FOTOMATÓN LEIBOVITZ
El Banco de España presenta los
retratos que ha realizado la fotógrafa Annie Leibovitz de sus majestades los
Reyes de España. - EFE/ Blanca Millez
He leído unos cuantos análisis de fotógrafos profesionales y críticos de artes sobre los retratos de Felipe VI y Letizia realizados por Annie Leibovitz y hay opiniones para todos los gustos. Desde quienes los consideran una mediocridad absoluta hasta quienes afirman que se trata de una obra maestra, una astuta crítica de la institución monárquica que expone por vía subliminal su ruina moral y su decadencia en todos los órdenes. Mis conocimientos sobre fotografía se limitan a quitar la tapa del objetivo e intentar no decapitar a la víctima, pero creo que no hace falta ser ningún experto para sentir que estamos ante una imagen inquietante, una composición de una hondura y complejidad fuera de lo común.
Ante
el díptico de Leibovitz, mi primera impresión fue que me encontraba no en el
Salón Gasparini del Palacio Real sino en un oscuro caserón lleno de polvo y
telarañas, con las paredes recubiertas de lepra y los muebles a punto de
desmoronarse. El rey está inclinado, casi volcado por la penumbra y el peso de
tantas condecoraciones, y tiene que agarrarse a una mesa para no caerse,
mientras que la reina, acariciada de espaldas por la luz, parece una modelo de
alta costura que acaba de entrar por el balcón. Casi de inmediato me vino a la
cabeza el parlamento de Pedro Briones, el mendigo prácticamente ciego, amigo de
Velázquez, a quien el pintor le explica el boceto de Las Meninas en el
drama de Buero Vallejo:
"Un
cuadro sereno pero con toda la tristeza de España dentro. Quien vea a estos
seres comprenderá lo irremediablemente condenados al dolor que están. Son
fantasmas vivos cuya verdad es la muerte. Quien los mire mañana lo advertirá
con espanto... Sí, con espanto, pues ya no sabrá si es él el fantasma ante la
mirada de estas figuras". Es evidente que, si contemplamos el doble
retrato a modo de díptico, el gran espejo del fondo forma el centro de la
composición, un espejo agobiado por las lágrimas de una lámpara colgante, unos
candelabros y un suntuoso reloj dorado. Velázquez colocó otro espejo en el
vértice de Las Meninas y difuminó a los reyes en su azogue, mientras Leibovitz
ha metido en el suyo un opulento vacío, un infinito de reflejos superpuestos
uno tras otro.
Hay
muchos símbolos y metáforas posibles detrás de ese juego de espejos, aunque
resulta casi imposible no pensar en la larga hilera de borbones que anteceden
al monarca tambaleante en primer plano, del mismo modo que la cámara de
Leibovitz rinde homenaje a Goya y a Velázquez. Son dos fotos que escarban en el
espacio y en el tiempo, exhibiendo los claroscuros de una dinastía decorativa,
hecha de pompa y circunstancia, de títulos y medallas, de vanidad, joyas y ropa
cara, pero sin la menor sustancia dentro. Quizá no sea casualidad que las dos
fotografías vayan a formar parte de una exposición temporal denominada "La
tiranía de Cronos". Siempre es un riesgo enfrentarse al ojo despiadado de
Leibovitz, quien, décadas atrás, inmortalizó a Bush y a su gabinete de guerra
-Powell, Cheney, Rice y Rumsfeld- como lo que eran realmente: un gánster
repugnante rodeado de criminales.
Para
colmo, a modo de tercera pata del banco, hay otro retrato de Pablo Hernández de
Cos, ex gobernador del Banco de España, sentado en la mesa de un consejo de
administración vacío como uno de los vástagos de Succession. En total,
el tríptico nos ha costado a los españoles la friolera de 216.000 euros,
demasiado dinero para contarnos lo que ya sabemos de sobra. Se trata de una
inversión pública, pero creo que esa fortuna bien podía haber ido destinada a
dotar de electricidad a las miles de familias desamparadas de la Cañada Real,
una gente mucho más real que la familia real y con la que Leibovitz
podía haber hecho un retrato de España para arrancarse los ojos de rabia. La
verdad, siempre que voy al Prado me quedo extasiado ante Las Meninas,
pero donde se me saltan las lágrimas es al contemplar esos retratos de
vagabundos, enanos y bufones en los que Velázquez desahogaba su compasión y su
arte después de tanto aristócrata y tanta vestimenta hueca.
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