LA DESERCIÓN
Obra C.03 (a.03)
José Rivero Vivas
(Situado en Londres, LA DESERCIÓN
corresponde al primer relato de la serie, y da
título al volumen. Escrito entre los años 1967-1970, algunos de ellos han sido
publicados en prensa; no obstante, el libro permanece inédito. Visto ahora,
muchos años después, ha variado su estructura, con la introducción de otros cuentos
de expresa afinidad..
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Tenerife
Islas Canarias
Noviembre de 2020
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José Rivero Vivas
LA DESERCIÓN
... y fui, porque tenía que ir; no me quedó más remedio. Entraba dentro de mi cometido en el Centro Hospitalario, y tuve que cumplir con mi obligación. No tenía malditas ganas de acercarme por aquel depósito, pero hube de llenarme de arrojo y pechar con cuanto significaba de fastidioso y adverso. No había otra alternativa, sino secundar órdenes del boss, que en absoluto se mostraba inflexible y airado; así que, cualquier reticencia estaba por demás. Las cosas se suceden en su lógico proceso y nos vemos forzados a tomarlas cual vienen; de lo contrario, nos arriesgamos a fracasar en la inútil demanda por superar su mayor o menor incidencia en nuestro oportuno desarrollo. No cambian ellas por sí solas, aunque se ponga todo el empeño del mundo en hacerlas variar. Llegan a su antojo, y basta; con su sorpresivo discurrir, hay que aceptarlas.
En distintas
ocasiones me habían mandado al mismo destino; pude, gracias a Felipe, cerril
acendrado, librarme, porque me quitaba la cesta de las manos y se desternillaba
en mi nariz. Se creía valiente a fuer de poco delicado, y confundía mi
compasión con falta de ánimo y coraje. Qué se le va a hacer.
-Trae acá,
chiquillo -me decía burlón-, que te asustan los fiambres.
Agarraba el
paquete y se mofaba de mi pánico ante los difuntos, tal vez excesivo; aunque
natural y sensato. Es que su apariencia me inspira... no pavor, que sería
tonto: un muerto no hace ya daño ni a su propio recuerdo. Pero, no sé. El ser
extinto es una especie de emisario mudo, no comunicativo, cuyo mensaje es evidente:
no necesita hablarlo, puesto que, él mismo, es manifestación de lo que calla.
Es su omitido discurso lo que me infunde grave respeto cuando contemplo al
interfecto, y que, sin duda alguna, Felipe no comprendía. Supongo que no han de
ser numerosos los que entiendan este sentir, común, empero, a muchos; su
raciocinio no los lleva más allá de considerar que al fallecido se le teme por
lo de aparecer envuelto en una sábana, como sudario, con la cabeza cubierta
bajo una vela encendida. Bah...
También la mala suerte
mía tiene miga. Cuando pedí trabajo en aquel conocido Hospital de Londres, un
edificio de ladrillo rojo, con aire de convento, near of Gower Street, lo que primero me ofrecieron fue lidiar con
muertos. ¡De qué manera, oiga! El jefe de Personal se hubo reído de mi
pusilanimidad, y me advirtió que perdía el empleo por no ser lo recio que la
función requería. Pero... es que tener que llevarlos al crematorio...
-¿Cómo cree
usted que voy a ganarme la vida llevando hombres a quemar?
-Son despojos.
-Son seres
humanos... que no viven. Pero son hombres y mujeres, y ello me conmueve.
-Hay que
endurecerse.
-Lo que usted
diga, pero no voy.
Mi firme
determinación despertó su simpatía, y decidió colocarme en el almacén general,
en donde no tendría que tratar directamente con los enfermos, ni mucho menos
con quien hubiese fenecido; de este modo, mi sensibilidad no sufriría el
encontronazo con una realidad que sobrepasaba mi entereza. Le di las gracias, y
me despedí.
Dos
días más tarde arribó la fecha de ocupar mi puesto.
*
En el almacén
conocí a Míster Barnes, el encargado, alto y flaco, comprensivo y amable, con
quien tuve ocasión de departir, en larga y amistosa charla, sobre las
peculiaridades del Reino Unido en años previos a la guerra; me instruyó
asimismo acerca de las dificultades sobrellevadas en la década de los cuarenta
hasta alcanzar, en la siguiente, la mejora que redundó en el welfare state del momento actual. Allí
conocí a Felipe, el gallego que tocaba la trompeta en la banda de su pueblo y
no se cansaba de hablarme de la Interminable,
o quizá la Inacabada de
Schubert. Nuestra labor consistía en llevar los artículos consignados y
entregarlos a quien estuviera al frente de la sala o del departamento en
cuestión. Nada más. Era una dicha, porque en un hospital tan grande -consta de
varias manzanas de edificios, comunicadas bajo tierra-, tenía que morir más de
una persona al día... Y el horno, sin cese, quema que te quema.
Pero, mira por
dónde, la fortuna me la juega. La morgue era un departamento más, adonde había
de llevar, sin dilación, el equipo requerido, preciso, más de una vez, para
realizar la oportuna autopsia a quien acabara sus días de manera inesperada.
Era tarea ineludible, y había inexcusablemente de ir. Me enviaban a verle la
cara al forense, o su ayudante tal vez; lo cierto es que nunca había tropezado
uno igual ni imaginaba su particular característica. No como los demás hombres,
seguro. Posiblemente tuviera semblanza de malo, porque, para estar allí
dentro... haciendo una labor ingrata. Qué trabajo. Acaso poseyera imagen de
Caronte, con banco en lugar de barca. Quién sabe.
El corredor, por
donde iba y venía frecuentemente, se había tornado tétrico y espeluznante, como
si ultra humanas figuras entretejieran un carnaval prohibido, de tendencia subversiva
y burlesca; el caso es que se hallaba sombrío y sórdido, y su tenebroso fluir
me impregnaba hasta la médula. La misma gente, que a menudo había visto cruzar
a mi vera, me parecía fantasmas, espíritus, aparecidos, espectros danzantes que
deambulaban en mítico halo de hondura y misterio.
Mi marcha, hacia
uno y otro extremo in the collection of buildings, era una tortura
prolongada, que me mantenía cortado el aliento y el corazón lleno de fatídicos
presagios. El gracioso de Felipe, en tono festivo y guasa, sin sopesar mi
vulnerable condición, tratando de restar reserva al asunto, con extrema
zafiedad, una vez me refirió:
-Hay uno rajado
de arriba abajo, con todo el mondongo fuera. Pero, no temas: le levantaron la
tapa de los sesos y la echaron a un lado; tiene el pellejo, con pelo y todo,
sobre la cara: sus facciones están ocultas y no se te grabarán en la testa. Si
no te aproximas, no importa: está tan amarillo que lo tomarás por un muñeco de
cera.
Brutal, Felipe,
en su exposición; pero expresivo como nadie tras su alarde descriptivo. Sin
embargo, no comprendía aquella pueril truculencia en quien practicaba y aun se
declaraba auténtico amante de la música. El cuadro señalado me llegó hasta la
raíz, y, mientras andaba solo por Huntley Street, camino del depósito, en la
esquina con Grafton Way, de mi mente no se apartaba la escena minuciosamente
anunciada.
Míster Barnes,
que apenas nos entendía, le reconvino con la mirada, al tiempo que le sugería
más sutileza. Después, dirigiéndose a mí, me alentó:
-Go,
Louis. Don't be afraid.
Felipe, a pesar
de su rudeza, se hubo expresado con intención de desvanecer mi aprensión, ya
que no pudo librarme del encargo, como de costumbre. Dentro de todo, era buen
compañero; adivinaba que no soportaría la prueba, y procuraba minimizarla.
Seguí avanzando,
corredor adelante ahora, hasta llegar a la puerta del mortuorio. La empujé,
cedió, y... torné a dejarla como estaba, falto de arrestos para entrar. Algo
flotaba en su seno que me impedía traspasar aquella divisoria ignorada: un sentimiento
de incertidumbre, o un temor incierto, se apoderaba de mi voluntad y no me
dejaba actuar. No sé. Fuerte emoción me atarazaba y no me permitía libertad.
Era en sí horrendo, y no le veía sentido.
Pensé volver
sobre mis pasos y exponer a Míster Barnes que yo no servía para llevar a cabo
la misión encomendada; no estaba preparado para meterme allí dentro, donde
ignoraba lo que hallaría. Que lo transmitiera al Jefe y tratara de explicarle
mi postura respecto del acuciante conflicto que me cernía; por ello no estaba
dispuesto a traspasar aquel hueco sin conocimiento de lo que me aguardaba. Me
asaltaba la impresión de que violar aquella entrada supondría atravesar el
umbral del más allá, con plena conciencia de este más acá, y se me antojaba que
los del otro lado no tomarían a bien mi intempestiva incursión en su morada.
Tuve, de pronto, vergüenza, de ser sorprendido en aquel trance, indeciso y
cobarde, con lo cual, mi poco valor quedaría de manifiesto. Me lo propuse, al
fin, y, zas, adentro.
Desemboqué en un
pasillo interminable, largo y estrecho, terriblemente desnudo, a lo largo del
cual anduve, despacio y cauteloso, hasta llegar a unas hojas batientes,
firmemente afianzadas en sus goznes. Empujé, pasé y dejé la caja en el suelo.
De momento, no advertí rareza alguna. Pronto percibí un olor extraño, como a
colonia y tabaco, y supuse que sería formol, o cualquier otro producto
desinfectante, utilizado al mismo tiempo para suavizar la intensidad de la
descomposición. Recorrí lentamente la estancia con la mirada: sus paredes, de
un amarillo tenue, alicatadas hasta el techo, no mostraban ornamento alguno, y
se notaba hondo vacío en torno. Unas pequeñas gradas se veían en el rincón, al
fondo, prolongadas hacia el centro, donde había una mesa... ocupada: un cadáver
reposaba, cubierto con blanco lino, en espera de la hora de su disección, o la
operación que fuere. Aunque había tajantemente llegado hacía rato.
Me sentí en suma
sobrecogido por la certeza de verme frente a un muerto de verdad, encerrado con
él en aquella cámara, que hacía de tumba momentánea. En rápida sucesión
cruzaron ante mí las miles de fábulas que oí contar, siendo niño, acerca de
quienes han dejado de existir, y que en mi mente quedaron grabadas como
testimonio del medio ignaro y supersticioso en que transcurrió mi infancia.
Las
alucinaciones fueron desechadas y empecé a adivinar el trozo de amalgama, yerta
y silente, perceptible a través del níveo tejido. Noté contrariado que el
desasosiego hizo mella en mí y sufrí súbita calentura de estado febril:
fantasmagorías vanas anduvieron rondando mi cabeza hasta dejarme completamente
exhausto.
Entonces compareció la realidad, tan cruda,
que pasé a ver al yaciente abierto en canal, con sus vísceras esparcidas sobre
la fría losa, con lo cual adquiría una apariencia, esperpéntica y grotesca, de
masa pútrida y corruptible. Los versos de Gustavo acudieron a mi memoria, y,
estremecido por la fúnebre visión, mi fantasía voló en pos de la imagen
ofrecida a través del agitado sueño, que me brindaba aquella estampa horrenda.
Al tiempo, musité: ¿Somos vil materia…?
Todavía estuve
un rato mirándolo en su forma última, sin plena consciencia de lo que veía y
total ignorancia de cuanto observaba, cual si una laguna esporádica se
produjera en mi cerebro. Después, mi pensamiento tornó a Felipe y su idea del
muñeco de cera... ¿Cómo juzgarlo? ¿Era realmente un tipo irracional, o se
trataba de alguien resuelto, que espontáneamente pasaba de nimiedades y
mórbidas aprensiones terrenas?
-Ante su vista
–me dijo en cierta ocasión, de vuelta de su encargo-, no sientes lo que ahora.
Te das cuenta de que no es nadie ya, sino un pedazo de algo concluido. Un cacho
de leño se me representa a mí.
Sí. Felipe tenía
razón; aquello era materia inerte; acaso una pieza de madera, como él mismo lo
calificaba.
Pese a esta
apreciación, intuí que allí faltaba algo más, cuya naturaleza desconocía.
Estaba seguro. Advertida la disociación, su huella se hubo definitivamente
esfumado con el postrer estertor del durmiente en ausencia. ¿Qué era? No sé.
Los sabios que lo estudien hasta aportar explicación. Yo no hice más que
percibir aquella estima, como auténtico sentimiento, que desbordó toda previa
sensación, dejándome sumido en el enigma indescifrable que de hito en hito me
acongojaba.
Preso de amarga
excitación, no me apartaba del lugar, sino que permanecía fijo en el examen de
aquel hecho impenetrable, cuyo origen no lograba descifrar. Es que allí, además
de la vida, se echaba en falta algo, que bien pudiera ser lo que llamamos alma.
Sí, eso era: allí no estaba el alma, y me dio cierto repelús inferir su
partida.
Acaso no fuese
retiro, sino que moraba oculta en el interior del cuerpo, íntegro todavía. Más
tarde, tras su desgarradura, surgiría, si es que la llevaba dentro. Pero no. Lo
consecuente era que lo hubiese abandonado ya, cumpliendo su ciclo
transmigratorio; de aquí ese sentimiento de carencia en el ambiente. Ya Míster
Barnes, sobradamente ilustrado, me hubo hablado de metempsicosis, después de
haberle confesado mi desaliento en presencia del finado.
Lo suyo es que,
a mi entender, el alma se había escindido de quien hubo de haber marchado unida
hasta la hora final. Fue, por lo tanto, convicta de traición, al no haber
continuado fiel a su misión de acompañarlo indefinidamente. Luego, no se trataba
de divorcio, sino de deserción; falsa, a su pesar, el alma, que cruzó ella la
frontera y lo dejó detrás.
A influencia de
este augurio, empecé a querer menos la propia mía, consciente de que un día
habría de abjurar de mí, dejándome solo frente a la podredumbre que habré de
ser. Es experiencia que me disgustaría soportar, pese a mi sincera admiración
por el soneto Yo a mi cuerpo, de Domingo Rivero, excelente
poeta grancanario, profundo, sobrio y aun estoico.
Hubiese
preferido que estas cosas estuvieran dispuestas de distinta manera, o poderlas
modelar yo, al menos. Que no fueran así, vaya. Que mi alma, para su
transformación, en lugar de volar a las alturas, fugándose de mí, se mantuviera
en torno mío, revoloteando cual grácil y diligente mariposa. Que comiera
tierra, como yo, si necesario fuere, y que se dejase de obedecer etéreos
mandatos... Pero, no equivoquemos el altruismo, que nadie pondera. Como no
tenemos poder para simular su desvío, se ha de acatar el designio supremo cual
adviene.
Había, obviamente,
algo más que me intrigaba y me tenía subyugado. Se trataba de la paz del
muerto, jubilosa y serena que, a solas fruía. Nadie se atreva, pues, a
fastidiar su descanso, que goza el cuitado de inmunidad frente a cualquier
necedad humana.
…, que a papas y emperadores/ y prelados, subraya Jorge
Manrique en sus Coplas. Todos al fin igualados en este trance sublime, donde el
ser se siente ya liberado de insustanciales pasiones; estado hermoso y
discreto, en el que no resaltan vicios ni virtudes, fustes ni enseñas; loable
en sí por su inaudita y traslúcida dimensión. Qué prodigio. Qué ocaso estupendo
aquel del finito sujeto. Allí estaba, quieto, sosegado, elocuente; sin duelo,
sin lágrimas, sin quejumbrosos parientes que llorasen desolados su pérdida
irreparable. Rígido y quieto, estirado sobre la mesa, evocaba solemnidad en su
agotada carrera, al par que, de custodia, lo envolvía el silencio, bello cual
la muerte misma...
-Can
I help you?
Me volví
sobresaltado: la vida, inoportuna esta vez, vino a arrancarme de aquel espacio
de acabamiento en que estaba participando, y no se lo agradecí al personaje. Lo
miré, y le vi cara de ultratumba; quizá fuera por asociación, cual nos ocurre
al visitar un psiquiátrico, donde cada desconocido nos aparenta ido. De cualquier
manera, aquel hombre, encargado del departamento, tenía aspecto de estar
aposentado en la otra orilla. Y quién sabe.
Le señalé la
caja con los enseres y le presenté el recibo. Firmó y me lo devolvió después.
Me fui, a lo
largo del pasillo, tremendamente desierto, hasta desembocar en el punto de mi
indecisión primera; crucé la barrera, y entré en la atmósfera viviente que
vibraba alrededor de aquel lugar de muerte. Acto seguido, irrumpí fuera, frente
a la Private Wing, buscando sosegar mi espíritu y disimular el aire demudado de
mi faz, terrosa y alterada en mueca indecible.
Inspiré hondo y
miré en torno, sin advertir nada distinto en el edificio de ladrillo rojo, que
hube dejado en ese instante. No quise pensar. ¿Para qué? No hice siquiera
comparaciones entre el antes y el después de mi singular circunstancia y mi
particular desvelo; las cosas son como son, y cada situación encierra su duende
y su enigmática esencia. Tal vez por ello me afectó enormemente aquel estado
inmóvil del difunto, y marché del lugar macabro encareciendo lo hermoso que
aparecía envuelto en su sábana de hilo, cuya fina albura lo impregnaba de
límpida prestancia, realzando, al mismo tiempo, el tono excelso de aquella
cámara, cuyo austero espacio albergaba la hora cierta de…
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