo de vida en
la tierra.
Todo está inventado y la ciencia nos ha enseñado el camino. La
ONU lleva años avisando de las consecuencias que tendrá el calentamiento de
grado y medio o dos grados de la temperatura de la tierra, como consecuencia de
nuestro estilo de vida –llamado “desarrollado”–, movido por la codicia y la
producción sin límites, pese a que sabemos que los recursos que extraemos de la
naturaleza son finitos. Cuando el modelo económico neoliberal, llevado de su
propia soberbia, fuerza los límites de la naturaleza no tiene en cuenta las consecuencias
o, si las conoce, sigue en una huida hacia adelante convencido de que los
grandes avances de la modernidad terminarán por resolver el problema. Y resulta
que el planeta es un actor económico que no negocia –como bien dice Yayo
Herrero en su obra Toma de Tierra–, sino que impone
su realidad demostrando que el ser humano no es el centro del mundo, como sigue
advirtiendo la ciencia. Pero los poderosos no se lo toman en serio. quizás
porque las sociedades de países desarrollados no se lo han exigido, y siguen
negociando la reducción de emisiones como si fuera el juego del Monopoly;
continúan desarrollando un urbanismo depredador; no dejan de ignorar las
estaciones ni los ciclos de la vida de los animales porque solo les mueve la
insaciable demanda de los mercados; envenenan los mares, destruyen los bosques
y calientan los casquetes polares.
Nos dice la Biblia que Egipto padeció tremendas inundaciones a
causa de lluvias interminables que los profetas atribuyeron a las demandas de
Moisés, que invocó a Abadón, el ángel exterminador, dueño del
abismo y de las fuerzas oscuras. El Antiguo Testamento (para los cristianos) o
la Torá (para los hebreos) están salpicados de interpretaciones mágicas de
acontecimientos históricos a los que las religiones monoteístas que comparten
sus creencias han dado diversos sentidos para construir sus relatos morales.
Así se explican el diluvio universal, las siete plagas de Egipto, los castigos
divinos a Sodoma y Gomorra, los múltiples éxodos o las caídas apocalípticas de
imperios poderosos.
En este caso, no caben relatos mitológicos o creencias
heredadas. Ahora sabemos que no fue solo la fuerza de la naturaleza la que
embarró las calles del Levante, derribó viviendas y edificios centenarios,
ahogó bebés, ancianos y gentes de toda condición. No fueron fuerzas del mal las
que se cebaron con el pueblo. Fue la mano del hombre que no quiso ver la
realidad y no cuidó del planeta que le da la vida. Una acción humana de
desprecio por la tierra y de ambición desmedida por las fruslerías del
desarrollo tecnológico. No hay mejor metáfora y peor augurio que esas odiosas
imágenes de batallones de coches –símbolo de nuestro crecimiento económico–
sacudidos por la despiadada fuerza del agua, arrastrando vidas y haciendas de
personas inocentes. Se lo debemos a las víctimas. Cuando enterremos a nuestros
muertos y limpiemos las calles, dediquémonos a cuidar este planeta.
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