miércoles, 4 de septiembre de 2024

DE GAZA A EL CAIRO: EL VIAJE BAJO FUEGO DE UN PALESTINO


DE GAZA A EL CAIRO: EL VIAJE BAJO 

FUEGO DE UN PALESTINO

Mahmoud Mushtaha relata su odisea para escapar de Gaza hacia Egipto mientras Israel bombardea de forma masiva el enclave costero, en el que ya fueron asesinadas más de cuarenta mil personas

SANTIAGO MONTAG (LA TINTA)

Barrio de Rimal, situado al oeste de Ciudad de Gaza, en un imagen

tomada el pasado 1 de abril de 2024. / Mohammed al-Hajjar

Mahmoud Mushtaha es un palestino gazatí de 23 años que escapó del genocidio en la Franja de Gaza hacia Egipto. Su historia, como la de dos millones de gazatíes, no comenzó el 7 de octubre de 2023, sino que es parte de un relato colectivo emanado desde las entrañas de la cárcel más grande del mundo. 

Mahmoud nació en el barrio de Shuja’iyya, al este de la ciudad de Gaza, y más tarde se mudó junto a su familia a Tel al-Hawa, en el oeste de la Franja. De pequeño, lo primero que vio, olió y oyó fue el bloqueo israelí que se volvió muy duro desde la primera ofensiva contra Gaza en 2007.

“La vida bajo el asedio en Gaza siempre fue una lucha profunda”, cuenta Mahmoud, porque estuvo marcada por la escasez constante de productos básicos como el agua, la comida o los medicamentos. Además, la libertad de transitar era limitada y el miedo, algo omnipresente. La infraestructura estaba en ruinas, la electricidad era un lujo y conseguir agua potable se convirtió en un desafío diario. A esto, hay que sumar que la economía se encontraba paralizada y las tasas de desempleo se disparaban todo el tiempo, sobre todo, entre los jóvenes. Desde hace muchos años, el pueblo en Gaza vive con un respirador artificial. “No había ningún control sobre nuestro futuro, sobre nuestra vida, nadie tenía la posibilidad de hacer planes para la próxima semana o quizás mañana”, reflexiona Mahmoud. “Aunque, a pesar de esas penurias, había una apariencia de rutina y resistencia entre la gente, que intentaba llevar una vida lo más normal posible en medio de la adversidad”, agrega.

Pero Mahmoud no perdió las esperanzas de cumplir sus sueños. Siempre quiso ser periodista para los medios de habla inglesa y, así, amplificar la voz de los y las palestinas. Por ello, estudió Literatura Inglesa en la Universidad Islámica de Gaza, la única carrera que le permitió un acercamiento a la lengua sajona. Esto le proporcionó una buena base para sus aspiraciones profesionales, que están en sintonía con visibilizar la situación de su pueblo. Pero sus objetivos se vieron truncados por lo que estaba por venir. La vida de millones de palestinos cambió drásticamente aquel 7 de octubre. 

Para empezar, desde hacía mucho tiempo, el asedio israelí se había convertido en un bloqueo total. Los pasos fronterizos, que ya eran muy restringidos, quedaron prácticamente sellados. “La ayuda humanitaria tuvo muchas más dificultades para entrar en Gaza, lo que agravó aún más nuestras ya terribles condiciones de existencia. Los alimentos y los suministros médicos disminuyeron a niveles críticos en pocos días, y el sistema sanitario, que ya era frágil, colapsó bajo la presión de atender a miles de civiles heridos. La sensación de aislamiento y abandono creció a medida que la atención internacional se desvanecía”, recuerda con angustia Mahmoud.

“Debido al bloqueo, en Gaza ya no hay alimentos ni agua potable. Cuando estaba allí, teníamos que comer alimento para animales porque la zona norte estaba privada de acceso a la ayuda humanitaria”, cuenta. De esta manera, Mahmoud se refiere al momento en que Israel concentró todas sus fuerzas militares para atacar esa región donde se encuentran los campos de refugiados como Jabalia o Al Shati, que fueron reducidos a escombros en pocos meses. Las Fuerzas de Defensa Israelí (FDI) partieron en dos la Franja de Gaza para aislar aún más a los palestinos del norte y sur, levantando una “zona de amortiguamiento” (buffer zone, en inglés). Mahmoud experimentó, junto a su familia, el aislamiento extremo. “La escasez de recursos no se parecía a nada de lo que hubiera experimentado jamás”, dice.

La situación era de total fragilidad humanitaria. “La seguridad había perdido todo significado —reflexiona el gazatí—. Podías morir en cualquier momento en medio del desplazamiento forzado que nos impusieron”. El barrio donde vivía estaba rodeado por los tanques. Para Mahmoud y su familia, “sobrevivir era enfrentar más sufrimiento: o morías o eras capturado”. El joven palestino fue testigo de cómo familias enteras recogían desesperadamente sus pertenencias sin tener la certeza de llegar a algún lugar seguro. Para los y las palestinas, “el sonido de los tanques y los disparos se convirtieron en la siniestra banda sonora de nuestras vidas”, describe.

Sin electricidad ni combustible, la ciudad de Gaza estaba sumida en las tinieblas. Por las noches, los gritos de los vecinos bajo los escombros eran un tormento más estridente que el sonido de las bombas. Ahora, los hospitales funcionan con generadores y muchas instalaciones cerraron debido a la falta de energía e insumos, si es que no eran atacados antes por las fuerzas israelíes. “Ver los hospitales repletos de pacientes más allá de su capacidad, con los médicos realizando cirugías con linternas, era un paisaje vivo que nos hablaba de las condiciones en que estábamos”, rememora Mahmoud. Su testimonio retoma el pensamiento colectivo de todos los gazatíes: “Oramos para que la muerte por los bombardeos fuera más rápida, porque muchos de los heridos morían lentamente por no tener la adecuada atención médica: desangrados, sin hospitalización ni personal médico. Vi a muchas personas sucumbir a sus heridas simplemente porque no había medicamentos ni tratamiento adecuado disponibles”.

Parte de la estrategia israelí fue el aislamiento de las comunicaciones, que se vieron gravemente interrumpidas para dificultar que las familias palestinas se mantuvieran en contacto y, así, evitar que las noticias llegaran al exterior. “El aislamiento era asfixiante —describe—. No teníamos forma de saber si nuestros seres queridos estaban a salvo o si la ayuda estaba en camino”. Psicológicamente, para cualquier ser humano, el abandono ante el avance de un ejército de ocupación es de las peores sensaciones que existen. Mahmoud lo sintetiza en una frase: “El silencio al otro lado del teléfono era a menudo más aterrador que el sonido de las explosiones”.

Todos esos meses en el norte de la Franja no se comparan con situaciones anteriores. Mahmoud enfrentó todo tipo de momentos fatales: bombardeos, miedo, terror, hambre, sed, propagación de enfermedades y epidemias debido a la falta de higiene. El ambiente era insoportable. Mahmoud cuenta que el olor de la descomposición de los cuerpos en las calles era nauseabundo y no había forma de quitarlo del aire: ambas eran una misma cosa. La vista de la basura desbordada y saber que el agua potable era un lujo hicieron de cada día una lucha extrema por sobrevivir. “La muerte era más sencilla que soportar la vida en Gaza”, advierte.

El costo psicológico fue inmenso. “El miedo y la incertidumbre eran constantes, el dolor de perder amigos y vecinos, el puro cansancio de intentar sobrevivir en condiciones tan extremas afectó gravemente mi salud mental”, reconoce Mahmoud. Cada noche, mientras permanecía despierto observando desde las ventanas rotas de su humilde departamento las ruinas de la ciudad, el humo que se elevaba hacia los cielos, escuchando los sonidos de los disparos y los aviones, se preguntaba si “volvería a ver a la mañana siguiente”.

La partida  

Eran las ocho de la mañana del 9 de marzo. Habían transcurrido varios meses de masacres. Las explosiones, las bombas, los gritos y la muerte se habían convertido en rutina. Ese día, Mahmoud tomó la desgarradora decisión de abandonar su hogar. Como tantos otros palestinos, se negaba a dejar su barrio, su familia y amigos. Miles de desamparados aún esperaban que finalizaran los ataques. La esperanza se había agotado para el joven palestino. Así que tomó una pequeña mochila con dos remeras y dos pantalones. El plan era escapar del genocidio, lo que implicaba viajar desde el norte de la Franja de Gaza hacia Rafah, ubicada al sur, donde se encuentra el paso fronterizo con Egipto. 

El viaje era tan peligroso como quedarse a esperar el fin de los bombardeos incesantes. Sin dudarlo, Mahmoud comenzó la odisea a pie. El paisaje era infernal. Las rutas ya no existían, eran terraplenes. Los edificios eran pilas de escombros. Los autos que no estaban destrozados eran inservibles debido a la falta de combustible. De fondo, sonaba el concierto de disparos por los enfrentamientos entre la resistencia palestina y las FDI. 

Su familia iba quedando atrás, Mahmoud ya estaba solo. Fueron seis kilómetros de caminata entre cuerpos en descomposición, humo y cráteres de bombas. La primera parada fue un puesto de control israelí tras dos horas de travesía. La zona estaba repleta de banderas israelíes marcando el territorio. Los soldados se paseaban con aires de victoria. A Mahmoud, cruzar los checkpoints militares lo llenaban de pavor. “A medida que se acercaba al puesto de control, me atormentaban los recuerdos de las atrocidades cometidas por los soldados israelíes. Sin embargo, una sombría determinación me impulsó a seguir adelante”, recuerda con angustia.

La soledad se había vuelto su compañera, hasta que llegó al checkpoint israelí donde había decenas de familias en su misma situación. “Me quedé estupefacto al ver cómo todo se había puesto patas para arriba. Sentí mucho miedo al acercarme al puesto de control, pero, una vez que llegué, el miedo pareció desaparecer, fue sustituido por una sensación de adormecimiento. En un abrir y cerrar de ojos, se había convertido en un escenario de destrucción y escombros”, describe.

Mahmoud tenía su carnet de identidad en una mano y una bandera blanca en la otra. “Recé para que me dejaran pasar”, rememora. La situación era más tensa que en cualquier checkpoint de toda Palestina. Los soldados sólo dejaban pasar a cinco personas a la vez. “Cuando llegó mi turno, el soldado que me interrogó ejerció todo su poder sobre la vida y la muerte en mí. Tras verificar mi nombre y mis pertenencias, me permitió pasar. Aquel momento me pareció un triunfo: había sobrevivido”, agrega.

Esta fue la primera prueba. Al cruzar, el joven se sentía abrumado por una sensación de conmoción y extrañeza. La zona de seguridad se extendía a lo largo de la calle Rashid, paralela al mar, desde la rotonda de Nabulsieh hasta el valle de Gaza. Como la zona de amortiguamiento estaba relativamente cerca de su casa, Mahmoud estaba acostumbrado a caminar por esas calles casi a diario. Para los y las palestinas de Gaza, el mar es su única fuente de ocio. Todo lo recreativo se encuentra junto al mar. Además, es un lugar de rezo y meditación donde se ubican muchas mezquitas. “Pero la ocupación israelí lo ha destruido todo. Hasta los hoteles quedaron destrozados, no se salvó nada. Incluso el pavimento de las calles, bellamente decorado, fue convertido en polvo por los tanques israelíes”, describe.

El viaje continuó a pie durante un kilómetro y medio más entre soldados que hacían gala de su dominio y poder en las calles destruidas. La siguiente parada fue la zona de amortiguamiento.

Mientras Mahmoud recorría la calle Rashid, recordaba todo aquello que solía hacer en ella. Era muy importante para las familias y los jóvenes porque allí solían juntarse a disfrutar del aire fresco del mar. Pero ahora, el aire es polvo, escombros y el hedor de los cuerpos desparramados en el suelo. Las imágenes se superponían ante sus ojos.

“Me preguntaba cómo la calle Rashid había quedado reducida a ruinas y llena de vehículos militares israelíes. Miré a mi alrededor y vi banderas israelíes, tanques y calles convertidas en polvo. Antes, era un vivo paseo marítimo y con bellos cafés junto al mar que ahora estaban completamente destruidos”, señala.

A su alrededor, los soldados reían, comían papas fritas y tomaban Coca-Cola junto a sus tanques y bulldozers. Mientras caminaba despacio, un carro tirado por un caballo pasaba a su lado. El hombre que lo guiaba le ofreció llevarlo junto a sus hijos para que descansara sus piernas. En ese trayecto, “dos jeeps militares pasaron por delante de nosotros. Había un soldado grabando un vídeo nuestro, burlándose de nosotros en TikTok”, cuenta.

Aquella escena le recordó a un amigo suyo que “iba del norte al sur y, en el camino, después del puesto de control, unos soldados lo pararon para burlarse de él, lo filmaron mientras le preguntaban ‘¿Quién es tu dios?’ y él debía responder forzadamente ‘Tú’”.

En el sur

Después de la zona de amortiguamiento, Mahmoud se encontró con un grupo de jóvenes que le ofrecieron llevarlo en auto hasta Rafah. Tras cuatro horas, llegó a la ciudad del sur de Gaza. “La realidad era muy distinta de lo que había imaginado”, reconoce. Esperaba llegar a un lugar seguro donde las garantías alimentarias y de salud estuvieran cubiertas. Los organismos de ayuda humanitaria trabajaban sin parar y los muertos se apilaban en los hospitales. La gente se convertía en avalanchas humanas en busca de la comida que caía del cielo. 

Rafah es la ciudad más grande al sur de Gaza, donde habitaban trescientas mil personas, pero, en esos días, había un millón y medio. Era un hormiguero, estaba superpoblada y sus capacidades no aguantaban. Decenas de miles de desplazados vivían en tiendas de campaña, generando el recuerdo vivo de la Nakba del año 1948, cuando fue creado el Estado de Israel y el pueblo palestino fue expulsado de su tierra.

Como describe el joven gazatí, “las condiciones de vida eran duras. Acampé cerca de la frontera egipcia, sintiéndome como en una inmensa prisión. Las noches frías, la lluvia y el calor abrasador del día hacían la vida insoportable”. Pero, al menos, se encontró con el rostro de su amigo Anas, con quien compartió una tienda diminuta.

Anas le contó sobre una siniestra compañía que facilitaba el cruce hacia el otro lado. Ya funcionaba antes de la guerra, pero los precios se habían disparado porque “la oferta aumentó”. Mahmoud fue a hablar a las oscuras oficinas de Ya Hala. Con una bronca visceral en el abdomen, tuvo que hablar con los piratas que hacen negocios con el bloqueo a Gaza. Por cada niño, se deben pagar 2.500 dólares y, por un adulto, entre 5.000 y 12.000 dólares para obtener los permisos. Mahmoud había guardado con la vida los ahorros que le dio su familia. El peso era muy grande, debía entregar ese dinero sin la certeza de que iba a cruzar a Egipto. Le cobraron la cifra más baja, pero todavía aguardaba una larga espera. 

La vida en Rafah era un suplicio, el ajetreo diario y el bullicio constante de una ciudad densamente poblada donde todos debían lidiar con duras historias. Es decir, era un pueblo sufriendo en carne el mismo calvario. “Todas las almas participaban en una competición silenciosa por la supervivencia en los estrechos confines de los refugios improvisados, donde disponer de tres metros de espacio alrededor de la tienda era un lujo que muy pocos se permitían”, describe el gazatí.

Desde su tienda, veía la tierra egipcia a través del alambre de púas que rodea la zona. En su cabeza, estaba todo lo que había dejado atrás. Para Mahmoud, “era como despertarse en una gran prisión”. Cuenta que “las noches eran terriblemente frías y la lluvia no hacía más que agravar las terribles condiciones. Luchaba para evitar las filtraciones de agua de lluvia por la endeble carpa, mientras que el ardiente sol hacía que el día fuera insoportable”.

Mientras tanto, Israel continuaba atacando la ciudad. Las noticias eran desgarradoras y, para quienes esperaban conseguir un escape, los días se convertían en semanas. “Cada momento estaba cargado de miedo e incomodidad. Durante treinta y tres angustiosos días, ni siquiera pude ducharme para refrescar mi agotado cuerpo. A medida que pasaban los días, aumentaba mi ansiedad, agravada por la amenaza de una invasión terrestre israelí en Rafah”, recuerda. 

El día se acercaba, podía llegar en cualquier momento. Hasta que, finalmente, tras 17 horas de controles y seguridad, a Mahmoud le permitieron cruzar a Egipto. La sensación no fue sólo de escapar del infierno del genocidio en curso, sino de la prisión en la que vivió toda su vida. Y aunque haya dejado físicamente la Franja de Gaza, espiritualmente, sigue atrapado por la guerra. Ahora está en Egipto, pero los recuerdos de todo lo que vivió y la culpa de haber dejado atrás a su familia lo persiguen. Cada día piensa en sus seres queridos y teme por ellos cada vez que sabe de algún bombardeo. Él nunca quiso exponerlos a los peligros que tuvo que atravesar. “El viaje desde el norte hasta el sur de Gaza es arduo y requiere horas de marcha frente a las fuerzas israelíes, algo que mi familia no podría soportar”, reflexiona el joven.

“Mi mente sigue atrapada allí. El sentimiento de culpa de haber sobrevivido me consume. Estoy a salvo, mientras que mi familia en Gaza no lo está. Soy libre, mientras mi gente en Gaza no lo es. Puedo comer y beber, mientras los gazatíes se enfrentan a la muerte y al hambre”, afirma. Mientras concluye con estas crudas palabras, Mahmoud se encuentra en El Cairo, ejerciendo una labor profesional como periodista en medios internacionales para amplificar la voz de su pueblo y denunciar las masacres que se cometen contra él.

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Este artículo fue publicado originalmente en La Tinta.

 

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