lunes, 16 de septiembre de 2024

EL PASO DE PEATONES

 

EL PASO DE PEATONES

Hay que abandonar todo aquello que cristalizó en X, que fue potenciado en X, y que es el material con el que se construye la peor experiencia política que llevamos vivida en el siglo XXI

GUILLEM MARTÍNEZ

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Estimado lector/a:  

Vivo en una gran ciudad y, de un tiempo a esta parte, me encuentro en ella un fenómeno nuevo. Sucede en los pasos de peatones. La cosa funciona así. Estás esperando que el semáforo de peatones se ponga verde y, cuando lo hace, en el otro extremo de la calzada, en ocasiones ves a alguien –suele ser un hombre adulto– que se dirige hacia ti, en línea recta, y con cara de pocos amigos. Quiere producir un choque y, con él, supongo, una breve discusión, que duraría poco, los segundos que dura un semáforo en verde. Por mi parte, siempre evito eso. Veo venir el asunto y me aparto. Empecé a ver este fenómeno después de la pandemia. Y lo atribuí a ella. Supuse que era fruto de la crispación pasajera. Y que pasaría de largo. No está pasando de largo, si bien, aparentemente, no es algo preocupante. Es tan solo un conato de conflicto pueril en un paso de peatones, algo fácil de eludir.  Lo he hablado con amigos. Algunos lo han detectado. Otros, pues no. Esos otros me hablan, no obstante, de otros fenómenos parecidos, que suceden en ascensores, escaleras, gimnasios. Los que conducen me hablan de que en la calzada eso también sucede. Es más intenso. Un amigo me ha dicho, incluso, que a él le ha cambiado la experiencia de la conducción. Ahora es más agresiva. Pero, matiza, tampoco es para tanto. Son pequeños detalles, puntas. Igual es él, concluye. Quizás eso es lo que está pasando. Nada, casi nada, algo. Percepciones. Igual somos nosotros.

 Es decir, igual nos integran. Suceden en los semáforos, en las escaleras, en los pasillos, en los coches, en el sol, en la sombra. En zonas, en fin, que no son el centro del mundo, sino, tan solo puntos anecdóticos, por donde el mundo pasa varias veces al día, fugazmente, dejando su rastro. En su prólogo al más que recomendable libro de Steven Forti Extrema derecha 2.0 –Siglo XXI, Madrid, 2021–, Enric Juliana habla, no de ese libro, no de las nuevas extremas derechas, sino de la epidemia de gripe que siguió a la I Guerra Mundial. Analiza aquella postepidemia en Italia. Y la posibilidad de que, tras el conflicto mundial, el alto número de muertos de la pandemia cambiara, decantara, el alma colectiva de una sociedad, de manera que pudo canalizarse y avanzar sobre ella esa nueva alma colectiva, denominada fascismo. Es posible. Es muy posible. Es también irresistible comparar aquella pandemia –la primera de la historia en la que empezó a existir, de manera primitiva, un Estado asistencial– con la última –la primera de la historia en la que dejó de existir un Estado asistencial, nacido, precisamente, cuando la gripe española–. En todo caso, es razonable suponer que las epidemias traen eso. Sensación de abandono. Y el pulimento de una nueva alma, creada en la soledad, la amenaza y el miedo a la enfermedad. Esto es, al otro, de repente, un posible enemigo mortal. Si eso es así, lo que ocurre en los semáforos y en tantos otros puntos es ese alma, sus muestras, sus relámpagos, sus apariciones fugaces. Algo que, como sucedió en la primera mitad del siglo XX, se puede ver en diversos puntos de una ciudad, si bien cristaliza y se desarrolla en un punto inabarcable, donde todo es tan grande que no se ve nada: la política, su experiencia cotidiana. Es decir, también en su información, también en su vivencia. Y, por todo ello, también en las redes sociales, esa mezcla, precisamente de todo ello.

Se habla mucho de abandonar X, Twitter o cómo se llame esta mañana. Precisamente por el hecho de ser una empresa propiedad de un personaje clave de la nueva extrema derecha. Eso no es un argumento determinante. Casi todas las cosas grandes –los periódicos que consultas, las televisiones, las RRSS, tu club de fútbol, tu marca de zapatillas favorita– suelen ser propiedad de personas poco edificantes, lo que nos obliga a dialogar, a matizar la entrega, a mantener distancia con sus propiedades. Por mi parte, sigo en X, Twitter o cómo se llame. Pero he dejado de interactuar. Básicamente, cuelgo mis artículos, retuiteo algo. Y dejo de aventurarme a cruzar ese paso de peatones. Para eso, para mantener cierta vida social virtual, utilizo otras redes. En las que la sensación es que, snif, no hay peatones. En todo caso, estas líneas las he empezado a escribir tan solo por una cosa. No es necesario dejar X. Por dos razones. Una es que, en breve, me temo, X nos dejará a nosotros. Nos expulsará, nos clausurará, nos cancelará si no somos como nos desea. La otra es aún más sencilla y luminosa: no hay que dejar X, sino que lo que hay que hacer es dejar de cruzar los semáforos en contra de otra persona, para chocar con ella e iniciar un simulacro de enfrentamiento. Hay que dejar el cultivo del enemigo, la crispación sin objeto ni sentido, expansiva, constante, que se inició antes de la pandemia –antes de que X fuera X, lo que indica que la fundamos nosotros, de alguna manera; el señor X, simplemente, vio el filón–. Hay que dejar de cruzar los semáforos como un mamporrero, y cruzarlos de manera sexy, con elegancia, sin inmutarse, ayudando a las personas mayores y guiñando el ojo a las que no lo son. Hay que abandonar todo aquello que cristalizó en X, que fue potenciado en X, y que es el material con el que se construye la peor experiencia política que llevamos vivida en el siglo XXI, y que tanto se parece a otras experiencias políticas vividas en la primera mitad del XX. Es una experiencia tan densa que, lo dicho, la puedes ver en los pasos de peatones.

El sentido de esta carta era, sencillamente, explicar cómo se cruza una calle 

El sentido de esta carta era, sencillamente, explicar cómo se cruza una calle. Y, por el mismo precio, agradecer al lector que nos permita, desde CTXT, cruzar las calles de la información sin gritar, sin chocar con todo el mundo, sin los ojos enrojecidos por la ira. Y, como todo el mundo, sin saber muy bien qué hay en el otro lado de la calle, con perplejidad, sin poseer ningún secreto que nos haga importantes y poseedores de un destino manifiesto. Por caminar, como decía Alejandra Pizarnik, “habitando con frenesí la luna”, en la imposibilidad –para Pizarnik, para mí al menos también– de comprender del todo la Tierra.

Por todo ello, muchas gracias. Atentamente:

Guillem Martínez

 

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