miércoles, 4 de septiembre de 2024

QUE PAREN LA QUEJA, QUE YO ME BAJO

 

QUE PAREN LA QUEJA, QUE YO ME BAJO

La sanidad pública está en peligro y la salud se ha convertido en un bien de consumo. Pero, ¿qué pensamos hacer para evitar el desastre?

ÓSCAR C. CANO

 

Sanidad pública.                          Malagón

“Todo se está yendo a la mierda”, sentencia un compañero de trabajo mientras echo aceite a la tostada. Es lunes; pero podría ser martes o miércoles o jueves o viernes o incluso un festivo, si tuviera guardia, porque este tipo de juicios se ha vuelto costumbre. He acudido al bar de enfrente con la idea de descansar un poco y coger energía para acabar la jornada (últimamente las mañanas son extenuantes). Pero esta frase me ha sacudido y todos mis intentos por desconectar se han visto frustrados. Otro día más de pronósticos sombríos sobre la atención primaria.

“Me llamo Óscar y me van a matar”, diría de estar frente a una cámara en un sótano. Pero emito esta llamada de auxilio desde la cocina de mi casa, así que lo dejaré en un “Me llamo Óscar y van a sofocar mi ilusión”. Para un joven médico de familia que empieza sus andanzas en la profesión cargado de expectativas, escuchar continuamente anuncios sobre el final de los días de la atención primaria puede llegar a ser nefasto. Además, existe una tendencia generalizada a hablar de trabajo también durante los descansos y tiempos muertos, centrando el discurso en los aspectos más negativos del mismo. Durante estos cuatro años de residencia he ido acumulando un malestar agrio cuya procedencia desconocía. En el momento final de esta etapa me percato del origen: revivo un día de la marmota perverso en el que todo el mundo se queja y poca gente se mueve.

Revivo un día de la marmota perverso en el que todo el mundo se queja y poca gente se mueve

No pretendo ser ingenuo. La atención primaria atraviesa momentos complicados. Los analistas dicen que la pandemia dio el golpe de gracia a una sanidad ya maltrecha. Los gestores, que “no hay médicos”. Mis compañeras, que los pacientes cada vez son más impacientes. Los pacientes, que la culpa es de los políticos y que “son todos iguales”. Y sin fallar ninguno en su diagnóstico, todos comparten el mismo error: echar balones fuera. La realidad es compleja; y la explicación, multifactorial. Si el problema tuviera una sola causa, lo habríamos resuelto hace tiempo. La dificultad, a mi juicio, radica en que para salir del embrollo en el que estamos metidos necesitamos pausa, reflexión y autocrítica. Todos ellos valores en extinción en una sociedad reaccionaria en la que triunfa el discurso de que “el problema son los demás”.

La sanidad pública está en peligro, sí. Más allá de las causas, los hechos hablan por sí solos. Los profesionales estamos al borde del colapso mental, sobrecargados y con la sensación de no poder brindar la atención que nos gustaría. Los pacientes tardan una media de dos semanas en lograr una cita con su médica de familia, en muchos casos. La sanidad privada ha pasado de ser parásito de la pública a huésped patógeno, y son cada vez más frecuentes los conciertos público-privados o las externalizaciones de servicios hospitalarios. Cada vez más gente contrata seguros privados sin ser conscientes de lo descubiertos que les dejan. No hay un verdadero control público sobre el precio de los medicamentos, que se negocia a puerta cerrada. La financiación pública de la investigación escasea cada vez más. La salud, en definitiva, se ha convertido en un bien de consumo. Y esto hace que la sanidad pública, gratuita y universal esté en peligro. Pero, ¿qué pensamos hacer para evitar el desastre?

No somos conscientes de lo tóxicos que podemos ser para nuestro entorno cuando la queja se cronifica

Quejarse (aún) es gratis; y necesario. La queja es un sistema de alarma diseñado para advertirnos frente a lo que amenaza nuestras necesidades. Pero, como cualquier alarma, no está pensada para sonar ininterrumpidamente. Un estado continuo de alerta es insano para nosotros y para nuestro ambiente. No somos conscientes de lo tóxicos que podemos ser para nuestro entorno cuando la queja se cronifica. Sin caer tampoco en la dictadura de la sonrisa, deberíamos reflexionar sobre las consecuencias de nuestras palabras y revisar nuestra actitud en el mundo. Es urgente desokupar la queja.

Se me ocurren múltiples alternativas y a distintos niveles para el desalojo. Individualmente, haríamos bien en usar la queja únicamente para el desahogo puntual y para tomar impulso. Nos vendría bien aprovechar los descansos, fuera y dentro del trabajo, para lo que están pensados. Dediquemos tiempo de calidad a nuestra familia y amigos o a esa afición personal que nunca priorizamos. Paremos el ritmo frenético del presente y disfrutemos de los pequeños detalles. Aunque nos atraviesen condicionantes sociales en mayor o menor medida según nuestros privilegios, aunque nos parezca que el mundo se cae a pedazos y no podamos hacer nada por remediarlo... Nuestra capacidad de disfrute nos pertenece.

Propongo colectivizarnos ante problemas que son comunes y nos desgastan a todas

Pero el desalojo de la queja no acaba ahí. No podemos atrincherarnos en el individualismo, o acabaremos por repetir la misma historia. Propongo colectivizarnos ante problemas que son comunes y nos desgastan a todas. Nos han machacado (y nos hemos autoconvencido) con el mantra de que “las huelgas ya no sirven para nada”, pero la historia de la lucha social está sembrada de logros tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Hay que ser realistas, eso sí. Los cambios tardan en suceder, por lo que es preciso un ajuste de expectativas sin que ello nos haga perder la ilusión. No alcanzaremos nuestras aspiraciones en un día o dos, pero eso no debe hacernos tirar la toalla. Tampoco entiendo que muchos de mis compañeros excusen su conformismo con la supuesta falta de movilización entre la población, porque la realidad es que la ciudadanía no ha dejado de manifestarse. Además, independientemente de lo que se muevan, tenemos el deber de hacer abogacía por la salud porque nadie conoce el sistema sanitario mejor que nosotros. Un concepto, el de la abogacía, poco manejado en nuestro día a día pero imprescindible para garantizar una ética de mínimos en nuestra práctica clínica, ya que se trata de la aplicación directa del principio bioético de justicia: defender el derecho a la salud de la comunidad a través del empoderamiento de la misma y de un acceso equitativo al sistema.

A un nivel más local podríamos reclamar a nuestros jefes un espacio (físico, pero también temporal) para canalizar todo ese malestar; espacios en los que nuestra voz fuera escuchada y tomada en cuenta para mejorar lo que no funciona. Los cargos intermedios ganarían a unos trabajadores más satisfechos y eficientes si les dieran cierto control sobre su tiempo y condiciones. Aunque exista una cadena de mando, todos (capitanes y marineros) vamos en el mismo barco. Y si el barco se hunde, nos hundimos todos.

En resumen, mientras perseveramos por hacer del sistema sanitario un lugar más digno, debemos cuidarnos y cuidar de nuestros compañeros. El pellizco es necesario, pero sin la sonrisa no habrá energía para pelear. Favorezcamos ambientes laborales distendidos. Cuidemos especialmente de las recién llegadas. Que no sientan que se han equivocado de profesión. Sentenciar de muerte día tras día a la sanidad pública nos hace un flaco favor a todos. Desokupemos, de una vez, la queja.

A mis compañeras más mayores, os pregunto: ¿qué legado os gustaría dejar tras vuestra jubilación? A mis compañeras más jóvenes, os animo: no permitáis que el descontento os contamine. Y a unos y otros os suplico: si no pensáis cambiar nada y os vais a seguir quejando, al menos respetad mi desayuno y dejadme disfrutar de mi puta tostada con aceite por las mañanas.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario