POLÍTICA DE LOS
AFECTOS
SILVIA COSIO
Manifestantes
en el Tribunal Federal en protesta de eliminación de la protección
constitucional del derecho al aborto. Bob Daemmrich/ Europa Press.
Una de las consecuencias directas e inmediatas de la victoria de Trump se ha podido sentir ya en este pasado Acción de Gracias. Y es que muchas personas, especialmente jóvenes, han decidido no participar en esta tradicional comida familiar porque no se sienten cómodos rodeados de familiares, muchas veces sus propios padres y madres, que han votado por Trump. Muchos sienten además que el voto de sus progenitores ha sido en el fondo un voto contra sus hijos e hijas, contra su forma de ver la vida y sobre todo contra su forma de vivirla e incluso de existir. Alegan que toda la palabrería y propaganda contra lo woke lo que esconde en realidad es el profundo rechazo que sienten estos padres y madres por sus hijos e hijas. Esta ruptura generacional es una de las piezas clave que explican, en parte, la victoria de Trump, pero también la brutal división existente en la sociedad norteamericana actual, donde un segmento de la población vive secuestrada por el cristianismo nacionalista, las teorías de la conspiración, el antiintelectualismo más vulgar, el racismo, el sentimentalismo y el individualismo. No es la primera vez que se vive este desgarro entre generaciones: en los años sesenta la ruptura de la gente joven con unos padres que habían nacido en un mundo anterior a la Segunda Guerra Mundial y que se aferraban como locos a la ficción del "american way of life" dio lugar a dos décadas violentas e inestables en las que el propio presidente del país acabó siendo asesinado y en las que los votantes se acabaron agarrando a Nixon como rídicula tabla de salvación. Y todos sabemos cómo acabó dicho experimento.
Los
votantes trumpistas, que en su mayoría son además los hijos e hijas de
los protagonistas de la revuelta generacional de los años sesenta, fueron
precisamente los que se criaron durante la falsa prosperidad del neoliberalismo
reaganiano y los que se han dado de bruces en el siglo XXI con las
consecuencias directas de las políticas de desmantelamiento de los servicios
públicos, de ignorar los consejos de la ciencia y de la sumisión al
fundamentalismo cristiano. Perdidos y desengañados se han arrojado en brazos de
una panda de millonarios que han recurrido a los bulos y al sentimentalismo
para ganarse a un electorado enfadado y asustado ante el fin de un mundo que
ellos mismos han contribuido a destruir -los millonarios, pero también los
votantes que los sostienen-. El electorado trumpista tal parece, o al menos así
les parece a muchos de sus hijos e hijas, que ha querido con su voto darles a
estos una última lección de disciplina paterna, un último "¿Veis lo que me
habéis obligado a hacer?".
Este
alejamiento -tanto físico como afectivo- de las generaciones más jóvenes con
respecto a sus familias biológicas, alejamiento que estamos viendo que también
se materializa en decisiones y opciones políticas y de vida, no es un fenómeno
nuevo pero sí que es un fenómeno cada vez más extendido. Siempre ha habido un
gran tabú a la hora de abordar el extrañamiento que se puede llegar a sentir
hacia la propia familia biológica. Los sesgos de siglos de adoctrinamiento
cristiano y patriarcal nos han llevado a silenciar las violencias que en muchas
ocasiones se esconden dentro de las familias; violencias que no son
exclusivamente de género o sexuales, sino que también pueden tomar
distintas pero no por ello menos aterradoras formas, como el rechazo hacia la
identidad de género u orientación sexual o la violencia
económica. Para muchas personas la familia biológica es la peor de las
cárceles, la peor de las torturas y urge comenzar a abordar la necesidad de
encarar esto sin caer en culpabilidades o en sentimentalismos.
Soy
consciente de que, tras una década de oír hablar sobre afectos a sectores de la
que una vez fue conocida como la nueva política mientras se apuñalaban por la
espalda o lanzaban ejércitos de trolls en redes sociales ante cualquier
comentario discrepante contra la cúpula dirigente, se ha acabado por desvirtuar
el propio concepto de "afecto". Sin embargo es más necesario que
nunca volver a rescatarlo para poder reconstruir parte de la herida sangrante
que la pandemia y el fin del neoliberalismo nos están infligiendo. Frente al
sentimentalismo, que tiene su origen en la individualidad, tenemos que empezar
a situar los afectos, pues estos son colectivos y nos exigen compromiso con los
demás pero también acción. Los afectos se eligen, no se imponen y hay que
trabajárselos y cultivarlos.
No
creo que esté desvelando ningún secreto si afirmo que el verdadero triunfador
de las elecciones de los EEUU ha sido Elon Musk, que a partir de enero
acumulará un enorme poder político y a quien se le ha regalado la
oportunidad de desmantelar la NASA para favorecer a su empresa espacial, lo que
demuestra, una vez más, que detrás de cada populismo reaccionario acechan
buitres que esperan arrasar con los restos de la fiesta del capitalismo
postpandemia. Musk, por su parte, solo tuvo que comprarse una red social para
ayudar a Trump a llegar al Despacho Oval por segunda vez, convirtiendo Twitter
y su algoritmo en los mejores amigos y en la cámara de resonancia de nazis,
incels, cristianos fundamentalistas, trastornados varios, antivacunas,
conspiranoicos y negacionistas del cambio climático. La antigua red social
conocida anteriormente como Twitter se ha transformado, por obra y gracia del
heredero del dueño de una mina de esmeraldas que empleaba mano de obra esclava
-lo que viene siendo un hombre hecho a sí mismo-, en un cenagal bastante incómodo
del que están huyendo muchos de sus usuarios en busca de horizontes más
despejados y saludables. El triunfo del sentimentalismo en Twitter -y en otras
redes como Tik Tok e Instagram-, y el reinado de la apología del odio y del
enfado, nos han hecho olvidar que en ellas también es posible cultivar los
afectos. Las redes sociales nos han ayudado a conectarnos con otras personas
alejadas física, geográfica y hasta biográficamente de nosostros mismos. Hemos
aprendido a cultivar amistades que no son menos reales, satisfactorias,
importantes y necesarias por ser virtuales. En muchos casos las redes sociales
se han convertido además en redes de apoyo mutuo y socialización, por lo que
abandonarlas implica tener que abandonar relaciones y amistades que son significativas
y sanadoras para nuestras vidas. Relaciones y afectos que han sustituido en
algunos casos a las familiares o que se han convertido en la nueva familia para
algunos internautas. Este papel generador de afectos y de relaciones no es
baladí en un mundo en el que muchas personas se están desprendiendo de los
viejos modos de encarar la vida pero también de los sentimentalismos y de las
culpabilidades que a veces nos atan a instituciones que son dañinas o violentas
con nosotros, con nuestra realidad o con nuestra forma de vivir o de existir.
Es
por eso que al mismo tiempo que estamos viviendo -con cierto desconcierto y
desordenadamente- un fin de ciclo histórico y económico, muchos estamos también
experimentando el fin de las relaciones basadas en las formas tradicionales de
entender instituciones como la familia o la escuela, en las que se replica una
suerte de lógica castrense donde valores sentimentales y subjetivos tales como
la obediencia o la autoridad han dominado los vínculos entre las personas que forman
parte de ellas, a la vez que han construido escalas jerárquicas que sitúan a
unos miembros por encima del resto. Frente a esto se posicionan los defensores
de la crianza respetuosa o los docentes que pretenden convertir las escuelas en
espacios de aprendizaje que eviten replicar relaciones de poder y de
desigualdad. Estas nuevas formas de entender las relaciones y sus defensores se
están encontrando con la oposición tenaz y las burlas de aquellos que todavía
consideran que solo mediante la sumisión, la disciplina castrense y la
obediencia debida se pueden establecer vínculos afectivos, de convivencia o de
aprendizaje. Sin embargo como sociedad tenemos la constante obligación de
reconstruir y cuestionar nuestras relaciones sociales, también aquellas que
están basadas en los lazos biológicos, relaciones que han de reposar en el
respeto, en el cuidado mutuo y en el cultivo constante de los afectos. Si no
empezamos a cambiar las formas en que nos tratamos y en las que queremos que
nos quieran los demás, incluidos nuestros propios hijos e hijas, no podremos
superar la brecha entre generaciones, mucho menos si una parte de la sociedad
decide votar por aquellos que con sus políticas y discursos van a acabar
empeorando las condiciones de vida de sus hijos e hijas o pretenden recortar
sus derechos.
En
un mundo lleno de ruido y furia en el que se alimentan las bajas pasiones,
reivindicar los afectos, lo común y el amor desinteresado se ha convertido en
un arma revolucionaria y en una esperanza de futuro.
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