EL SÍNDROME BUKELE
JONATHAN
MARTÍNEZ
Periodista.
Simpatizantes
escuchan el discurso del actual presidente y ganador de la reelección en El
Salvador, Nayib Bukele.- EFE/ Bienvenido Velasco
En estas últimas fechas, Miguel Urbán ha presentado su libro Trumpismos y nos ha dejado algunos razonamientos que merece la pena recuperar. En primer lugar hay una cuestión de orden semántico. Pasan los años y nos cuesta encontrar palabras para definir un fenómeno global que a veces llamamos extrema derecha y otras veces, abusando hasta los posos del término, lo vinculamos al fascismo. Claro que han germinado retoños fascistas en la simbología de las protestas de Ferraz, sin ir más lejos. Claro que Meloni evoca con nostalgia a Mussolini igual que Ortega Smith evoca con nostalgia a Primo de Rivera. Pero ahora mismo estamos en otras.
Urbán llama trumpismo a esa
corriente internacional que congrega a Meloni y a Ortega Smith, pero también a
Milei, a Bolsonaro o a Díaz Ayuso. Aunque existía trumpismo sin Trump, fue en
Estados Unidos donde el movimiento adquirió reputación planetaria. Se
manifiesta con colores diversos en cada país, siempre dentro de una inercia
compartida en los discursos incendiarios, la pose desafiante o las noticias
falsas. En realidad, cuesta trabajo llamar extrema derecha a un magma sin
nombre que ha abandonado los extremos parlamentarios para ocupar casi todos los
centros. Con discursos extremos, eso sí, pero desplazando por inanición a las
derechas clásicas.
Ante un horizonte de
incertidumbre, las nuevas derechas populistas miran al pasado como un refugio
de confort y gloria al que es posible regresar. La precariedad laboral se ha
instalado en nuestras vidas, la inquietud del cambio climático nos asalta desde
los termómetros y el derecho a la vivienda es más una hipótesis que una
realidad. Aunque tiene algo de eslogan, dicen que somos la generación más
preparada de la historia y también la primera que va a vivir peor que sus
padres. Lo cierto es que los trumpismos han capitalizado la resistencia al malestar
ofreciendo respuestas inmediatas a preguntas sin consuelo.
Dice Marx que la historia se
repite primero como tragedia y después como farsa. La crisis de 2008 no fue el
crack bursátil del 29 pero la prensa agotó el paralelismo. No hay marchas de
camisas negras sobre Roma pero hay asaltos al Capitolio en Washington, D.C. o
invasiones de los edificios estatales en Brasilia. Es inevitable: tratamos de
comprender el presente buscando patrones en la historia. Sin embargo, Urbán
señala una salvedad de nuestro tiempo. Ahora, tal vez más que nunca, nos
sentimos incapaces de imaginar un futuro. La vieja idea de progreso ha quedado
en entredicho y las ficciones televisivas se nos han llenado de universos
distópicos.
Marina Garcés ha escrito largo y
tendido sobre esta anomalía. En los pasados años ochenta, el futuro pasó a ser
cosa del pasado. Hemos aprendido a vivir en un presente eterno y la posibilidad
de un porvenir es vista como el sueño lunático de unos pocos iluminados. Garcés
añade que antes nos preguntábamos "¿hacia dónde?" mientras que ahora
nos preguntamos "¿hasta cuándo?".
En ausencia de impulso ilustrado,
crece la pulsión autoritaria junto al repliegue de las identidades. La razón ha
caído en el desprestigio porque cada cual tiene derecho a contar con sus
propias razones. Dice Garcés que el neologismo de posverdad es elocuente. La
verdad parece cosa de otro tiempo.
Hace unos días, en una entrevista
con Público, Garcés hacía un diagnóstico alarmante: "La izquierda ha
dejado de ser valiente por miedo a ser demonizada".
Urbán plantea la misma noción con
otras palabras: "La extrema derecha está creciendo con un proyecto cada
vez más radical y nosotros cada vez más moderados". En buena medida, las
ideas utópicas han sucumbido bajo una conciencia general de rendición. Nos han
hecho creer que no hay lugar para proyectos emancipatorios viables al margen
del capitalismo cuando la envergadura de los datos apunta a otra intuición: el
capitalismo cabalga a marchas forzadas hacia un punto sin retorno.
En una conversación reciente con
la revista Jacobin, Álvaro García Linera alentaba a la valentía frente a la
crisis. No existe el capitalismo con rostro humano ni el capitalismo verde o
sostenible. Por eso las izquierdas deben ser radicales frente a la propiedad, los
impuestos y la recuperación de los recursos comunes en beneficio de las
mayorías. La gente, dice García Linera, no sale a la calle para decorar las
políticas neoliberales. Y si la izquierda no obedece este dictado, si
contribuye a empobrecer a los pueblos, las simpatías terminarán desembocando en
formaciones extremas que ofrecen soluciones sencillas a malestares complejos.
América Latina, con sus
ansiedades y sus marejadas, ofrece una expresiva carta náutica o más bien un
aviso para navegantes. Estos días, las cabeceras nos traen la imagen triunfal
de Nayib Bukele sobre un fondo de lámparas de araña en el Palacio Nacional de
El Salvador. Hace apenas dos años, el Congreso decretó el estado de emergencia
y Bukele se engolfó en redadas arbitrarias que han dejado imágenes de
prisioneros desnudos y hacinados en condiciones de espanto. Nuestra prensa lo
ha llamado "caudillo milenial" y hasta "salvador de El
Salvador". Miles de detenidos han terminado liberados sin pruebas en
contra.
La violencia acompaña al ascenso
de los nuevos popes populistas. En Argentina, mientras el Congreso discutía las
leyes de tierra quemada de Javier Milei, las tanquetas policiales, las pelotas
de goma y las porras asediaban a los manifestantes entre persecuciones
frenéticas y nubes lacrimógenas. Las organizaciones de derechos humanos
denuncian una deriva coercitiva que camina "por fuera de la normativa
vigente de actuación ante manifestaciones". García Linera lo consideraría
tal vez un síntoma del ocaso liberal: "cuando ya no pueden convencer ni
seducir y necesitan imponer". ¿Pero acaso Milei no ha seducido a sus
votantes? ¿No lo ha hecho Bukele?
Hace menos de un año, El Salvador
inauguraba una mega prisión con ínfulas de campo de concentración que podrá albergar
hasta cuarenta mil huéspedes. "Terroristas", los llama Bukele. Es el
país con la mayor tasa de presos del mundo. "Hay gente a la que le gusta
ver a la juventud dentro de las cárceles y creen que eso es la seguridad",
denunciaba Gustavo Petro. Bukele replicó mostrando un retroceso en las tasas de
homicidios pero Petro tenía a mano la cifra descendente de la violencia en
Bogotá: "No hicimos cárceles sino universidades".
En el síndrome Bukele se resume
una dolencia de nuestra era. El Plan Cóndor y los ajustes del FMI enseñaron a
América Latina y al mundo que las políticas neoliberales, contrarias al sentido
popular, siempre se han impuesto por la vía del derrocamiento militar, la
tortura y las desapariciones. Pero de alguna manera, nos enfrentamos también a
un lógica inversa. Hay masas sociales que respaldarían el derrocamiento
militar, la tortura y las desapariciones con tal de obtener a cambio una
borrosa sensación de certidumbre. Las respuestas de antaño ya no nos sirven
porque nos han cambiado las preguntas.
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