CASO ALVES: LA JUSTICIA ASUME
EL CONSENTIMIENTO
La Audiencia
de Barcelona condena a cuatro años y seis meses de prisión al futbolista por
violar a una joven en los baños de una discoteca. La sentencia reconoce el
marco feminista del ‘solo sí es si
ADRIANA T.
Dani
Alves, durante la lectura de la sentencia
del 22 de
febrero. / ACN
El tribunal de la
sección 21 de la Audiencia de Barcelona, compuesto por tres magistrados (una
mujer y dos hombres), ha emitido esta mañana una sentencia –en la que la
palabra ‘consentimiento’ aparece en 27 ocasiones–, por la que condena a cuatro
años y seis meses de prisión al futbolista Dani Alves tras agredir sexualmente
a una joven en los baños de una discoteca el pasado 30 de diciembre de 2022. La
sentencia no es firme y Alves ya ha anunciado que recurrirá.
Dicho de otra manera: una mujer joven, que se hallaba feliz y voluntariamente de fiesta en el reservado de una discoteca en compañía de un futbolista millonario, famoso, con admiradores en todo el planeta, casado y además mucho mayor que ella, ha sido creída por la justicia al relatar que este la condujo hasta un baño donde la violó, la abofeteó y la insultó, pese a que no hubo testigos de la agresión.
La justicia empieza
a entender cómo funciona el consentimiento. Y este no es, en absoluto, un logro
menor
La víctima, que en
los últimos meses ha sido blanco de una lamentable campaña de acoso orquestada
por la madre del futbolista, trató de renunciar inicialmente a la indemnización
que le correspondía, probablemente asustada ante la posibilidad de que se
creyera que su relato estaba motivado por intenciones espurias. Un tiempo
después reconoció que la agresión le había producido secuelas psicológicas
graves e iba a necesitar el dinero para poder acceder a un tratamiento reparador.
Si hubiera sido atropellada en un paso de peatones nadie habría pensado que
tenía que renunciar a la indemnización –que a menudo es además insuficiente
para cubrir los costes del tratamiento de las secuelas– para ser creída en su
relato.
En cualquier caso,
no ha sido necesario que la joven haya renunciado a sus derechos legítimos.
Algo está cambiando, al fin. La justicia –habitualmente ideada e impartida por
hombres y mujeres privilegiados, machistas, profundamente sesgados y
anquilosados en ideas rancias– empieza a entender cómo funciona el
consentimiento. Y este no es, en absoluto, un logro menor.
Queda mucho camino
por recorrer, pero todo apunta a que, gracias al feminismo, por fin estamos
caminando en la dirección correcta
Venimos de un paradigma
punitivista descaradamente tramposo que exige a las mujeres una conducta de
víctimas perfectas y una capacidad probatoria rayana en lo imposible, puesto
que hablamos de crímenes y delitos que suelen producirse en la intimidad. Ese
mismo marco punitivista acusa después a las mujeres de hundirles la vida a los
hombres a los que denuncian, responsabilizándolas a ella de las condenas
draconianas que impone la justicia cuando no le queda más remedio. Frente a ese
sinsentido, emerge un nuevo planteamiento basado en el consentimiento, en el
que ni las víctimas son perfectas, ni los agresores monstruos irrecuperables,
sino solo mujeres que piden ser respetadas cuando dicen ‘no’ y hombres que han
de responder por sus actos.
Todavía queda mucho
camino por recorrer. En caliente, y con la sentencia recién salida del horno,
muchas reacciones furibundas exigen más años de condena, o aseguran que el
futbolista ha comprado parcialmente su libertad al disponer de dinero para
indemnizar a su víctima.
Aunque así fuera,
se nos olvida que hace muy poquitos años la mujer agredida ni siquiera se
hubiera atrevido a denunciar, que la discoteca no habría contando con ningún
protocolo para atenderla (como de hecho sí ocurrió) y que la sociedad –los
medios de comunicación, los tertulianos, los forofos futboleros– no la hubiera
creído con casi total seguridad. Se nos olvida que en caso de haber acudido a
la justicia se habría visto cuestionada hasta la náusea y obligada a demostrar
heridas físicas y psicológicas de toda índole. Tal vez habría sufrido, como
sufrió la víctima de La Manada, que un detective la espiara durante meses para
decidir si su vida se estaba tambaleando lo suficiente. Tal vez el juez le
habría preguntado, como ocurrió durante el juicio por el asesinato de Nagore
Laffage, si era muy ligona y solía subir alegremente al piso de alguien que
acababa de conocer. Su vida –sus parejas, su profesión, sus ligues anteriores,
sus noches de fiesta– habría sido expuesta con crueldad y usada como arma
contra ella. Queda mucho camino por recorrer, sí, pero todo apunta a que,
gracias al feminismo, por fin estamos caminando en la dirección correcta.
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