GALDÓS: LA PATRIA CON LETRA ENTRA
Tanto la obra del novelista como su patriotismo democrático
contagian alegría, salud y esperanza
SANTIAGO ALBA RICO
En este año galdosiano, muchas voces más autorizadas que la mía han dicho ya su palabra. Yo no voy a hablar de Galdós en calidad de filósofo o de escritor sino como lector fervoroso y, aún más, como converso fanático y exaltado. Debo confesar con un poco de vergüenza que llegué tarde a su obra, cuya lectura, sin embargo, ha cambiado no sólo mi vida sino mi visión de España.
Así que querría decir brevemente algunas palabras de Galdós como escritor y como patriota.
Galdós es sin duda nuestro mejor escritor después de o a la par que Cervantes y, si aceptamos que la novela es un género burgués del siglo XIX, forma parte de la selectísima estirpe de los más grandes. Son muy pocos: Balzac y Flaubert en Francia, Dostoievski y Tolstoi en Rusia, Dickens y Stevenson en Inglaterra, Melville en EEUU, Galdós en España. Luego, por debajo, hay algunas decenas de grandes novelistas, pero que no alcanzan, en ambición, complexión y calidad, la altura de los nombres citados.
Pero, ¿qué pruebas tenemos de que
un autor es grande?
Se me ocurren al menos dos, una
de las cuales incluye, a su vez, una prueba secundaria.
La primera tiene que ver con el
sufrimiento. Es decir, con el sufrimiento que sentimos al acabar una buena
novela. No me refiero al sufrimiento de que acabe mal –si es que acaba mal–
sino al sufrimiento que acompaña al hecho sencillamente de que se acabe. Confieso
con impudor que algunas veces he llorado al terminar una novela y no porque el
protagonista muriera o viera malogrado su amor sino porque, al volver la última
página, ya no había más. Eso me ha pasado, por ejemplo, con En busca del tiempo
perdido de Proust o con Casa Desolada de Dickens o con Guerra y Paz de Tolstoi
o con Los Hermanos Karamazov de Dostoeivski o con Fortunata y Jacinta de Galdós
o, aún más, con la segunda serie de los Episodios Nacionales, del propio
Galdós, cuyo protagonista, Salvador Monsalud, era el personaje favorito del
escritor mexicano Octavio Paz. Una de las pruebas materiales de que estamos
leyendo una gran novela del siglo XIX –una gran novela– es que, cuando la
empiezas, parece larga, y cuando la acabas se revela trágicamente corta.
Proust, Tolstoi, Dickens, Galdós, escribieron novelas muy cortas de mil
páginas.
Pero, ¿qué clase de sufrimiento
es éste? Es un sufrimiento material, moral, afectivo, colindante con la
nostalgia, es decir, literalmente, con el “doloroso deseo de regresar”. De
regresar, ¿a dónde? De regresar entre gente que no conoces y a ciudades donde
no has estado.
Para entender esta afirmación es
quizás necesario destacar algunos de los rasgos específicos de la novela
decimonónica. A mis ojos hay dos que son particularmente relevantes en este
caso. Uno es el hecho de que, al contrario de lo que ocurrirá en el siglo XX,
los personajes literarios tienen cuerpo. El siglo XIX es el siglo de la
corporalidad, en el que, por ejemplo, la obesidad, como los grandes muebles, las
grandes joyas y las grandes estaciones de ferrocarril, revelan riqueza y en el
que Cesare Lombroso, el conocido y nefando criminalista muerto en 1909,
establecerá relaciones morales, fatalmente utilizadas en contra de los pobres,
entre los rasgos faciales y los comportamientos delictivos: lo que se llamó
fisiognómica. Pues bien, en la novela del XIX ocurre un poco lo mismo. Los
lectores penetran en el alma de los personajes a través de sus cuerpos, que hay
que describir, por tanto, con todo lujo de detalles. He conocido lectores, ya
formados en la novela contemporánea, que no soportan, por ejemplo, el moroso
deleite de Balzac en las descripciones. En las novelas del siglo XIX la
conciencia, al contrario de lo que ocurrirá en Joyce, Musil o Doblin, no es el
eje a partir del cual irradia la vida y cuya radiación acaba desprendiendo en
la imaginación del lector una imagen. En los personajes de Balzac, como en los
de Dickens o en los de Galdós, penetramos desde su cuerpo, lo que convierte a
la descripción fisiognómica en un instrumento narrativo central e inexcusable.
No nos podemos saltar las descripciones, pues constituyen el umbral mismo de
las peripecias narrativas y el pedestal en el que se encarama el juicio del
lector.
La diferencia entre las novelas del
siglo XIX y las del siglo XX (y XXI) es que en las primeras los personajes
comen, y sabemos lo que comen, y en las segundas no
Fijémonos, dicho sea de paso, en
el tiempo que los personajes de Dickens y Galdós, Balzac un poco menos, dedican
a comer. Se puede decir que la diferencia entre las novelas del siglo XIX y las
del siglo XX (y XXI) es que en las primeras los personajes comen, y sabemos lo
que comen, y en las segundas no. Un extraterrestre que, tras la extinción de la
humanidad, tratara de reconstruir dentro de 50000 años nuestra cultura y sólo
tuviera las novelas para ese cometido, llegaría a la conclusión de que los
humanos de 1876 comían y los de 2020 no. En este sentido, para mí es
inolvidable una de las últimas escenas de una de las mejores novelas de Galdos,
Torquemada y San Pedro, del maravilloso ciclo que dedicó al personaje del mismo
nombre entre 1889 y 1895: esa escena –digo– en la que el usurero
cómico-trágico, enriquecido en un mundo que no entiende, ya enfermo, vuelve al
sur de Madrid, a su Lavapiés natal, donde un viejo amigo, mesonero y plebeyo,
le invita a comer. Por un momento, moribundo a causa de un cáncer de estómago,
Torquemada se encuentra mejor, casi feliz, tras devorar unas judías, una
tortilla con jamón, unas magras, un besugo y unos capones, después de lo cual
–y dejo aquí el espoiler– su ánimo empieza inevitablemente a decaer.
Como es sabido, a partir del
comentario malévolo de un personaje de Valle Inclán, la generación del 98,
seria y tristona, solía despreciar los méritos literarios del maestro
tildándolo de “escritor garbancero”, como para desdeñar su prosa plebeya y
popular. El garbanzo era la legumbre más barata, componente central de la dieta
popular española, en un período en el que mucha gente en España pasaba hambre.
Galdós era, sí, un escritor popular en cuyas novelas se comían garbanzos; a
menudo las protagonizaban, de hecho, comedores de garbanzos. Pero por eso mismo
sus novelas las leían tanto los abogados como las costureras, tanto los
intelectuales como los cocheros. Creo que este anclaje corporal de su obra es
inseparable del acercamiento de Galdós a sus personajes, que es deliciosamente
humorístico. Galdós leyó a Balzac desde muy pronto, ya en 1867, en su primer
viaje a París, pero su temperamento, su temperatura, su sensibilidad, lo
acercan mucho más a Dickens, al que también admiraba muchísimo. El genial
escritor inglés Gilbert K. Chesterton, muerto en 1936, no leyó a Galdós, hasta
donde yo sé, pero si lo hubiese leído hubiese dicho de él lo mismo que decía de
su adorado Dickens, al que defendía de los “refinados pedantes” recordando que
“la cultura popular prefiere los garbanzos al caviar, pero quiere, en todo
caso, que sean unos buenos garbanzos”. Chesterton decía “lentejas”, pero es lo
mismo. Estos personajes que comían garbanzos a veces eran trágicos, pero nunca
pomposos. Y Galdós, porque los ha visto comer, siente por ellos una ternura
hilarante: los personajes de Galdós, como los de Dickens, al contrario que los
de Baroja o Unamuno, hacen llorar, pero también reír. Pensemos, por ejemplo, en
José Izquierdo, tío de Fortunata, o en Ido del Sagrario, el cornudo imaginario
de Fortunata y Jacinta, o en Felicísimo Carnicero, el carichato avaro
absolutista, o en el bondadoso y digno Benigno Cordero, uno de los personajes
que mejor me caen y que demuestra el talento único de nuestro autor para
retratar la bondad humana sin que resulte empalagosa o inverosímil. Hay que
decir que, siendo Galdós el autor español por antonomasia, es éste del
humorismo un rasgo muy poco español.
Galdós, que había empezado una
carrera de pintor y caricaturista, dibujaba, al parecer, el retrato de sus
personajes de ficción antes de describirlos
Como quiera que sea, Galdós es un
maestro de la descripción fisiognómica. Galdós, que había empezado una carrera
de pintor y caricaturista, dibujaba, al parecer, el retrato de sus personajes
de ficción antes de describirlos. Se han conservado cinco álbumes de dibujos
suyos, pero los relacionados con sus novelas los destruyó él mismo, según
cuenta su secretario Rafael de Mesa. Tenemos, en todo caso, sus retratos
literarios. Escojo dos ejemplos al azar. Uno es el de Maximilano Rubín, el
marido de Fortunata, pequeñito, loco y desdichado.
“La cabeza de Maximiliano
anunciaba que tendría calva antes de los treinta años. Su piel era lustrosa,
fina, cutis de niño con transparencias de mujer desmedrada y clorótica. Tenía
el hueso de la nariz hundido y chafado, como si fuera de sustancia blanda y
hubiese recibido un golpe, resultando de esto no sólo fealdad sino
obstrucciones de respiración nasal, que eran sin duda la causa de que tuviera
siempre la boca abierta. Su dentadura había salido con tanta desigualdad que cada
pieza estaba, como si dijéramos, donde le daba la gana. Y menos mal si aquellos
condenados huesos no le molestaran nunca; ¡pero si tenía el pobrecito cada
dolor de muelas que le hacía poner el grito más allá del Cielo! Padecía también
de corizas y las empalmaba, de modo que resultaba un coriza crónico, con la
pituitaria echando fuego y destilando sin cesar”.
El otro es el de la señora
Nazaria, la opulenta carnicera del último episodio de la segunda serie, Un
faccioso más y algunos frailes menos, cuya apasionada refriega conyugal con su
mancebo Tablas constituye una de las cumbres del costumbrismo cómico español.
De ella dice Galdós:
“Era una mujer alta y gorda, no
tan gorda que llegara a ser repugnante, sino llena, redondeada y bien
compartida. Si era verdad que parecía haber absorbido parte considerable de la
infinita sustancia que en la tierra existe, también lo es que conservaba mucha
ligereza en todo su cuerpo, y que no le pesaban las mantecas. Su rostro era de
admirable blancura, sus ojos garzos y negros, su nariz basta y respingada,
abierta descaradamente al aire, como gran ventana, necesaria a la respiración
de un grande y profundo edificio. El chorro de viento que entraba por aquella
nariz modelada para el desparpajo, imponía miedo a los espectadores de su
cólera. Nazaria tenía la hermosura que por extraña amalgama de los tipos
humanos, hace simpático al descaro. Lucía enormes amatistas montadas en
pendientes de filigrana como relicarios, de modo que parecía llevar en cada
oreja el pectoral de un obispo. Sus manos eran bonitas y gordezuelas, y los
anillos que de antiguo llevaba no se le podían sacar, porque su carne había
crecido y el oro no. Tenía treinta y tantos años y era viuda de un opulento
negociante de Candelario”.
En esas descripciones de Maximiliano
y de Nazaria están ya contenidos sus respectivos caracteres, pero también, de
algún modo, sus destinos.
Galdós, por cierto, era ya
consciente, a finales del siglo XIX, de que esta pluralidad corporal, como hoy
la diversidad biológica, estaba en peligro de extinción. La uniformidad de los
rostros que ahora aceptamos como un fenómeno banal estaba entonces en sus
comienzos, pero amenazaba ya el amplísimo y variado espectro fisiognómico
galdosiano. En el discurso de ingreso en la Real Academia en 1897, en efecto,
escribe:
“Hasta los rostros humanos no son
ya lo que eran, aunque parezca absurdo decirlo. Ya no encontraréis las
fisonomías que, al modo de máscaras moldeadas por el convencionalismo de las
costumbres, representaban las pasiones, las ridiculeces, los vicios y virtudes.
Lo poco que el pueblo conserva de típico y pintoresco se destiñe, se borra, y
en el lenguaje advertimos la misma dirección contraria a lo característico,
propendiendo a la uniformidad de la dicción, y a que hable todo el mando del
mismo modo. Al propio tiempo, la urbanización destruye lentamente la fisonomía
peculiar de cada ciudad”.
Esta última observación es importante porque el sufrimiento lector del que estamos hablando tiene que ver no sólo con el deseo de regresar entre esos cuerpos –el de Torquemada, Nazaria, Tablas, Fortunata o Benigno Cordero– sino con el de regresar a una ciudad que ya no existe y que probablemente nunca existió. Si la novela del siglo XIX es una novela de cuerpos, lo es también de ciudades. De hecho, se puede decir que lo que distingue a las grandes novelas citadas es que en ellas el verdadero protagonista es un espacio urbano concreto, cuya idiosincrasia se mezcla con la de los personajes que lo recorren. Balzac es París, Dickens es Londres, Tolstoi es Moscú (y San Petersburgo). Galdós es Madrid. Canario de nacimiento, Galdós se trasladó a vivir a la capital con 19 años y se convirtió, a través de la mirada y la escritura, en su mejor cronista, transformando con ese gesto la ciudad, al mismo tiempo, en un lugar intensamente habitable. La mayor parte de sus novelas, sobre todo las llamadas Contemporáneas, transcurren en Madrid y veintiséis de las cuarenta y seis que componen los Episodios Nacionales tienen también como escenario la Villa y Corte. Pero este Madrid, ahora habitable, es habitado por una población mixta, mitad histórica y mitad de ficción, a la que se suma el lector multinacional, ya sea asturiano, andaluz, tunecino, francés o sueco. Es imposible pasear por el centro de Madrid después de haber leído a Galdós sin que cobren vida todas sus calles; y es imposible, al revés, pasear por el centro de Madrid sin trasladarse a vivir a las novelas de Galdós. Cuando cerramos Fortunata y Jacinta, Miau, El Doctor Centeno o Torquemada y San Pedro, nos sentimos exiliados, sin suelo bajo los pies, aquejados del doloroso deseo de regresar a la plazuela del Limón, a la calle de la Sal o al café Universal. Yo quiero volver allí incluso cuando estoy ya allí; como quiero volver al París de Proust y al Moscú de Dostoievski, donde he pasado, en ciertos períodos de mi vida, más horas que en mi propia casa.
Atrio de la iglesia de
San Ginés de Madrid, escenario frecuente en las novelas de Galdós; en una copia
anónima del cuadro de Raimundo de Madrazo. Publicada en 'La ilustración
española y americana', en enero de 1875.
Esto por lo que atañe al
sufrimiento como prueba de la calidad literaria de una obra y de la vastedad
cumplida de su ambición. Ahora bien, tenemos una segunda prueba de la grandeza
galdosiana, equiparable a la de sus pares decimonónicos. Digámoslo de esta
manera: una novela es una gran novela, sí, cuando sufrimos porque se ha
acabado, pero también cuando, en lugar de cuestionar la coherencia de un suceso
o la verosimilitud de la decisión de un personaje, nos preguntamos –y casi le
preguntamos al propio personaje con ansiedad, como si se tratara de nuestra
madre, nuestra amante o nuestro mejor amigo–: “por qué lo has hecho”. Las
tramas de las novelas del siglo XIX son todas folletinescas. No hay ninguna
diferencia entre un argumento de Flaubert y uno de, por ejemplo, el gacetillero
Paul de Kock, muy leído en Francia al tiempo que Balzac: todo son adulterios,
crímenes y parricidios, familias separadas por el mal que se reencuentran y
reconocen en el último momento. Pero lo que es inverosímil en Paul de Kock no
lo es en Victor Hugo, cuyo personaje más famoso, Jean Valjean, resultaría
histriónico e hiperbólico en otra pluma. Ningún lector se pregunta si es
verosímil que Raskolnikov, tan sensible e inteligente, mate con un hacha a una
anciana al principio de Crimen y Castigo, de Dostoievski: uno quiere saber por
qué lo ha hecho. Ningún lector duda de que el pobre Pip, en Grandes Esperanzas,
de Dickens, ha tropezado en los marjales, una noche siniestra, con un convicto
escapado de prisión: nos preguntamos qué le va a pasar. Ningún lector considera
increíble que Fortunata vuelva una y otra vez a caer en los brazos del inane
canalla de Juanito Santa Cruz: queremos, en todo caso, que se salve.
Sólo si el autor fracasa en
contar lo que él quiere, solo si son sus personajes los que se interponen y
cuentan lo que ellos quieren, puede decirse que estamos ante una obra realmente
lograda
Al igual que todos los grandes,
Galdós impone los hechos como Dios las piedras y los árboles y se limita a
seguir a sus personajes, como si hubieran nacido por su cuenta y se le hubieran
escapado a la calle. En las primeras novelas, es verdad, las llamadas sociales
o de tesis (pensemos, por ejemplo, en Doña Perfecta), a veces mete su voz, pero
en general fracasa en su propósito de comunicar tesis o principios. Todo gran
autor tiene su concepto de la vida y su visión del mundo, que se asientan, como
los posos del café, en un medio líquido semitransparente. Pero sólo si fracasa
en contar lo que él quiere, solo si son sus personajes los que se interponen y
cuentan lo que ellos quieren, puede decirse que estamos ante una obra realmente
lograda. El fracaso del autor es el éxito de la obra (el caso más señero es el
de Cervantes y su Don Quijote). A Galdós pocas veces, digamos, se le ve el
plumero. No creemos lo que él dice, porque él dice poco o nada; creemos en lo
que sucede delante de nuestros ojos mientras seguimos, acompañados de Galdós, a
Gabriel Araceli hasta Zaragoza, al pobre cesante Ramón Villaamil a la ruina o a
la frívola mujer de Bringas a comprar un chal que no puede pagar.
Ahora bien, esta prueba de su
calidad tiene una especie de coda o apéndice, que en los Episodios alcanza, por
razones obvias, su máxima expresión. Allí Galdós, como Tolstoi pocos años antes
en Guerra y Paz, mezcla los personajes históricos y los de ficción de manera
tan natural que se produce un doble fenómeno. Por un lado los personajes reales
–El Empecinado, la reina María Cristina, Zumalacárregui, Calomarde– se
comportan con la coherencia y realismo que sólo tienen los buenos personajes de
ficción; y, por otro lado, los personajes de ficción adquieren la consistencia
histórica de los personajes reales. Este mestizaje resulta tan natural que me
ha ocurrido hace poco, para ejemplificar el dato histórico de que muchos de los
guerrilleros que participaron en la guerra de la Independencia habían comenzado
sus carreras como salteadores de caminos y/o contrabandistas, me ha ocurrido
–digo– citar como prueba el nombre de un personaje de ficción de Galdós: ahí
tenéis, decía, a Fernando Navarro, llamado Garrote, el violento fanático
ajusticiado en el arranque de El Equipaje del rey José. En este juego de
mestizaje literario –y esto me parece importante– descubrimos además que todos
llevamos dentro un personaje de ficción, si hay alguien que se interese por él,
y que todos somos personajes históricos, cosa que olvidamos tantas veces como
atribuimos a los reyes, a los militares, a los intelectuales y a los
millonarios los cambios sociales en la historia. Una vez más, el caso de
Benigno Cordero es ejemplar: comerciante liberal lector de Rousseau, pacífico
como una paloma, se ve envuelto en las jornadas revolucionarias de julio de
1822 y, sin darse cuenta y carente de toda ambición, acomete una pequeña hazaña
decisiva que lo convierte, antes de hundirse de nuevo en la oscuridad, en el
“héroe de Boteros”, nombre con el que humorísticamente lo nombra Galdós en
muchas ocasiones. De esta hazaña nadie sabe nada, excepto los lectores de
Galdós; no está recogida en los libros de historia, salvo porque los Episodios
constituyen el mejor libro de historia del siglo XIX, y ello hasta el punto de
que, como decía el director de cine Luis Buñuel, si desaparecieran todos los
libros de historia, seguiríamos teniendo una visión completa de esa centuria. O
más completa, porque en ella figuran ahora Benigno Cordero, Salvador Monsalud,
el apasionado y desdichado Tinín, la carnicera Nazaria, el gran Patricio
Sarmiento y los casi 8000 personajes que componen su obra inmensa y, sin
embargo, mensurable.
Así que, no sin fundamento,
declaramos que Galdós es nuestro mejor escritor después de y junto a Cervantes.
Hay, en definitiva, obras que marcan, que emocionan, que interesan; y obras de
las que no se sale. De las que uno no puede salir. Que no tienen salida y a las
que, de hecho, si uno resbala fuera, se quiere volver y se está volviendo toda
la vida.
La de Galdós es una obra, además,
que rehabilita, si se quiere, un entero país. En un poema triste y famoso,
Díptico español, Luis Cernuda, el gran poeta del 27 exiliado en México,
describía en 1962, poco antes de su muerte, su relación con Galdós:
Hoy, cuando a tu tierra ya no
necesitas,
Aún en estos libros te es querida
y necesaria,
Más real y entresoñada que la
otra:
No ésa, mas aquélla es hoy tu
tierra.
La que Galdós a conocer te diese,
Como él tolerante de lealtad
contraria,
Según la tradición generosa de
Cervantes,
Heroica viviendo, heroica
luchando
Por el futuro que era el suyo,
No el siniestro pasado donde a la
otra han vuelto.
La real para ti no es esa España
obscena y deprimente
En la que regentea hoy la
canalla,
Sino esta España viva y siempre
noble
Que Galdós en sus libros ha
creado.
De aquélla nos consuela y cura
ésta.
Para Cernuda, víctima de la
guerra civil y de la España negra de la dictadura de Franco, la obra de Galdós
era la España paralela, la España verdadera. A muchos, Galdós, en efecto, nos
ha enseñado otra España posible. Porque Galdós era un gran escritor y además
era un gran patriota. Pero patriota, ¿en qué sentido?
Cuando en 1907, ya sexagenario,
el autor de los Episodios decide entrar en política, lo justifica de esta
manera: “Diga usted también que he pasado del recogimiento del taller al libre
ambiente de la plaza pública, no por gusto de ociosidad, sino por todo lo
contrario. Abandono los caminos llanos y me lanzo a la cuesta penosa, movido de
un sentimiento que en nuestra edad miserable y femenil es considerado como
ridícula antigualla: el patriotismo”.
El liberalismo español, como el
jacobinismo en 1789, era orgullosamente patriótico, término novedosísimo de
estirpe revolucionaria y popular
Hoy nos resistimos con razón a
usar esa palabra, cargada de sombras fanáticas y asociada a la autocracia
militar y la exaltación religiosa; asociada, en definitiva, a la ultraderecha y
su secuestro de las banderas. Pero Galdós conoce bien la historia, como
historiador que es. Todos sabemos que España dio al mundo la universal palabra
“guerrilla”; lo que se sabe menos es que también forjó, en el fragor de la
guerra de Independencia, el término “liberalismo”, aunque con un significado
despojado en 1812 de toda resonancia económica. Nuestro “liberalismo” adaptaba
a la realidad española el legado de la revolución francesa para oponerse al
mismo tiempo a la invasión napoleónica y al absolutismo monárquico. Pues bien,
el liberalismo español, como el jacobinismo en 1789, era orgullosamente
patriótico, término novedosísimo de estirpe revolucionaria y popular. Como bien
explica el historiador Álvarez Junco en su indispensable Mater dolorosa, el
siglo XIX registra el lento proceso en virtud del cual un concepto, si se
quiere, de izquierdas o, al menos, liberal (patria, nación) es confiscado por
la derecha tradicionalista y la Iglesia. En 1909 Galdós lo sabe bien. Pero lo
sabía ya bien cuando escribe en 1875 El equipaje del rey José, novela en la que
nuestro autor, de un modo algo anacrónico pero con sorprendente perspicacia,
sitúa en 1813 –y expone narrativamente– la matriz del proyecto nacional
tradicionalista que se impondrá años más tarde. En una de las escenas iniciales
de la novela, en efecto, el clérigo Baraona, miembro de la Inquisición recién
restablecida por Fernando, mientras merienda con sus amigos en medio de los
despojos del vencido ejército napoleónico y de los cadáveres de los renegados,
dice así: “En lo sucesivo, señores, y atendidos los síntomas de discordia civil
que presenta España por el insolente jacobinismo de los negros, los buenos
españoles debemos adorar fervorosamente dos cruces”. Y continúa: “¡Dos cruces,
sí! La cruz religiosa, aquella en que Dios se dignó morir para redimirnos del
pecado; aquella que desde niños adoramos; aquella que nos hicieron besar
nuestras madres en la cuna, y además esta otra cruz del sentimiento patrio en
la cual ha muerto nuestro buen amigo, el incomparable, el santo entre los
santos guerreros, don Fernando Garrote. (…) ¡Religión! ¡Patria! ¡Sois dos
nombres y sin embargo no sois más que una sola idea, una idea inmutable,
eterna, fija como el mundo, como Dios, del cual todo se deriva! ¡Religión!
¡Patria!... ¡Sois dos luces espléndidas, cuyo fulgor no puede apagarse, ni
tampoco cambiar como las chispas de una fiesta de pólvora!”. Contra los
afrancesados (los negros), que habían introducido la idea de “patria” en
España, asociada a la revolución, los absolutistas la reclamaban en nombre de
la religión. Ese patriotismo ceñudo, estrecho y sectario fue, por cierto, el
que se opuso en 1912 a que la academia sueca concediese el premio Nobel a
Galdós, víctima de una campaña feroz de desprestigio que movilizó a los
sectores católicos más reaccionarios y autoritarios.
El patriotismo que reivindicaba
Galdós era, claro, de distinto signo: pretendía recuperar y profundizar el de
las Cortes de Cádiz. En 1909, una vez constatada la fosilización fraudulenta
del Partido Liberal, del que había formado parte, Galdós decide descender a la
arena política, como hemos dicho, “por patriotismo”, pero para militar en una
alianza republicano-socialista que él mismo encabezará, la Conjunción, a la que
se unirá también el histórico líder socialista Pablo Iglesias. Su patriotismo,
en consecuencia, pivota en torno a cuatro ejes: la democracia, la denuncia de
la iglesia, la defensa de la república y un socialismo moderado orientado a
establecer un poco de justicia social, condición inexcusable, a juicio del
escritor, del progreso de España. Hay un quinto: la oposición a la empresa
colonial española en Marruecos, sobre todo a partir de 1909: “Antes de intentar
conquistas en suelo extraño habéis de conquistar el suelo propio para la
cultura y el derecho, para la justicia y la libertad”.
A comienzos del siglo XX, Galdós
había perdido las esperanzas en el carácter transformador de la clase media,
cuyo carácter acomodaticio era inseparable, a sus ojos, de la podredumbre
política de la Restauración. Esta, a su vez, era inseparable de la monarquía, a
la que nuestro autor atribuía el legado de sangre y confrontación fratricida
que había marcado el siglo XIX a partir de Fernando VII y de la reclamación del
trono de su hermano Carlos. El 19 de abril de 1907 Galdós intervenía en un
mitin republicano en el Casino de Madrid con estas palabras: “Las revoluciones
los mataron (a Fernando VII y a don Carlos) y las guerras civiles los
enterraron. Ni la grandeza de El Escorial o del panteón de Gratz han sido losa
bastante pesada para impedirles que salgan y nos visiten, que nos gobiernen y
se burlen con fúnebre risa macabra de nuestras ansias de libertad y de vida.
Pues bien, amigos y correligionarios, es preciso que, definitivamente y de esta
vez para siempre, queden esos muertos execrables donde no puedan inmovilizar ni
corromper nuestra existencia. Es forzoso enterrarlos de veras, poniendo sobre
ellos pesadumbre tan abrumadora que no logren levantarla. No bastará la mole
del Escorial; poned encima todo el granito del Guadarrama, todo el mármol en
que están grabadas nuestras Constituciones y nuestros derechos, encima la
grandeza infinita de la conciencia libre y encima de todo la mano tremenda
justiciera de la República Española”. Estas palabras, por cierto, podrían
aplicarse también a las dificultades que encontramos aún hoy los españoles a la
hora de enterrar la dictadura franquista y el propio cuerpo de Franco.
En cuanto a la Iglesia, conviene
recordar algunos datos: en 1860 había menos de 50.000 sacerdotes, frailes y
monjas en España; entre 1875 y 1900 esa cifra
ascendió a más de 88.000; cuando cayó la dictadura de Primo de Rivera,
en 1930, su número trepaba ya hasta los 135.000. Galdós había visto, por lo
tanto, no sólo aumentar su número y su influencia; había visto también esa
complicidad creciente entre la corona, el liderazgo político, el poder
económico y la Iglesia. Galdós se proclamaba anticlerical, pero no
antirreligioso; y la tradición española de violento anticlericalismo, como toda
expresión de violencia tumultuaria, le repugnaba. Entre sus miles de personajes
hay decenas de curas y si algunos, como el cuñado de Fortunata, son codiciosos,
corruptos y fanáticos, otros son bienintencionados y generosos, como Alelí,
Salmón o Gracián. Basta ver, por lo demás, el modo en que trata la revuelta
popular anticlerical del sur de Madrid en 1834 –en las últimas páginas de Un
faccioso más y algunos frailes menos, dedicadas a la epidemia de cólera que
asoló España ese verano– para juzgar su posición frente a la violencia: a
Galdós los linchamientos populares le ofenden moral y políticamente no menos
que la pena de muerte. Pero no quiere que la Iglesia imponga a los españoles
qué tienen que creer, que tienen que leer o cómo tienen que gastar su dinero.
Galdós era, por lo demás, el
hombre más moderado y dialogante de la tierra, como lo demuestra su amistad con
Menéndez Pelayo o Pereda, dos escritores decididamente conservadores, y su
larga y libre relación amorosa con la escritora Emilia Pardo Bazán, que había
militado –incluso facilitando armas– en las filas del Carlismo. Esa es también
otra España posible pendiente de actualización: la de la rivalidad amistosa o
la amistad pugnaz entre posiciones ideológicas enfrentadas.
Acabo ya. Galdós era un gran
escritor y un gran patriota. El triste pensamiento reaccionario considera que
solo se contagian los vicios. Podemos aceptar este principio a condición de
añadir enseguida que también la calidad, la belleza, la virtud pueden llegar a
ser vicios adictivos. Tanto la obra de Galdós como su patriotismo democrático,
sí, contagian alegría, salud y esperanza. Por placer elemental, por salud
mental, hay que leerlo sin descanso. De su obra no se sale, una vez se ha
entrado, pero constituye en sí misma una salida al aire libre y la luz del sol.
* Este texto es una versión
mínimamente corregida de la conferencia pronunciada el pasado miércoles 18 de
noviembre en el Instituto Cervantes de Túnez junto al profesor Bernabé López
García, quien dedicó su intervención a Galdós y la cuestión colonial.
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