CARNAVAL Y JUECES
Parte
de la judicatura se ha apropiado de la voz popular, de la toma de decisiones,
del poder soberano y actúan en beneficio de sus intereses e ideologías
particulares
PACO
CANO
Chirigota
El Perchero. / El Perchero
A raíz de los
últimos desmanes de algunos togados españoles y del esclarecedor editorial de
CTXT sobre el poder judicial, cabe preguntarse qué posibilidad tendría el
pueblo de recuperar ese poder que ejercen los jueces sin representarse más que
a sí mismos –“déjennos en paz”, se atreven a decir desde su púlpito de
intangibilidad–. Un poder que les emana desde el propio pueblo, como bien
aclara nuestra ley fundamental.
El art. 22 de la Constitución argentina dice lo siguiente: “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”. Asustan las proposiciones expresadas en negativo, pero quizás esto nos clarifique algunas derivas antidemocráticas que Argentina ha padecido a lo largo de su historia. ¿A cuántos jueces españoles les encantaría un texto así? Pero lo que se afirma en el art. 1.2 de la Constitución Española es que la soberanía nacional reside en el pueblo del que emanan los poderes públicos y, aunque a partir de ahí se distingue entre ciudadanía y poderes, en el art. 9.2 se insta a esos mismos poderes a facilitar el acceso a la participación de toda la ciudadanía en la vida política, económica, cultural y social.
Es decir, los
poderes –también el judicial– devienen del pueblo, pero resulta necesario
señalarles que no se olviden de a quién representan y pedirles que hagan viable
la participación ciudadana en la toma de decisiones. Pero, ¿qué es eso del
pueblo, qué soberanía real maneja? ¿sus representantes poseen representatividad
–es decir, defienden los intereses comunes y están avalados por sus
representados– o representación –es decir, puro figureo, pues una vez elegidos
se olvidan de quienes les han delegado el poder?
Hagamos un
simplificado repaso histórico de cómo se gestiona el poder en las democracias
liberales. Con la conformación del Estado-nación, la fuente de poder pasó de
Dios y del linaje aristocrático a un individuo dotado de razón, al ciudadano.
Estos ciudadanos, mediante un pacto social, cedieron parte de su libertad
individual para crear un Estado que tomara decisiones en nombre del bien común;
pero enseguida surgió una oligarquía que se apropió del mismo en nombre de
todos. O sea, se adjudicó, por la cara, la capacidad de representación y las
decisiones. Rousseau reclamó que el pueblo fuera el objeto y el sujeto efectivo
de la soberanía, que se pasara de una soberanía del pueblo potencial a una
soberanía del pueblo en acto. Lo que pasaba, y sigue pasando, es que un pueblo
no se constituye hasta que se articula en una comunidad y mientras no se
organiza, el pueblo es simple masa.
Los movimientos
sociales de los siglos XIX y XX exigieron ingresar al sistema político mediante
el derecho al sufragio y aparecen los partidos políticos como engranajes
mediadores entre Estado y comunidad. A finales del siglo XX y comienzos del XXI
se visibiliza una trampa: los partidos políticos ya no son intermediarios, sino
que ellos mismos se han convertido en Estado permanente, en casta, y ya no
representan a la comunidad. De esa manera, surge una parte de la ciudadanía que
propone desbordar los partidos y reapropiarse de la toma de decisiones.
Nos encontramos así
con una nueva cuestión: ¿cómo pasamos de ser masa a ser pueblo? La masa, la
sociedad, es una suma de individuos, pero ser pueblo refleja una forma de fraternidad,
unos orígenes comunes, una cultura y una idea material compartida del bien
común. Algunos pensadores de la denominada filosofía del pueblo, de donde por
cierto bebe la teología del papa Francisco, postulan que los pueblos se unen y
hermanan, principalmente, para luchar –cuando sufren– y para festejar –cuando
disfrutan–. Ambas circunstancias, la lucha y la fiesta, el sufrimiento y el
disfrute actúan como elementos constitutivos de esa idea de ser comunidad. Las
batallas por las realidades materiales y culturales unidas hacen pueblo.
Para escenificar
las luchas están las manifestaciones, las revueltas, los levantamientos o lo
que en Latinoamérica se llaman las “puebladas”; es decir, un hecho inusual en
el que el pueblo toma la calle y se reapropia de aquello que le es negado.
Digamos que el 15M fue una pueblada. Las fiestas también son hechos inusuales,
acontecimientos que rompen con lo cotidiano y que, al igual que las luchas, hay
que vivirlos con otros, en colectivo. Tanto las luchas como las celebraciones
necesitan el cuerpo, lo presencial y lo emocional; por ello, se sustancian con
reclamaciones de vida, de derechos y de libertades. Tanto las luchas como las
fiestas hacen temblar a las clases dominantes porque son comunitarias, porque
son generosas y porque se oponen al antipueblo. Tanto las luchas como las
fiestas se producen en la calle; así las instituciones intentan o bien prohibir
y boicotear las luchas, o bien apropiarse de las fiestas, porque ambas son
maneras de hacer política. Tanto las luchas y los festejos señalan la paradoja
de que el poder político es antipolítico y quiere controlar a la comunidad y
convertirla en sociedad desarticulada.
Centrémonos en una
fiesta como el carnaval, ya que estamos en época. A través del carnaval, de sus
coplas, el pueblo se reafirma, se corrige y se inserta en el mundo y en el
tiempo en que vive. El carnaval permite recuperar la calle y, frente a
prácticas culturales de dominación, representa una práctica cultural de
resistencia. Así ocurre en las letanías del Carnaval de Barranquilla o en las
letras del Carnaval de Cádiz, que son maneras de expresar las realidades
vividas en lo local, nacional o internacional y –desde la sátira, el humor y la
burla– representan la forma que tiene la voz del pueblo, con todas sus
contradicciones. Dice la poeta gaditana Bea Aragón: “El carnaval de Cádiz es el
motor gigante de una pasión que nos mueve a muchos: componentes, autores,
artesanos y aficionados. Esta misma pasión nos une y nos hace compañeros a
todos, y lo más importante nos hermana”. Es decir, nos hace pueblo.
El
carnaval permite recuperar la calle
Construir poder
popular sería intentar mantener esa voz y esa hermandad vivas durante todo el
año y que el simbolismo de las gentes en la calle fuera la representación de la
participación de las gentes en las instituciones. Cuando las instituciones o
los falsos representantes populares se apropian de las puebladas y de las
manifestaciones simbólicas, el pueblo queda inmovilizado como el pichón que
solo abre el buche para que lo alimenten y vuelve a ser masa.
Cuando las
instituciones o los falsos representantes populares se apropian de las
puebladas, el pueblo queda inmovilizado
Los jueces se han
apropiado de la voz popular, de la toma de decisiones, del poder soberano y
–liberados, desde hace años, del control del Consejo General del Poder Judicial
por el bloqueo del Partido Popular– actúan en beneficio de sus intereses e
ideologías particulares, corrompiendo el principal mandato derivado del poder
que el pueblo les otorga: la organización justa de la convivencia, de la vida
en común. Ese “déjennos en paz” pone de manifiesto el endiosamiento y la
burbuja en la que viven y actúan. Ojalá la celeridad de García Castellón en
mover ficha para ganar posiciones o cerrar flancos en el tablero de la amnistía
fuera ejemplo de la rapidez de actuación de la Justicia en España.
La lucha por lo
material y la celebración de lo cultural son solo dos de los elementos
constitutivos de pueblo. Hay algunos otros como la interacción entre lo público
y lo común, la cogestión o la recuperación por parte de las comunidades de
aquellos patrimonios y bienes públicos que pueden ser gestionados sin las instituciones.
Mediante esa gestión del común, esas luchas por lo material y esas fiestas
simbólicas es posible construir mediadores reales entre política y comunidad y
es posible reequilibrar fuerzas de poder.
Los jueces se han
apropiado de la voz popular
La recuperación de
la calle por parte del pueblo y de la creación de instituciones alternativas no
debería ser algo relativo al acontecimiento, algo circunstancial sino una nueva
realidad permanente y, sobre todo, debería ser un recordatorio de que la comunidad
organizada es la que, constitucionalmente, posee la soberanía nacional. Las
movilizaciones para conseguir realidades materiales y la celebración de
manifestaciones simbólicas o culturales no deben medirse o enfrentarse sino
sumarse. No son batallas excluyentes sino episodios de una misma guerra.
El problema que
tenemos es que los jueces se han convertido en un carnaval burlesco y al
carnaval quieren judicializarlo. Así que la judicatura se merece una pueblada,
un levantamiento popular que les reclame la devolución de un poder que no saben
utilizar para el bien común y al carnaval, por su parte, hay que alejarlo de la
institucionalización y del control de los poderes para que el pueblo pueda
crear su pensamiento de manera autónoma y crítica. Sin la suma de lo real y lo
simbólico, sin la reapropiación de los poderes, sin la unión de soberanía
cultural y soberanía material no hay sustento posible para las transformaciones
sociales. Que se lo digan, si no, a algunos de los desaparecidos ayuntamientos
del cambio, que se olvidaron de esta máxima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario