AYUSO VENDE
JONATHAN MARTÍNEZ
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, antes de
recibir al equipo, directiva y cuerpo técnico del Real Madrid, en la Real Casa
de Correos, tras ganar la Copa del Rey de Baloncesto. EUROPA PRESS/Diego
Radamés
Hace unos años, cayó en mis manos un libro de Risto Mejide que hablaba de mercadotecnia y recomendaba algunos trucos publicitarios poco ortodoxos. El título no solo no engaña sino que además sintetiza toda una actitud vital y una estrategia de ventas: Annoyomics: El arte de molestar para ganar dinero. En inglés, annoy significa irritar, enojar, de modo que el neologismo Annoyomics viene a definir una nueva economía basada en la ofensa. Estamos en 2012, las redes sociales eclosionan y los medios de comunicación tradicionales dejan de ser el escaparate exclusivo de las marcas. ¿Cómo sobrevivir entre tanto ruido? Levantando la voz con desparpajo.
Al examinar la
trayectoria de Mejide, uno nunca sabe dónde termina la persona y dónde empieza
el personaje. No importa. Lo relevante aquí es que un publicista de Barcelona,
buen conocedor de la psicología de masas, diseñó su propia máscara y despuntó
en el hábitat televisivo con una conducta calculadamente aborrecible. El tipo
desafiante y lenguaraz que humillaba a aspirantes veinteañeros en talent shows
de máxima audiencia no estaba improvisando sino que contaba con su propio marco
teórico. Mejide hace suya la máxima del cineasta y dramaturgo Neil LaBute.
"Prefiero una audiencia disgustada a una desinteresada".
El libro es pródigo
en ejemplos. Calvin Klein rueda un anuncio tan provocador que las cadenas
estadounidenses no se atreven a emitirlo: las imágenes se viralizan y la
campaña resulta más barata y eficaz de lo esperado. Benetton difunde un
fotomontaje en el que el Papa Benedicto XVI besa a un clérigo musulmán: el
Vaticano acude a los tribunales y el morreo intercultural recorre Internet de
punta a punta. En una vieja entrevista con Fast Company, el creativo Alex
Bogusky menciona los escándalos de Paris Hilton como ejemplo e inspiración para
los publicistas. "Si no polarizas, no representas a nadie y tu marca no es
poderosa".
En las democracias
liberales, el debate social se dirime cada vez más en términos de mercado. El
votante tiene algo de cliente ocasional. De una forma sutil o palmaria, los
partidos ofrecen su género en todos los muestrarios periodísticos mientras los
candidatos miran de reojo a la demoscopia, tratan de satisfacer a sus
feligreses más acérrimos y modulan los discursos en busca de nuevas
fidelidades. Sin embargo, nunca va a llover a gusto de todos. La política es de
naturaleza dialéctica y se funda en el arte de construir un ellos y un
nosotros. Hay que saber elegir las peleas y dibujar el terreno de juego más
propicio con dos campos adversarios.
El pasado mes de
diciembre, FundéuRAE eligió polarización como palabra del año 2023. Polarizar
significa "orientar en dos direcciones contrapuestas", es decir,
cerrar el camino a los matices. El mito del centro se disuelve. Las lealtades
partidarias no se forman tanto mediante la verificación de argumentos como
mediante las adhesiones identitarias. Se nos invita a votar a la contra,
militar a la contra, combatir amenazas reales o imaginarias que nos acechan
desde todos los telediarios, ETA, Venezuela, Putin, los okupas, Puigdemont, los
anarquistas italianos, los menores no acompañados, el sursuncorda.
En las últimas
fechas, entre el rumor de sables de la campaña gallega, Isabel Díaz Ayuso ha
arreciado el tono habitual de sus palabras con apelaciones desquiciadas al
terrorismo, el comunismo y la amnistía. Cuando la presidentísima justifica la
denegación de auxilio hospitalario a los ancianos de las residencias de Madrid,
lo atribuimos a una suerte de psicopatía. Cuando celebra "la Bahía de
Vigo" y los "montes de eucaliptos", lo atribuimos a la incultura
geográfica y ambiental. Y es verdad que la ausencia de empatía y los lapsus
verbales no son ajenos a la política, pero habrá que evaluar cuánto hay aquí de
espontaneidad y cuánto de estrategia.
Hasta ahora, el
método ha arrojado unos dividendos electorales envidiables. Ayuso llegó a la
presidencia del Gobierno de Madrid en 2019 y no ha dejado de crecer en escaños
desde entonces. Primero se merendó a Ciudadanos. Después dejó a Vox en una
posición subalterna. La receta comunicativa de Miguel Ángel Rodríguez pasa por
la notoriedad, los titulares estrepitosos y una pose de chulapa sin remilgos
dispuesta a pegarse con medio barrio. Los analistas coinciden en que la apuesta
es aventurada, pero los riesgos siempre resultan más livianos cuando tienes a
todo un ejército mediático abrillantando tu nombre y arruinando reputaciones
ajenas.
Lo cierto es que la
realidad ha dejado de ser importante. Hay mentiras políticas que nos parecen
tolerables siempre y cuando concuerden con nuestros sesgos. A menudo, nos
adherimos a unas siglas o a un líder político igual que profesamos una religión
o veneramos a un profeta. Los lemas más insensatos, las acusaciones más
inverosímiles, se vuelven verdaderas por la mera fuerza de la repetición y ya
no importa lo mucho que refutemos un embuste con datos fehacientes porque
siempre habrá multitudes dispuestas a participar en alguna forma de alucinación
colectiva. No pedimos razones ni
verdades sino un sentimiento de orgullo o de consuelo.
Las mañas de Ayuso
encajan con el manual de Steve Bannon, los exabruptos de Donald Trump, los
griteríos de Javier Milei o las peroratas triunfalistas de Marine Le Pen y
Giorgia Meloni. A todos ellos, parientes estrechos de las élites, les ha
bastado ajustar el vocabulario y presentarse como portavoces de los olvidados,
los indignados, los insatisfechos. Madrid, la comunidad agraviada por los
nacionalistas provincianos. Madrid, la despojada. Madrid, la incomprendida.
Molestar vende, dice Risto Mejide, pero también vende ofenderse, rasgarse las
vestiduras, presentarse como una lastimosa y perpetua víctima de otros.
Ofensores y
ofendidos se alimentan en un juego recíproco. Cada vez que Ayuso desbarra, nos
enfrentamos a un dilema: guardar silencio ante lo que nos parece imperdonable o
elevar también nosotros la voz y convertirnos en la gasolina del incendio. ¿Qué
sería de Ayuso sin nuestra publicidad permanente y gratuita? A veces, ignorar
las provocaciones puede constituir un acto de civismo. La ofensa explícita, al
fin y al cabo, no suele ser otra cosa que una táctica comercial. Un trámite
burocrático. A algunos alborotadores les viene al dedo aquello que decía
Eduardo Galeano de los tiranos. "No son monstruos extraordinarios. No
vamos a regalarles esa grandeza".
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