JOSÉ RIVERO VIVAS
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Islas
Afortunadas,
un día
despojadas
de mítica
ventura
por
insidia y torpeza
de mísera
vivencia,
sórdido
deterioro
llena de
craso lodo
su faz
límpida y pulcra.
Zozobra
-tronchada
su
incólume tersura-
el
litoral abrupto
de lisura
y encanto,
mengua
mal avenida
y
trastorno velado,
consciente
el anodino,
halo de
estrella impura.
Expertos
en buceo
cazan
lastre, tesoros
en el
fondo abisal,
donde a
tientas encuentran
un barril
de oro negro
que uno
listo arrojó
cuco a la
inmensidad.
Cuando
retorna a flote
por el
flujo arrastrado,
portentoso
botín
se reputa
el hallazgo.
Científicos
nombrados,
sentenciosos
afirman:
No habrá
daño en el ámbito
por un
derrame incierto
en la
extracción de crudo;
es
recurso probado
en zonas
del planeta,
de modo
que esta fresa,
de efecto
inocuo en sí,
horada,
firme y tensa,
con justa
precisión,
para
alcanzar la entraña
del denso
fruto fósil
que paz
de ciclo estanca.
A sus
declaraciones
de grave
autoridad,
con apuro
y congoja
se
escucha más allá:
¡Cuidado
con El Teide!
Despierto
en su bostezo,
virulenta
erupción
conmociona
estas rocas
en su
dorsal compacto
y su
manto profundo.
El mar
extenso advierte
turbias
sus glaucas aguas
de olas
encabritadas
y bravío
fragor.
A
designios primeros
de
ambiciosos magnates,
sucumbe
el Archipiélago
bajo
espesa sustancia
de
viscosidad suma,
regurgitada
ingesta
tras
convulsión telúrica.
Se ha de
ver hasta el piélago,
de euros
miles cubiertas
estas
mágicas peñas;
no
importa el cenagal
que
arruine su belleza,
pronuncia
el pope ufano.
El
achamán opone:
no sólo
crematístico
ha de ser
su destino.
Presto,
en sordo rumor,
el pueblo
soberano
circunspecto
proclama:
compostura
y templanza,
gentileza
y mesura
por el
bien insular.
Los
pingües beneficios
que
aporta el petrodólar
causan
indignación
en
población autóctona;
a los
simpatizantes,
duda,
estupor y cólera.
Resignados
contemplan
la
barbarie inaudita,
mientras
tranquilos duermen
los
autores del hecho,
malhadado
y mostrenco
para el
almo sentir.
Invicta
inconsecuencia
de
esperpéntica traza
derruye
su finura:
verodes y
tabaibas,
aulagas y
cardones,
cernícalos
y cuervos.
sebadales
y lapas,
se ven
perjudicados
por la
huera soberbia
de un
hacedor de angustia.
Fementida
hidalguía
de
hiperbólica gama:
cientos
de aves rapaces
hunden
sus corvas garras
en el
candor altivo
-suave la
estela blanca
por el
azur perdida-,
y su
voracidad
turba la
faz marina.
Donde la
flor otrora
expandía
su aroma
en
espléndidos días,
la
ponzoña y codicia
la
avaricia y el medro
truecan
su albo sendero
-siempre
avaro el afán-
en
devastación fría.
Marchito
su paisaje,
pretenden
rescatarlo
con
meteco pastiche
-antiguo
el arte y nuevo-,
retrepados
sus genios
en los
más altos picos
de su
universo prieto.
De
antepasados guanches
-con
nítida raíz-,
herederos
auténticos,
de este
preciado suelo
no ha de
movernos nadie
por
acción o decreto:
¡Fuera ha
de ser echada
la
obstinada porfía
de la
agencia oficial!
Cese la
hostilidad
de seres
obsedidos
que en
gesto inadecuado
damnifican
el medio.
Con zafia
actividad
sin
pensar han sembrado
hierro,
asfalto y cemento,
en obvio
detrimento
de su
flora y su fauna.
Si yace
mustio y pálido,
Jardín de
las Hespérides,
con
creces fue ayer célebre
de los
helenos sabios.
Urden,
cimas augustas,
marco
sutil celeste,
neta
insignia señera
que
engrandece y encumbra.
Las Islas
agradecen
la
presteza y desvelo,
además
del calor
dedicado
a su feudo
del Atlántico
océano.
En
terrero volcánico,
provisto
de vigor
y
singular destreza,
recto
lucha el canario
por
liberar su gesta.
La
ilusión enaltece
en un
claro objetivo:
Canarias
cristalina
es
superior anhelo
de quien
ama esta tierra,
le augura
eternidad
y su
excelencia mima.
Plena su
aura de estímulo
-paradigma
y raigambre-,
noble
alienta el espíritu
de su
prístina esencia.
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José
Rivero Vivas
Tenerife,
2014.
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