ALGO FLOTANDO
Breve alegoría sobre la inmigración
y el bienestar
Saliste de algún punto de África, quizá Marruecos, Túnez, Argelia, Mali o Senegal. Huyes de la guerra, o del hambre, o de la combinación de ambas cosas. Llegar a esta playa te ha llevado muchos meses, en los que has recorrido kilómetros en bus, en tren, en coche, a pie. Siempre viajando en duras condiciones, en vagones o camiones atestados de gente, con calores extremos de día, o fríos extremos de noche. Y pagando en cada caso precios exorbitados que se van restando a ese fajo de billetes de distintos países que has ido reuniendo gracias al apoyo de familiares y amigos en tu lugar de origen, y gracias a tu trabajo siempre que has podido llevarlo a cabo. También has trabajado a lo largo de este trayecto, pues parte del dinero te lo han robado en uno de los albergues donde has tenido que dormir hacinado (por eso lo guardas ahora dividido en pequeños fajos, ocultos en varios sitios diferentes) y porque las tarifas que te habían dicho para cubrir ciertos trayectos se han duplicado o triplicado en la práctica. Pero no hay vuelta atrás. Así que en no pocas ocasiones has tenido que permanecer en algún sitio un mes o más, haciendo lo que fuera posible, para reunir más dinero con el cual proseguir el viaje.
El destino soñado es Europa.
Todos sois conscientes de que no es el paraíso. El paraíso no existe, pero ya
habéis vivido muchos tipos de infierno
No estás
solo. Te acompañan tu mujer (que como tú tiene veintidós años) y la hija mayor
de ambos, de tres. Vuestra hija más pequeña no soportó las condiciones de la
travesía y murió poco después de iniciarla a causa de una fiebre repentina que
ningún médico tuvo la oportunidad de tratar. La habéis enterrado al costado del
camino, luego de que el conductor del camión, aunque disgustado por la pérdida
de tiempo que ello suponía, haya tenido la deferencia de detener el vehículo.
Vuestros compañeros de viaje (sois más de cuarenta en la parte trasera del
camión) insistieron en que así ocurriera, y el hombre no tuvo más remedio que
frenar. De estos compañeros no conocíais a nadie. La gente cambia en cada tramo
y a veces se conversa, a veces no. Todos estáis fatigados, sumergidos en
vuestro propio mundo, soñando con un futuro que, en algún punto, sabéis que no
se adecua a la realidad. Vais mirando vuestros móviles si es que habéis podido
cargarlos. O durmiendo.
El
destino soñado es Europa. Todos sois conscientes de que no es el paraíso. El
paraíso no existe, pero ya habéis vivido muchos tipos de infierno. Con un poco
de suerte llegaréis a Europa, a España, a Alemania, o a Francia. Y con esfuerzo
conseguiréis un trabajo digno. O haréis lo que se pueda. Aquello que queda
atrás siempre es peor. Y eso a pesar de que atrás quedan también los hermanos,
los padres, los abuelos. Ellos, en la medida que han podido, contribuyeron con
sus pequeños aportes al capital que ha permitido esta odisea. Porque nadie duda
de que, incluso con sus riesgos, la esperanza de un futuro, por improbable que
éste parezca, siempre es mejor que la ce
Entierras
a tu hija junto al camino. En un punto indeterminado de una carretera
indeterminada. La entierras con una pala pequeña que alguien te ha prestado y
que permite realizar la tarea sólo con gran esfuerzo. Cavas sintiendo en tu
oreja la mirada del conductor del camión. Y mientras cavas pronuncias en tu
lengua las plegarias que indica tu credo, porque sabes que una vez que la tarea
esté terminada no tendrás tiempo para rezar. El tiempo apremia y dos personas
más bajan para ayudarte con cucharas de sopa. Y cuando la tierra ya ha cubierto
el diminuto cuerpecito, sin escribir su nombre en una piedra ni dejar señal
alguna de que allí hay una sepultura, vuelves a subir al camión donde te
esperan tu mujer y tu otra hija. El vehículo avanza y los tres observáis cómo
se aleja irremediablemente de vosotros esa tumba a la que no regresaréis jamás.
No es tu
primer contacto con la muerte. Ya has visto morir en otros camiones, en otros
vagones, en otras carreteras. A veces por enfermedades, pero también víctimas
de la violencia. Compañeros de viaje golpeados pues protestaban por el trato al
que eran sometidos, o por los precios. Alguna joven ha sido violada y asesinada
ante tus ojos sencillamente porque sí. Pero no se puede volver atrás. Y no se
pueden luchar todas las batallas. A veces hay que callar para sobrevivir,
aunque por dentro se te retuerza el estómago. Sobre todo, cuando sabes que con
levantar la voz no ganarás nada, pero podrías perderlo todo. Porque subir a un
camión semejante resulta muy caro, pero las vidas de quienes van en él son
extremadamente baratas.
Has
estudiado y quieres ir a algún sitio donde puedas ejercer tu profesión. Eres
maestro, o periodista, o has empezado a estudiar medicina o arquitectura. O
quizá tienes un oficio, eres taxista, carpintero, electricista. O eres
deportista y quieres brillar en el fútbol, o en el atletismo. Además de tu
lengua materna hablas francés, y chapurreas un poco de inglés y de español, y
practicas estas lenguas con el móvil durante las horas interminables que dura
cada tramo. Poder comunicarte siempre será de gran ayuda. Lo importante es ser
útil, hacerte necesario para los demás. Porque ahora mismo, durante el viaje,
no eres nadie. Eres un número, uno más en una multitud cambiante de entre la
cual ya no atinas (como hiciste durante el primer trayecto) a preguntar ningún
nombre. Es un esfuerzo inútil. Pronto bajaréis del camión y no volveréis a
veros más. Así que entre los viajeros sólo intercambiáis palabras amables, pero
no profundizáis en nada. Alguien comenta el resultado de un partido de fútbol,
o habla sobre el pronóstico del tiempo. Pero poco más. De las duras condiciones
del viaje, de la falta de espacio, de la escasez de alimentos, del calor o del
frío, de eso casi no se habla. Porque no hay nada que decir. Sólo se alza
tímidamente la voz cuando alguien enferma de gravedad, o cuando alguien muere,
como tu pequeña, porque allí dentro no es posible alejarse de los demás para
evitar un contagio, y porque no se puede viajar con los muertos.
El destino final es Europa,
pero para llegar allí, si se ha sobrevivido a los meses o años del periplo por
tierra, hay que cruzar el mar. Así que siempre existe un punto en el que acabas
encontrándote en una playa más o menos lejana del territorio europeo, a la
espera de una patera
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las penurias del trayecto o la fantasía de un destino mejor tampoco crea entre
vosotros una verdadera hermandad. Pertenecéis a pueblos distintos, a etnias
distintas, a clases sociales diferentes. A grandes rasgos todos estáis huyendo
por los mismos motivos, pero por motivos particulares muy diferentes. Hay que
tener cuidado con las pocas pertenencias que se llevan, con el dinero. Porque
cualquiera de los que están a tu lado podría robarte. No siempre por maldad. Tú
mismo has cogido en alguna ocasión algo que, te has convencido de ello, parecía
abandonado o perdido. Lo has cogido sin preguntar si le pertenecía a alguien (y
de alguien era). Es probable que, de preguntarlo, las voces exigiendo su
devolución fuesen múltiples haciendo imposible una justa restitución. Pero
tampoco te has esforzado demasiado en pensar a quién podía pertenecer. Las
cosas que posee cada uno son tan pocas y tan esenciales que el sentido de la
moral y la justicia se debilitan. Por otra parte, el hecho de ser oprimidos y
estar desesperados no implica que todos en el grupo os caigáis bien.
El
destino final es Europa, pero para llegar allí, si se ha sobrevivido a los
meses o años del periplo por tierra, hay que cruzar el mar. Así que siempre
existe un punto en el que acabas encontrándote en una playa más o menos lejana
del territorio europeo, a la espera de una patera. Ya habías pagado el precio
para subir con tu familia a esa embarcación, pero una vez en la ciudad costera
descubres que, si no pagas bastante más, no se te permitirá acceder a ella.
Como tu
hogar está ya infinitamente lejos, alojas a tu mujer y a tu niña en un sótano
colectivo, con colchones en el suelo donde se arremolinan cientos de almas
originarias de decenas de naciones distintas y hablando decenas de lenguas diferentes,
e intentas conseguir dinero. Cargas bultos en el puerto, limpias baños en
bares, y paralelamente te comunicas con tus padres, hermanos y amigos
pidiéndoles más ayuda. Entre lo que consigues juntar y lo que ellos te envían
(la mitad de lo cual se pierde en gastos burocráticos de distinto calibre), al
cabo de dos meses de malvivir y comer mal, logras alcanzar el precio que os
permite a los tres subir a la embarcación, e incluso te sobran unos pocos
billetes para contar con algo de efectivo al llegar al nuevo continente.
Alguien en una esquina te cambia ese dinero a euros, y sientes que te timan con
el cambio, pero igualmente coges los billetes (algunos de ellos muy gastados,
de cinco euros, de diez euros, de veinte euros, incluso dos de cincuenta euros)
y los ocultas en distintos bolsillos de tu chaqueta y de tu pantalón.
En el día
y la hora indicados, los tres os presentáis en la playa señalada. Allí se
congrega muchísima otra gente, pero no parece haber ninguna embarcación. Al
cabo de un rato, bordeando las aguas, se ve la silueta de un sujeto a bordo de
una patera, un bote grande de madera a motor que evidencia años de uso. Aun
así, parece firme. Te preguntas cuántos botes similares serán necesarios para
transportar a toda la gente que os rodea en la playa. La respuesta no tarda en
llegar: no hay más embarcaciones, es sólo esa. Vas a ponerte a discutir,
explicando que viajas con tu mujer, con una niña pequeña, pero mientras te
aproximas para reclamarle a quien parece organizarlo todo (y que obviamente no
participará del viaje), ves cómo la masa de gente se abalanza sobre la patera.
Ya has pagado (dos veces) y no puedes permitirte perderla. Además, entre los
otros pasajeros hay varias familias con niños tan pequeños como tu hija o más.
Si ellos suben, de ningún modo puedes quedarte atrás.
Aunque
parecía imposible, en apenas segundos toda esa marea humana se ha acomodado
dentro de la barcaza. Acomodado es una manera de decir, porque casi no hay un
centímetro libre. Te han dicho que en los próximos dos días hará calor, que no
se producirán tormentas, y que si las cosas van bien (y no tienen por qué no ir
bien), en unas diez, doce horas, habréis llegado a destino. Quizás catorce.
Llevas una modesta provisión de comida. No mucho, porque tampoco será un viaje tan
largo. Unos bocadillos. Unas galletas. Cuatro botellas de agua. Lo mismo sucede
con las otras cuarenta personas que navegarán con vosotros. Algunos han puesto
el móvil en función de brújula para saber con exactitud hacia dónde va la
patera. Pero esto resulta inútil porque a poco de zarpar se pierde toda
conexión a internet y el único rumbo en el cual hay que creer es aquel en el
que avanza la embarcación.
Anochece.
La mayoría duerme. Unos pocos usan los móviles como linternas. Otros miran
películas o escuchan música que se han descargado previamente. Durante unas
ocho horas todo transcurre con tranquilidad, pero poco antes de amanecer el
motor se detiene. Los intentos por volver a arrancarlo son infructuosos y,
además, en medio de los esfuerzos cada vez más impacientes por hacerlo
funcionar la patera pierde su rumbo. Ahora ya no está claro, en caso de que el
motor arrancase, hacia dónde deberíais avanzar. Se alzan voces pidiendo
conservar la calma, y salvo por los niños (alguno de los cuales se pone a llorar)
nadie se altera. Todos, uno más, uno menos, habéis atravesado ya tantas
situaciones límite que no parece haber reserva de energía para albergar nuevas
angustias. Se escuchan algunos lamentos, pues seguramente la costa de destino
se encontraba muy cerca y ahora habrá que esperar a ser rescatados por alguna
embarcación de mayor calado. Pero sin duda estaréis ya en aguas españolas.
Quien os rescate, os llevará a Europa y allí ya se verá. Al fin y al cabo,
estaba claro que lo que pudiera sucederos una vez en tierra sería incierto.
Pero esa incertidumbre excluye el hambre, la tortura o la guerra, así que
siempre será un futuro más amable que aquel del que habéis huido. El esfuerzo
habrá valido la pena.
“¡Papi, ven a ver, hay algo
flotando!”, grita. El padre, que tomaba el sol tumbado en la arena cerca de
allí, se levanta un poco a regañadientes. Seguro que es un alga, o una hoja, o
algo peor, piensa imaginando un conjunto de heces humanas. Pero cuando ve lo
que señala su hijo no sale de su asombro
Pero la
espera se hace larga. El sol se cierne sobre vuestras cabezas y poco a poco
vais consumiendo las reservas de agua y comida que habíais traído. Aunque en
momentos puntuales alguno de vosotros cree distinguir un punto en el horizonte,
pasan las horas y no se divisa ninguna otra embarcación. Sin batería, los
móviles han muerto, así que ya no sirven ni como entretenimiento, y cuando
vuelve a anochecer, ausente la luna, la oscuridad es casi absoluta. Intentáis
dormir, pero mal alimentados y sedientos resulta más difícil, y nadie ha venido
preparado para tanto frío.
Cuando el
sol por fin vuelve a aparecer todos suspiráis aliviados, pero en el otro
extremo del bote se oyen gritos. No tardáis en enteraros de que alguien ha
muerto, y aunque no llegáis a ver quién es, escucháis el ruido del cuerpo
cayendo al agua.
Durante
varias horas la patera sigue a la deriva, pero no hay mayor novedad. Con todo,
no se pierde la calma. Sin duda pronto aparecerá algún barco. El rescate no
puede demorar mucho más. Es entonces cuando sientes algo húmedo debajo de ti.
Primero crees que se ha volcado la botella con el único resto de agua que te
queda y te lamentas por ello. Pero miras hacia abajo y comprendes que el agua
no proviene de la botella, que la botella está bien cerrada. No, no es la
botella. Es el mar, el mar que se está filtrando a toda velocidad por el fondo
de madera de la embarcación.
II
El niño
juega en la playa con un tractor de plástico cuando ve algo flotando en medio
de las olas.
“¡Papi,
ven a ver, hay algo flotando!”, grita. El padre, que tomaba el sol tumbado en
la arena cerca de allí, se levanta un poco a regañadientes. Seguro que es un
alga, o una hoja, o algo peor, piensa imaginando un conjunto de heces humanas.
Pero cuando ve lo que señala su hijo no sale de su asombro.
Antes de
que una nueva ola lo aleje, el niño coge el billete de veinte euros que flotaba
a la deriva. El padre a su vez, al segundo intento, atrapa el billete de
cincuenta.
El niño
piensa en el helado que va a comprarse. El padre, más precavido, mira a su
alrededor, no vaya a ser que alguno de los otros bañistas haya perdido el
dinero y lo esté buscando.
No.
Parece que no. Así que, tras echar una nueva mirada a las aguas y
comprobar que no haya más billetes, ambos regresan a la arena sonrientes.
“Después
compramos algo”, le explica al pequeño mientras deja los billetes al sol,
retenidos con una piedra para que el viento no se los lleve. “Después. Ahora
hay que tener paciencia y esperar un rato a que se sequen bien”.
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