EL ESPAÑOLISMO
DAVID TORRES
Uno
de los efectos secundarios asociados al auge del catalanismo ha sido la réplica
inmediata del españolismo. Era lógico, aunque al españolismo estamos tan
acostumbrados que ya casi ni nos damos cuenta. Es una variación del viejo dicho
de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio. La mayoría ni siquiera se ha
percatado de que las banderas que cuelgan en los balcones -para que se sepa que
ellos son muy españoles y mucho españoles- tienen los mismos colores que los de
la senyera. Uno de los ejemplos más patéticos de miopía fue en el momento en
que Mario Vargas Llosa, peruano de origen, tronó contra el nacionalismo en la
manifestación de Barcelona delante de unas diez mil banderas españolas. O
Vargas Llosa no sabía de lo que estaba hablando o esa gente que agitaba con
fervor sus insignias padecía de sordera crónica.
Como
siempre en España, basta alzar una piedra para que los fanáticos del franquismo
aparezcan con el brazo derecho en alto, la bandera del pollo enhiesta y el Cara
al sol en los labios. Eso también es un efecto secundario inevitable en un país
con las heridas sin cerrar, donde los asesinos que torturaron y violaron en
comisarías siguen campando a sus anchas y que guarda la memoria del mayor
genocida de su historia en una construcción faraónica, levantada por esclavos y
bendecida por la Iglesia. Para mí, sin embargo, lo más espectacular ha sido
descubrir a amigos que presumen de republicanos -e incluso de anarquistas- aplaudiendo
el discurso del rey y hablando de la unidad indisoluble de España.
Es
posible que el nacionalismo sea una enfermedad, pero si lo fuese, estaría lejos
de ser -como se la denomina a menudo- una enfermedad decimonónica. Chequia y
Eslovaquia, por ejemplo, nacieron a la par el 1 de enero de 1993, antes de ayer
como quien dice, al escindirse de una breve república surgida tras la Primera
Guerra Mundial y que permaneció latente hasta el desmoronamiento del sistema
soviético. Otro tanto sucedió con un puñado de ex repúblicas soviéticas
-Kazajistán, Uzbekistán, Estonia, Letonia, Georgia-, la mayoría de las cuales
nunca anteriormente habían sido una nación independiente y que hoy son países
de pleno derecho. Para qué vamos a hablar del mapa de África, que está cortado
por tiralíneas, y de las naciones que brotaron tras la descolonización, las
guerras de independencia y los conflictos raciales. Finlandia, esa hermosa cuña
instalada entre Rusia y Suecia, va a cumplir su primer centenario en diciembre
de este mismo año, al desgajarse del dominio ruso tras el terremoto de la
revolución bolchevique. El ideario nacionalista finlandés se resume a través de
dos negaciones que narran una opresión de siglos: “No somos suecos y no
queremos ser rusos, así que dejadnos ser finlandeses”.
Más
allá de las mentiras de la propaganda, los esloganes racistas y los espejismos
históricos, es el mismo concepto que aúna el proyecto soberanista catalán: “No
queremos ser españoles”. Por eso, aplicar el artículo 155 en Cataluña,
desmontar el autogobierno y suspender la autonomía significa, en primer lugar,
ignorar, acallar, aplastar la voz de más de dos millones de catalanes. También
el derecho a ser dueños de su propio destino. Y, de paso, ganar más adeptos
para la causa, seguir ahondando la brecha. Posiblemente España sea una de las
naciones más antiguas del mundo, pero la vejez no es ninguna virtud y tampoco
acarrea ninguna solución. Más bien es el problema.
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