LA PROTESTA REVOLUCIONARIA
CAROLINA
VÁSQUEZ ARAYA
La indignación ha
lanzado a las calles a miles de franceses, matizada de un fervor revolucionario
de profundas raíces históricas que en su momento marcaron el devenir de Europa
y el mundo.
Consciente de que
el poder del pueblo permanece ahí, latente y capaz de transformar la escena
social y política, el colectivo conocido como “los chalecos amarillos” ha
tomado las calles y paulatinamente ha capitalizado la frustración de una
sociedad cansada de los retrocesos provocados por las políticas neoliberales
del gobierno de Emmanuel Macron, hasta congregar a ciudadanos de todas las
tendencias y estratos sociales. El mensaje lanzado al mundo por este movimiento
no podría ser más claro: la Revolución no ha muerto.
Las protestas
callejeras en Francia comienzan a despertar también una reacción entre quienes
están designados para contrarrestarlas. Las imágenes de policías y bomberos
dando la espalda a sus mandos para solidarizarse con los manifestantes constituyen
una prueba innegable de las fisuras en el muro cada vez más débil de las
estructuras política e institucional que rodean a Macron, quien sin duda
comienza a percibir claramente las incalculables dimensiones de la crisis
provocada por sus decisiones.
Con la atención
puesta en las calles de París, otras sociedades en otros en países gobernados
por la corrupción y el abuso se han de preguntar cómo hacen los franceses para
mostrar tanta audacia y determinación. Porque poner en jaque a un gobierno aliado
con los grandes capitales no es cosa fácil; y enfrentar a las fuerzas de choque
resulta extremadamente peligroso. En algunas naciones de nuestro continente
latinoamericano se han producido movimientos de protesta de gran magnitud en
los últimos años, pero ese espíritu revolucionario capaz de derrotar al miedo y
la frustración no parece tener la capacidad de permanecer vivo el tiempo
suficiente para generar resultados y sostenerlos.
El mensaje emanado
de las protestas en el país galo habla de la imperiosa necesidad de unidad.
Pueblos divididos entre ricos y pobres, entre nativos y migrantes, entre
tendencias políticas opuestas o creencias religiosas hábilmente elaboradas para
generar animadversión y rivalidades entre ciudadanos han creado sociedades débiles
y vulnerables, incapaces de identificar y proponer objetivos y metas de
beneficio común porque están condicionadas para buscar metas y objetivos
personales y de grupo.
El gran desafío que
propone el pueblo francés es unirse contra un sistema neoliberal que ha
resultado en la debilidad endémica de los Estados. Los gobiernos –en especial
los más débiles política e institucionalmente- se encuentran frente a las
presiones de una superestructura de inmenso poder económico, la cual se ha
apoderado del poder político socavando las bases de la democracia y ha
convertido a los Estados en cómplices de sus planes.
De ese modo y sin
mayor oposición, se apoderan de todos los bienes y recursos más valiosos de las
naciones para vendérselos de vuelta a sus legítimos dueños a precios de usura:
la minería, la agricultura, el agua, el petróleo, la energía y hasta los
cultivos nativos transformados, gracias a patentes legalizadas a fuerza de
sobornos, en propiedad corporativa.
Unidad es la
fórmula y el pueblo francés lo está demostrando con orgullo y valentía. Unidad
con la determinación de no permitir a intereses foráneos imponerse sobre los
del pueblo, el cual debe decidir el rumbo de su historia. Es una lección de
enorme valor en los momentos que vive América Latina y vale la pena tomarla en
cuenta.
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