ANTIDISTURBIOS EN EL MAR O ANTÍGONA
EN EL TARAJAL
La negación
del duelo a los desaparecidos tratando de cruzar las fronteras evidencia su
cualidad de población excedentaria; recordarlos, ponerles nombres o enterrarlos
son actos profundamente políticos
NURIA
ALABAO
Concentración en Madrid para reclamar
verdad, justicia y reparación en el décimo aniversario de la tragedia de El Tarajal. / X @walkingborders
Youssouf, Jeannot
Flame, Ibrahim Keita, Blaise Fotchin, Samba Baya, Ousman Hassan, Nana Roger
Chimie, Larios Fotio, Bilong Yves Martin, Daouda Mahatma, Bikai Luc Firmin,
Armand Ferdinand Souop Tagne, Aboubakar Oumarou Maiga.
Estos son los nombres de algunos de los migrantes muertos en El Tarajal –Ceuta– el 6 de febrero de 2014, según figuran en la web de Caminando Fronteras. Los que han podido ser identificados. Ese día, unas 200 personas intentaron cruzar a nado la frontera entre Marruecos y España, entre ellos, como siempre, algunos niños. Mientras permanecían en el agua, la Guardia Civil cargó contra ellos con pelotas de goma y botes de humo en vez de auxiliar a los que de forma evidente no sabían nadar –se llama omisión de socorro y es un delito–. Menos de la mitad de las personas que lo intentaron alcanzaron la playa, 23 fueron arrojadas a Marruecos de manera irregular –devoluciones en caliente o vulneraciones de derechos humanos, ahora “legalizadas” en virtud de la Ley Mordaza–. Otros catorce jóvenes murieron ahogados y tres permanecen todavía sin identificar. Al menos, eso es lo que se conoce.
Es difícil saber
más porque, en estos diez años, la causa judicial se ha archivado y reabierto
hasta tres veces sin que se haya producido ninguna condena, y sin citar a los
testigos que presenciaron los hechos. Si en España la palabra de los policías
vale más que la de cualquier persona –incluso cuando existen evidentes pruebas
en contra–, la de otros, la de los negros pobres, ni siquiera puede ser
escuchada. Sus cuerpos, los cuerpos de las poblaciones excedentarias, las que
se consideran prescindibles para la producción, tampoco valen un ritual de
entierro, un sepelio, un acto que ayude a organizar la experiencia de despedir
a un ser querido para poder seguir viviendo.
Cada año una
manifestación recorre las calles de Ceuta para que no olvidemos. ¿Pero hasta
cuándo? Este mes se cumplen diez años de la tragedia de El Tarajal, uno de esos
aniversarios dolorosos cuyo ejercicio de memoria es un acto profundamente
político.
Políticas del duelo
Youssouf, Jeannot
Flame, Ibrahim Keita, Blaise Fotchin, Samba Baya, Ousman Hassan, Nana Roger
Chimie, Larios Fotio, Bilong Yves Martin, Daouda Mahatma, Bikai Luc Firmin,
Armand Ferdinand Souop Tagne, Aboubakar Oumarou Maiga (y otros tres
desaparecidos sin nombre).
Muchos de los que
mueren tratando de cruzar son enterrados en un cementerio de Ceuta, sin ritual,
ni nombre, ni amigos o familia
Fueron las
organizaciones de derechos humanos, los amigos, los militantes, y luego las
familias quienes consiguieron poner nombres a los muertos, porque el Estado no
hizo ningún esfuerzo para su identificación, e incluso negó los visados a las
familias para que pudiesen reconocer los cadáveres o visitar las tumbas,
algunas anónimas. Cinco están enterrados en un cementerio ceutí bajo un número,
otros parece que fueron inhumados en Marruecos. Solo uno, Armand Ferdinand
Souop Tagne, camerunés de 23 años, fue repatriado a su país. Justicia sería,
como piden las familias, saber qué pasó y la asunción de responsabilidades por
estas muertes. Pero también que el Estado entregase sus restos a las familias y
allegados. Verdad, justicia, reparación.
“Las dos últimas
víctimas de la crisis migratoria en Ceuta fueron enterradas este domingo bajo
tierra en el cementerio musulmán de la ciudad, ante la única presencia de los
enterradores, dos trabajadores de la funeraria, dos imanes y un militar que
pasaba por allí. Lejos de sus familias y amigos, sus restos descansarán en una
tumba sin nombre”, se narra en una noticia de prensa de 2021.
Muchos de los que
mueren tratando de cruzar son enterrados en un cementerio de Ceuta, sin ritual,
ni nombre, ni amigos o familia, sin duelo. En otros casos, la tumba es el mar.
“Los cadáveres recogidos no serán ni el 1% del total porque la frontera sur
española se ha convertido en un matadero”, dice Ismael Furió, un patrón de
Salvamento Marítimo de València, en El Salto.
La frontera opera
como una criba cruel para los que difícilmente conseguirán un permiso para
migrar en sus países de origen
En 2023, 6.600
personas murieron tratando de llegar a España –el triple que el año anterior–.
En los últimos diez años, al menos 29.000 personas han perdido la vida en su
trayecto a Europa, pero podrían ser muchas más. Las cifras bailan. Cifras. Ya
no dicen casi nada porque nos hemos habituado a su brutalidad. Por eso,
ponerles nombres, enterrarlos, recordarlos, constituye un acto de resistencia,
contra el olvido, contra la aceptación de la crueldad de las fronteras
europeas. Caminando Fronteras utiliza su web como un obituario. En ella recogen
fotos de los fallecidos y desaparecidos e informaciones, si se tienen, sobre
sus vidas. “Tras perder la vida en la tragedia de El Tarajal, su familia
celebra una misa en su memoria cada año. Una forma de recordarle ante el dolor
de no saber qué se hizo con su cuerpo, dónde acabó el pequeño Bikai”. “Antes de
intentar cruzar hacia España, llamó a su tía, a su madre y a su hermano para
que rezasen por él”, se dice de Daouda Mahatm. Quería ir a la universidad, le
gustaba el fútbol, aprendió costura, le dijo a su madre antes de partir…
retazos de vida.
El luto de los
desaparecidos es más difícil sin los rituales de entierro o despedida. Los
duelos que no pudieron ser se viven como heridas abiertas que no cicatrizan.
También nos hablan de aquellas vidas que, como explica Judith Butler, “no
merecen ser lloradas”; vidas que no cuentan como vida, parámetros de una
estratificación cruel que legitima guerras y explotación de recursos, más allá
de las necesidades de las propias personas que habitan esos territorios. La
frontera opera como una criba cruel para los que difícilmente conseguirán un
permiso para migrar en sus países de origen. Los que consigan pasarla se
convertirán en mano de obra hiperexplotada sin acceso a derechos. Otros serán
rechazados y devueltos al otro lado y quizás lo sigan intentado, en un proceso
que puede durar años y que entraña dificultades y maltrato. Los que mueren en
el camino son, simplemente, prescindibles, poblaciones que el capital considera
excedentarias. Desgraciadamente, cada vez son más y están más estigmatizadas;
son representadas como una amenaza para nuestro bienestar, y eso tiene
consecuencias sobre nuestro sistema político y sobre nuestra democracia que
sigue encogiendo, mientras algunos recogen los frutos.
Otros rituales de resistencia
En Europa, la
muerte se esconde, los rituales de despedida son rápidos. Morir no es algo de
lo se hable demasiado. Pero hay ocasiones donde eso se rompe: cuando los duelos
públicos se convierten en espacios de resistencia. El escritor Dagmawi Woubshet
ha explicado en The calendar of loss cómo, en las primeras décadas de la
militancia gay alrededor del sida, se trataba de romper el tabú social en torno
a la muerte como discurso público. La organización ACT UP convertía los
entierros en manifestaciones que reafirmaban la comunidad política, al tiempo
que visibilizaban las muertes que el Estado y la sociedad se negaban a
reconocer. Estos espacios de protesta evidenciaban que, pese a que la sociedad
quería mirar para otro lado o incluso culpabilizar a los enfermos por haber
contraído el VIH, esas muertes importaban.
Honrar a los
muertos que los Estados buscan borrar o deshumanizar supone un desafío a la
lógica de poder que niega la humanidad
Lo mismo ocurre en
El Tarajal cuando personas o grupos eligen llorar públicamente a aquellos cuyas
vidas son desconsideradas, o deshumanizadas por las políticas estatales o las
prácticas sociales: están desafiando el discurso dominante. Como la Antígona de
Sófocles, que rompe la prohibición de enterrar a su hermano y es condenada a
muerte por ello, los rituales de entierro nos llegan como un ejercicio de
desobediencia civil frente a leyes tiránicas. Hoy en lugares como Palestina,
los funerales de aquellos que mueren en conflictos se convierten también en
manifestaciones políticas que desafían las políticas de ocupación.
Honrar a los
muertos que los Estados –autoritarios o democráticos– buscan borrar o
deshumanizar supone un desafío a la lógica de poder que niega la humanidad y la
dignidad de sus adversarios. La historia nos proporciona también numerosos
ejemplos. Durante el apartheid sudafricano, los funerales se convirtieron en
protestas contra el régimen racista, especialmente cuando las víctimas habían
muerto a manos de la policía o las fuerzas de seguridad. (La muerte de George
Floyd provocó el surgimiento de las movilizaciones más potentes en Estados
Unidos desde hace décadas.) En España, durante y después de la Guerra Civil
miles de personas fueron enterradas en cunetas o en fosas comunes sin nombres.
Todavía hoy familiares y voluntarios desentierran esos restos en procesos donde
darles un nombre y una historia implica una suerte de reparación.
La frontera en
Europa es un espejo que nos devuelve nuestro verdadero rostro y es una imagen
de muerte –y dinero–
Estos rituales de
resistencia pueden resultar particularmente potentes en regímenes autoritarios
o totalitarios, donde el control sobre la vida y la muerte es una herramienta
clave de poder. En Argentina o Chile las dictaduras de los setenta y ochenta
detenían y “desaparecían” a miles de personas para instalar una política del
terror. En Argentina, las Madres de Plaza de Mayo se convirtieron en una
comunidad de lucha que desafió al régimen al exigir información sobre sus hijos
desaparecidos y pedir su aparición con vida. Desafiaron así la autoridad del
Estado que designó a estas personas como “no duelables”. Después de la
dictadura lucharon por determinar públicamente quiénes fueron los responsables
de esos crímenes de lesa humanidad y llevarlos ante la justicia.
En estos casos, el
proceso de darle nombre a los muertos y reclamar sus cuerpos se constituye en
acto de resistencia colectiva que reconoce y afirma la importancia de esas
vidas. La militancia de las familias y amigos en El Tarajal desafía la
jerarquía implícita en las políticas de duelo –las vidas que importan y por
tanto merecen ser lloradas y las que no, en palabras de Butler–. Estas acciones
constituyen poderosos actos de afirmación de la humanidad y la dignidad de los
que se nombran como sobrantes; los que pueden desaparecer sin dejar rastro,
porque se ignora que forman parte de una trama de relaciones y que dejan a
familias y amigos, que también son ignorados. Mientras, se oculta otra trama,
la del régimen fronterizo donde las políticas inhumanas de muerte se
entremezclan con intereses inversores y empresariales. Otro listado para
recordar, la otra cara de la necropolítica, la de los victimarios: Frontex, la
UE, Ferrovial, Airbus, Eulen, Dragados, Dassault, Elbit Systems, Indra… La
frontera en Europa es un espejo que nos devuelve nuestro verdadero rostro y es
una imagen de muerte –y dinero–.
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