LA FIEBRE DE LA DESINFORMACIÓN
MIQUEL RAMOS
Cartel promocional de la serie 'La
fiebre'.
Marie Kinski cuenta siempre con un auditorio lleno. Ha cosechado decenas de miles de seguidores en sus redes sociales, sale a menudo en televisión y sabe muy bien cómo meterse en la actualidad política, manosearla, reinterpretarla y regurgitarla para su público. "Como muchos estudiantes, yo era una de esas jóvenes que vagaban como almas perdidas entre cursos de sociología y comunicación", explica. "Así que sé lo que te enseñan: a destruir el conocimiento. Pero para sonar más snob y de izquierdas lo llaman deconstrucción". El público ríe cada vez que Kinski parodia a la izquierda, a la que asimila con el establishment para situarse ella en los márgenes, en el lado de la incorrección política.
"¿Qué
hay que deconstruir?" se pregunta de forma retórica. "Todo. Es una
especie de tutorial de bricolaje posmoderno. No os riáis tanto. Requiere un
alto nivel de destreza dialéctica. La cuestión es que se explica que la víctima
es en realidad el culpable y el culpable es en realidad la verdadera
víctima", sentencia. Es la carta de presentación del personaje, de Marie,
en la magnífica serie francesa La Fiebre (Eric Benzekri y Ziad
Doueiri, 2024), en la que resumen su papel en los siguientes capítulos.
La
serie es un excelente retrato de cómo funciona la guerra cultural de la extrema
derecha en la era de las redes sociales y la espectacularización de la política
y de la información. Cómo se libra la batalla por el
sentido común mediante la imposición de marcos interesados, la construcción de
‘verdades alternativas’ y el desplazamiento de la ventana de Overton, esto es,
la aceptación y normalización progresiva de asuntos que hasta ese momento ni
forman parte del debate público. Y en esto, los medios de comunicación juegan
también un papel crucial, más allá de los influencers y propagandistas
habituales de las extremas derechas.
"En
Springfield, [los migrantes] se están comiendo a los perros, la gente que ha
llegado se está comiendo a los gatos, se está comiendo a las mascotas de la
gente que vive allí". Fue lo que dejó caer el expresidente norteamericano Donald
Trump hace unos días durante su debate con la candidata demócrata Kamala
Harris. Una muestra más de la hipérbole y de la mentira, de la
deshumanización y el racismo que encarna el personaje, sus seguidores y sus
homólogos. Más de un bulero se apresuró a difundir imágenes de ese supuesto
secuestro de mascotas para justificar las acusaciones de Trump. También aquí,
en España. Y todos a desmentirlo. Vamos, como dice el dicho valenciano, com
cagalló per sèquia (como zurullo por acequia), dando tumbos a merced de la
corriente.
Esa
parodia es, al fin y al cabo, lo que quedó de aquel debate. Lo más comentado.
Lo que hoy recordamos. Poco más podría añadir cualquier persona a la que le
preguntes hoy sobre los temas que allí se hablaron. No importa que fuese un
bulo. Nos hemos puesto a debatir si los migrantes comen mascotas, a demostrar
su inocencia. Nos hemos metido en su marco, en su trampa. Y no son pocos los
que hoy siguen pensando que es cierto, que hay negros vagando por las calles
que se quieren comer a tu gato.
Los
excesos y las mentiras de uno u otro candidato están sometidos a la
verificación constante, son pasto de tertulias y de la mofa y del espectáculo
político convencional. Aunque todos tengan sus parroquias impermeables a
cualquier fact-checking. Aquí tenemos el ejemplo de Isabel Díaz Ayuso,
cuyas declaraciones y medidas suelen armar siempre cierto revuelo, y a quien la
izquierda insiste en catalogar de ignorante y estúpida, pecando una vez más de
una terrible y negligente inocencia y arrogancia mientras pierde elección tras
elección. Cada vez que Ayuso suelta un señuelo, ahí está la izquierda para
picar el anzuelo y recrearse en él mientras la vida pasa y en tertulias y
redes no se habla de otro tema. Parece mentira que, a estas alturas, algunos no
hayan aprendido la lección. Ella, sin embargo, sigue ganando elecciones y cada
vez más popularidad, incluso dentro de su propio espectro político.
Estos
días se debate en España lo que el presidente anunció meses atrás contra la
desinformación. Lo hizo con gran solemnidad, en medio de la tormenta desatada
por la derecha mediática y judicial contra su esposa, Begoña Gómez. Que
en España hay barra libre para el lawfare y el bulo lo sabemos todos
desde hace tiempo, y que la libertad de expresión es el escudo, también. Por
ello, las medidas anunciadas ayer, no suenan tan mal: 1) Establecer criterios
que definan qué es un medio de comunicación - Registro de medios informando
financiación que reciben. 2) Publicación de inversión pública en medios. 3)
Reforma Ley Publicidad Institucional. 4) Mejorar transparencia y
verificabilidad de los sistemas de medición de audiencias de medios. 5) Blindar
el secreto profesional y protección de las fuentes. 6) Proteger a
periodistas de acosos externos. 7) Acabar con las sanciones a periodistas por
cubrir actuaciones de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. 8)
Limitación financiación pública a medios. 9) Garantizar pluralismo editorial y
luchar contra oligopolios y concentración económica mediática.
No
hay que olvidar que el derecho a la información comprende también el que
tiene la ciudadanía a recibir información veraz, así como a una supuesta
neutralidad de las instituciones que en otros asuntos que afectan a personas y
colectivos no se arma tanto revuelo, sino que cuentan también con el consenso
de quienes hoy lo critican cuando les afecta. Aunque todavía está por ver el
alcance y la aplicación de estas medidas recién anunciadas.
Los
retos que tenemos por delante para garantizar los derechos en esta nueva era de
la información son enormes, no solo por la magnitud y el alcance de los medios
y del resto de canales, sino por su constante cambio y reinvención, adaptándose
siempre a los cambios, incluso a los legales. Internet ha revolucionado el
consumo y el contenido de la información, y la dificultad para controlarlo sin
coartar derechos democráticos es un debate global todavía sin resolver.
Esto implica meterse en otros terrenos como la educación, la democratización
del Estado y del espacio público, también el virtual, y la promoción de
herramientas que permitan identificar y exponer los fakes que han
colonizado hoy una gran parte de las redes sociales.
Marie
Kinski sabe, a lo largo de toda la serie, que juega con el viento a favor. Que
va a tener múltiples oportunidades para desplazar cada vez más esa ventana de
oportunidades para convertir lo imposible en lo aceptable, y que cuenta,
además, con poderosos aliados al mando de medios y partidos. Ella es tan solo
un peón más en un tablero global donde la batalla de las ideas se libra sin
cuartel en todos los escenarios, y a pesar de cualquier ley. Lo mismo le pasa a
Marine Le Pen, que ha visto cómo, al final, Macron ha acabado rendido
ante ella, a pesar de no haber ganado las elecciones, o a los ultraderechistas
alemanes, que ha sido el socialdemócrata quien ha acabado aplicando sus recetas
cuando ha visto que le pisan los talones.
Todo
intento por mejorar la transparencia, por limitar la desinformación y por
garantizar el acceso a la información plural y veraz es siempre una buena
noticia, pero habrá que esperar a ver los resultados más allá de la
declaración de intenciones. No debe ser nunca un parche para un asunto o un
momento determinado, ni una puerta abierta a la instrumentalización del
gobierno de turno para perseguir y censurar cualquier disidencia. Todo lo que
se promueva hoy debe tener la suficiente capacidad para que, pase quien pase
por las instituciones, no se convierta en una herramienta de censura y control.
Pero el problema va más allá de filtrar la basura que orbita en la red o que se
instala en los medios como menú diario. El problema es que, en lo terrenal, en
lo material, el miedo a esa reacción, a esa máquina del fango, te haga tan
inútil que acabes siendo cómplice de quienes hoy intentan tumbarte por todos
los medios.
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