DEMOCRACIA Y CARAMELO SUIZO
La
integridad, la dignidad, la libertad, la soberanía del cuerpo o el libre
desarrollo de la personalidad son principios que desbordan un recuento
electoral
CARLA ANTONELLI
Arcoíris y aplausos
en un bar alpino. Sonrisas y abrazos en las calles de un micro Estado.
Imágenes idílicas
de telediario que esconden una paradoja.
Y es que Europa amaneció este lunes con más derechos, sí: el matrimonio igualitario en Suiza y la despenalización del aborto en San Marino. Pero las herramientas para conquistar esas libertades desmerecen, a mi juicio, el resultado. Envenenan el caramelo.
Habrá quien diga que da igual el medio, que lo importante es lo logrado. Y parte de razón tendrá quien piense eso, no digo que no. Las emociones contradictorias existen y las miradas políticas están cargadas de ángulos. Y ya que mucha gente se va a centrar en el brillo de la noticia, yo voy a hablar aquí sobre su punto ciego.
Voy a escribir que
no me gusta que los Derechos Humanos se debatan en referéndum.
Los avances de las
mujeres, del colectivo LGTBI, de las personas racializadas y un largo etcétera
no pueden estar a merced de un domingo cualquiera. Son derechos históricamente
arrebatados por el statu quo, pero también por el rodillo cómplice de lo cotidiano.
Son derechos disputados por nosotras, las otras. Derechos que deben ser
reconocidos, otorgados y ampliados desde los plenos poderes del Estado
democrático.
Sé que cada país es
un mundo y que la democracia es un abanico muy amplio de esquemas jurídicos y
políticos. Conozco de primera mano la realpolitik y entiendo que las
estrategias de cada movimiento social se adaptan a su entorno. Pero no todo
vale.
Porque abrimos
caminos que nos pueden llevar a dudosos desvíos: como cuando los suizos
prohibieron con su voto la construcción de minaretes islámicos en 2009 (cuatro
había, ¡cuatro!). Como cuando en Rumanía se intentó expulsar a las personas
LGTBI del concepto “familia” por referéndum en 2018, con una abstención tan
grande que la iniciativa, por suerte, se desestimó.
No me da la gana de
que el presente y futuro de millones de personas dependa de la suerte, de la
moda o del estado de ánimo.
Las democracias
sólidas se construyen en torno a constituciones garantistas y separación de
poderes. En torno a una prensa plural y un sistema de partidos políticos
responsables. Y yo, que soy una mujer de partido (con todo y pese a todo),
señalo esta práctica como lo que es: una dejación de funciones, una
externalización de responsabilidades.
Una cobardía con
consecuencias.
Cobardía como la
que va a cometer Orbán en Hungría, que le ha visto las orejas al lobo cuando la
presidenta Von der Leyen ha dicho “basta”. Otrora déspota orgulloso de su
deriva, quiere depositar ahora en los hombros del pueblo húngaro el peso de su
lgtbifobia institucional con otro dichoso referéndum. Deseo que la suerte le dé
la espalda esta vez; pero desearía aún más que el imperio de la norma europea
lo hubiera frenado a tiempo.
Porque el discurso
de odio es un virus que se propaga con rapidez y que puede dejar secuelas a
largo plazo. Porque los derechos duramente ganados pueden ser fácilmente
robados.
Y porque la
democracia no es aritmética, sino geométrica. La integridad, la dignidad, la
libertad, la soberanía del cuerpo o el libre desarrollo de la personalidad son
principios que desbordan un recuento electoral. Tienen formas y dimensiones
que, en una democracia plena, se pueden expandir, pero nunca se deben debatir.
Que nadie me dé
nunca una papeleta en la que decir SÍ o NO al destino de una vida ajena, un
dolor lejano, una experiencia desconocida. Que nadie intente engañarnos
vistiendo el despotismo troceado o la pereza política de participación popular.
Me alegraré por
cada derecho nuevo en cada rincón del planeta. Pero no quiero más caramelos
suizos.
Prefiero un
bienmesabe democrático.
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