LA CARTA DE PEDRO SÁNCHEZ A UN NIÑO
DAVID TORRES
Desde que tengo uso de razón, no me he sentido orgulloso casi nunca de nuestros representantes políticos, no digamos ya representado, que es lo mínimo que debería pedirles. No soy muy sanchista, la verdad, sería mejor decir que no soy nada sanchista. No obstante, la carta que envió Pedro Sánchez a un niño de once años, víctima de una agresión homófoba en el instituto Isaac Peral de Cartagena, ha sido una de las pocas veces en que mi viejo corazón ácrata ha latido al unísono con el del jefe de gobierno en cincuenta y tantos años. Me da lo mismo que la carta haya sido concebida y escrita por uno de sus quinientos y pico asesores, quien por una vez se habrá ganado el sueldo; me da lo mismo que la carta haya sido preparada como una maniobra publicitaria para ganarse el afecto de las multitudes: en ocasiones la publicidad, más allá del chantaje emocional y el gancho pecuniario, se convierte en poema, en obra de arte, en manifiesto y en puño que nos sacude un golpe para recordarnos el valor de estar vivos.
Sí, esa carta nos
recuerda que en más de medio mundo todavía se persigue, se apedrea y se mata a
los homosexuales; que vivimos en un país donde, a pesar del progreso social, de
las campañas de concienciación y de las leyes aprobadas en su día por el
gobierno de Zapatero, la homofobia sigue campando a sus anchas, jaleada desde
la iglesia, desde Vox, desde HazteOir y otros estercoleros, y un día
cualquiera, en cualquiera de nuestras calles, a un pobre chico le rompen la
nariz por gustarle los chicos en lugar de las chicas. Estamos en 2020, tercer
decenio, tercer milenio, y todavía me parece oír los gritos de los chavales a
la salida del colegio en 1977 ("¡Mariquita! ¡Mariquita"), dirigidos a
un compañero de clase que hablaba con la voz aflautada, caminaba moviendo las
caderas y hablaba con la mano doblada. Todavía recuerdo un debate en la
televisión pública, no hace muchos años, en el que alguien sostenía que Lorca
sería homosexual, sí, pero no afeminado, y entonces saltó Félix Grande (qué
bien le iba el apellido): "Y qué más da, por Dios. ¿Es que no podía ser
afeminado? ¿Es que hay algo malo en ser afeminado?" No en vano vivimos con
el estigma de no haber encontrado todavía la tumba de Lorca, a quien, como dijo
uno de sus verdugos: "Le metí dos tiros en el culo por maricón". Sí,
para nuestra deshonra, aún no hemos encontrado los restos de Lorca, aún no
hemos salido de ese armario.
Por eso no levanto
mi voz, viejo Walt Whitman,
contra el niño que
escribe
nombre de niño en
su almohada,
ni contra el
muchacho que se viste de novia
en la oscuridad del
ropero…
Son versos de de la
Oda a Walt Whitman, un poema donde hay un polémico fragmento en el que incluso
Lorca parece caer en la homofobia, cuando clama "contra vosotros, maricas
de las ciudades", y enumera los remoquetes con que los apodan (sarasas,
faeries, adelaidas, floras, jotos…) demostrando que, como tantos otros tabúes,
como los términos referidos al sexo masculino o femenino, no hay una sola palabra
en el diccionario que venga a llenar el vacío, que signifique exactamente eso,
la atracción y el amor por las personas del mismo sexo, no al menos sin
connotaciones peyorativas, médicas o folklóricas. Maricón es una palabra fea,
pero una vez un amigo me explicó que a él no le llamara "homosexual",
ni se me ocurriera, que eso le sonaba a enfermedad, a diagnóstico. Prefería que
le dijera "maricón", con dos cojones. Puesto que me gustan la poesía
y la ópera, y en mi primera novela había una historia de amor entre hombres,
alguna vez me han dicho, medio en broma, medio en serio, si no seré de la acera
de enfrente. Me hubiera gustado responder como Chaplin cuando le preguntaron,
en medio de un viaje por la Alemania nazi, si era judío: "No tengo ese
honor".
No me hace falta
recurrir a los disfraces y artimañas de la literatura para hacerme una idea de
lo que significa amar contra corriente; lo que debe ser sentir, desde que eres
niño o niña, que tus sentimientos y pasiones están equivocados, que la
religión, la sociedad, la educación, la familia y la cultura te han condenado
de por vida a encerrar tus deseos y pasiones en una jaula. Tuve un tío paterno,
Salomón, al que apenas conocí, porque tuvo que marcharse muy joven al exilio, a
Alemania, y no le veía más que unos pocos días, en verano, cuando coincidíamos
en la playa. Mi tío se tumbaba al sol, en la arena, junto a un alemán alto,
calvo y fuerte, al que llamaba amigo porque no le podía llamar otra cosa.
Recuerdo, muchos veranos después, que oí sin querer a dos de sus hermanos
hablando de él cuando creían que estaban solos, una especie de murmullo entre
dientes que era también una imprecación y un alarido: "Maricón perdido.
Todo el mundo lo sabía. Maricón perdido". Lo dijo como si ser maricón
fuese un delito, un crimen contra la humanidad, un pecado imperdonable, una
desgracia y un baldón para la familia. Mi tío Salomón acabó trabajando en una
peluquería de señoras no sé si en Berlín, en Hannover, o en Hamburgo y no tengo
la menor idea, por desgracia, de cómo habrá sido su vida en Alemania, pero me
imagino el infierno que habría vivido aquí, en la España de los cincuenta y los
sesenta, digno de retratarse en un chiste de Arévalo o en una película de
Alfredo Landa, ésa en la que un peluquero muy viril se hace pasar por marica
para evitar problemas con los maridos de sus clientas.
La de chistes que
hemos hecho -y que seguimos haciendo- con un sufrimiento que no tiene ni puta
gracia; la de abrazos que perdimos de esos familiares que se fueron lejos por
el qué dirán y por los todo el mundo lo sabía; la de gilipolleces que hay que
oír a diario, la penúltima, la del Papa argentino que asegura que los
homosexuales también son hijos de Dios, como si no lo supiéramos; la de niñas y
niños que se muerden los labios a diario y se desgarran por dentro y fingen ser
lo que no son por miedo y por vergüenza. Dice el presidente Sánchez en su carta
a Diego José que en España no hay futuro para el odio y ayer mismo Macarena
Olona (diputada de Vox por Granada, la misma Granada de Federico García Lorca)
daba otro recital de homofobia en el Congreso, pidiendo que no sancionaran las
terapias de conversión sexual, abogando por la libertad de considerar la
homosexualidad una desviación, una enfermedad, un oprobio.
En medio de una
crisis sanitaria mundial y mientras se debaten los presupuestos más urgentes de
las últimas décadas, cómo no voy a aplaudir el gesto de un presidente que
pierde (que aprovecha) un minuto de su tiempo en firmar y dar el visto bueno a
una carta escrita para un niño que está en un hospital con la nariz rota por
culpa de unos homófobos de mierda; cómo no voy a estar encantado con la bilis y
la mala baba de los imbéciles que critican esa carta acordándose de cualquier
agresión o agravio o injusticia que no viene a cuento ahora; cómo no voy a
entenderla yo, que tuve un tío de nombre bíblico al que apenas conocí porque
tuvo que huir de España por maricón, que tuvo que escapar de un pueblo bastante
cerca de otro pueblo donde asesinaron a uno de los poetas más grandes del
idioma por maricón. Cómo no suscribir ese gesto, esa carta.
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