LA TRAMPA DE LAS TRAMPAS
El ministro de Economía, Carlos Cuerpo — Alejandro Martínez
Vélez / Europa Press / ContactoPhoto
La
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) ha elevado
recientemente su previsión de crecimiento para España hasta un 2,8% en 2024,
una cifra que supera ostensiblemente la media de la zona euro. No son pocos los
datos macro que reflejarían la buena salud de la economía española. Todo ello
genera la tentación en amplios sectores progresistas de sacar pecho frente a
las críticas catastrofistas de la derecha, que ciertamente están fuera de
lugar.
Los datos macroeconómicos pueden
enmascarar la precariedad y una tendencia sostenida de pérdida de bienestar de
las mayorías sociales
Sin embargo, creo que una actitud inteligente requiere más matices y mayores dosis de realismo. Es cierto que, frente a los ataques de la derecha y sus voceros mediáticos, cabe argüir que el Gobierno sale bien parado en los datos macroeconómicos, incluso si se contextualiza la evolución de la inflación. Ese es el baremo que utiliza el establishment. Pero la izquierda no debería caer en la autocomplacencia invocando indicadores que han sido gestados por un entramado de poder alejado por completo de los intereses de las clases populares. Los datos macroeconómicos pueden enmascarar la precariedad y una tendencia sostenida de pérdida de bienestar de las mayorías sociales, como sucede en la actualidad.
El
creciente malestar de nuestras sociedades no es una invención de los poderes
mediático y digital, aunque estos lo reconduzcan hacia posiciones reaccionarias
con notable éxito. El malestar tiene que ver con la realidad material, con la
dificultad para acceder a una vivienda digna, con la precariedad laboral, con
las desigualdades, con la dificultad para conciliar la vida personal o
familiar, con la pérdida de poder adquisitivo, con el deterioro de los
servicios públicos, con las adicciones de todo tipo, con un ritmo de vida que
corroe el carácter. El malestar trae causa de un sistema económico injusto ante
el que las instituciones democráticas se muestran incapaces de cambiarlo o
corregirlo.
Una vez
aceptado el problema del malestar, sin dejarnos embaucar por las estadísticas
macroeconómicas, surge la necesidad de abordar políticamente sus raíces. Es en
este punto donde proliferan los diagnósticos equivocados y las confusiones
interesadas. Es sabido que las derechas política y mediática de toda la vida
son expertas en falsificar la realidad, ya que en contextos de crisis o
malestar ofrecen salidas autoritarias mediante la estigmatización y persecución
de determinados colectivos (mujeres, migrantes, etc.) precisamente para ocultar
la responsabilidad de la clase dominante. Pero también desde cierta (y mal
llamada) izquierda se cometen errores y horrores de diagnóstico.
Hay que extremar el cuidado
ante discursos tan errados como discriminatorios, vengan de donde vengan
Hay quien
ha puesto el foco, tiempo atrás, en un supuesto error de la izquierda
consistente en priorizar las demandas de las minorías frente a los intereses de
la clase trabajadora. Afortunadamente, la idea de la trampa de la
diversidad no ha calado, porque se trata de un diagnóstico
reaccionario que, en última instancia, culpa a las minorías de los problemas
que provoca el poder económico. Algo parecido es lo que han hecho determinadas
feministas al discriminar a las mujeres trans. Y, en Alemania y en otros
lugares, surgen discursos en sectores supuestamente progresistas que apuntan a
la inmigración. Hay que extremar el cuidado ante discursos tan errados como
discriminatorios, vengan de donde vengan.
Aunque
con mejores intenciones, también se equivocan las izquierdas que ponen el
énfasis en la necesidad de actualizar el discurso o el programa. Según estas
posiciones, la izquierda no puede dar respuestas del siglo XX a los problemas
de nuestro tiempo. De alguna forma, estas posturas asumen con resignación que
el Estado del bienestar es cosa del pasado y buscan soluciones en propuestas
innovadoras que merecen respeto, pero que contribuyen a enmarañar la cuestión
del diagnóstico.
Vengo
defendiendo que el principal problema de la democracia (y de las izquierdas que
aspiran a gobernar) es su impotencia, su incapacidad para transformar la
realidad socioeconómica. La arquitectura jurídico-política de la globalización
y de la Unión Europea impide que se puedan llevar a cabo políticas
redistributivas. Sin soberanía estatal, no hay democracia posible. El verdadero
desafío de las y los demócratas es modificar las estructuras supraestatales
asumiendo que, hasta entonces, la democracia en un solo país no tiene cabida.
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