lunes, 6 de diciembre de 2021

EL HOMBRE QUE NO CELEBRÓ LA NAVIDAD (Y NO LE PASÓ NADA)

 

EL HOMBRE QUE NO CELEBRÓ LA NAVIDAD

 (Y NO LE PASÓ NADA)

AGUSTIN GAJATE

Cuenta una leyenda procedente de un futuro ya pasado, pero todavía no vivido en el presente, que en el año 10 D. C. (Después del Coronavirus) un hombre solitario, habitante de un país desarrollado de tradición cristiana, decidió no celebrar la navidad y que esa determinación, contraria a su entorno social cercano y al sistema económico consumista imperante, no tuvo ninguna consecuencia negativa para él, pero, en cambio, resultó muy positiva para el planeta.

Angustio es el nombre de esta persona que a día de hoy desconoce que va a ser el protagonista de esta historia y que dentro de unos años va a quedar viudo, después de más de sesenta de matrimonio con Dolores. Ambos trajeron a este mundo a tres hijos varones y dos mujeres, que, a su vez fueron padres de siete chicas y cinco chicos, que también han dejado hasta la fecha una veintena de descendientes.

Dolores animó durante décadas la vida de Angustio, un hombre esforzado y trabajador, frugal en la comida y en los placeres mundanos, triste y taciturno de continuo y alegre en ocasiones muy contadas, casi siempre relacionadas con el alumbramiento de una nueva vida en la familia o la unión en pareja de cualquiera de sus vástagos y de sus siguientes generaciones. Sin embargo, nunca impidió que su esposa se divirtiera y la acompañó con el mejor semblante posible siempre que ella se lo pedía a celebraciones sociales y a las organizadas por amigos y familiares. Él simplemente hacía como que se divertía, para no desentonar y aguar la fiesta, pero después de la despedida volvía a su estado natural.

Cuando se acercaban las fechas navideñas, Dolores ponía en la sala un modesto portal, que se fue ampliando conforme pasaron los años a un vasto belén, al que se agregó tiempo después un árbol con bolas y espumillones brillantes, en sintonía con la tradición impuesta dentro del imperio comercial al que pertenecía el territorio que habitaban, hasta que llegaron las decoraciones de luces, que convirtieron la casa en una especie de puticlub hogareño, tanto en los espacios comunes de interior como en la fachada.

Habían pasado los carnavales, que ambos vivían sin disfraz desde hacía varios lustros, cuando la muerte sorprendió dormida en la cama a Dolores, en forma de rotura de un aneurisma de aorta abdominal que desconocía que padecía, porque a ninguno de los dos le gustaba molestar a los médicos con sus achaques, que consideraban propios de la edad.

Tras la incineración del cuerpo de Dolores, Angustio se volvió más huraño, pero trataba bien a las visitas y salía con frecuencia a hacer la compra de frutas y verduras a la ventita cercana del chino, al kiosco del rumano para comprar golosinas a los bisnietos, a la carnicería del argentino, a la pescadería del senegalés y a la botica de la farmacéutica francesa a por los medicamentos prescritos por el doctor cubano, tras un exhaustivo reconocimiento de salud al que fue sometido obligado por sus hijos.

También acudía alguna que otra vez la tienda-taller de los indios, para reparar o comprar algún aparato tecnológico obsoleto, y la bodega del alemán, cuando se le terminaba el tinto néctar que manaba de los garrafones que le traían hijos y nietos cada vez subían a los guachinches de las medianías. No se le conocía que bebiera otra cosa que vino y leche caliente con gofio disuelto o con miel. Nadie le vio jamas beber agua, ni refrescos, ni ningún otro líquido embotellado o envasado. Le daban coraje los zumos y afirmaba que aquel proceder maltrataba a la fruta y que se desperdiciaban muchas de sus propiedades. Tampoco pisó nunca la licorería de los rusos, ni tomaba cafés, tés, infusiones, chupitos o copas después de algún almuerzo familiar en el restaurante libanés o en el kebab turco, y cuando algún vecino, para pincharle, le invitaba a una cerveza en el bar de los ecuatorianos respondía de manera lacónica: “si el vino es la sangre de Cristo, eso ya sabes de donde sale”.

A finales de noviembre, el ayuntamiento comenzó a instalar las luces de navidad en las calles de su barrio y a comienzos de diciembre se procedió a su encendido diario en horario nocturno, lo que dejó indiferente a Angustio, hasta que los familiares que lo visitaban comenzaron a preguntarle si no iba a poner el belén, el árbol y las luces como hacía Dolores, a lo que él respondía que lo estaba meditando y que ya lo sabrían.

Todos pensaban que iba a colocar los adornos como homenaje a su esposa, ya que era muy mañoso y capaz de hacerlo tan bien o mejor que ella, pero fueron pasando los días hasta que llegaron las vísperas y la casa seguía igual que siempre: limpia y ordenada, pero sin decoración navideña. Los hijos comenzaron a apremiarle, ya que solían reunirse en aquella casa en nochebuena los que podían desplazarse y no tenían compromisos con las familias políticas, y fue entonces cuando les comunicó su resolución: “No voy a celebrar la navidad, pero quien quiera venir a cenar será bienvenido y preparé lo que sea menester, igual que si vinieran cualquier otro día del año de manera prevista o imprevista.”

Aquella decisión sentó en la familia como un jarro de agua fría y los hijos y nietos comenzaron a preocuparse, porque pensaban que el patriarca del clan estaba mal y había que ir a animarlo para que no pronunciara la temida palabra: “vacaguaré” (déjenme morir). Tras arduas conversaciones y debates decidieron que todos los que pudieran preparan comida y la llevaran a la vivienda de Angustio para cenar allí junto a él.

Sobre las nueve de la noche comenzó a llegar gente a la casa, hasta el punto que una hora después casi no cabían en la sala, por lo que decidieron arrimar la mesa de comer a un costado, quitar las sillas y poner todos los cocinados y preparados sobre dicha mesa y que cada uno fuera pasando y sirviéndose lo que quisiera en el plato a modo de bufé. Aquello se convirtió en un auténtico caos, ya que no había espacio suficiente dentro de aquellas paredes y fuera hacía bastante frío, así que Angustio se vio obligado a poner un poco de orden:

- ¡A ver! ¡Escúchenme un momento, por favor! Quiero agradecerles a todos que hayan venido, pero esto me parece una locura. Mi único deseo era celebrar este día como otro cualquiera, ya que desde que nos dejó Dolores no me emociona hacer las cosas que la ilusionaban a ella y prefiero llevar una vida tranquila los años que me queden y que espero sean muchos y en compañía de ustedes y los que tengan que venir. No estoy deprimido ni me quiero morir, pero quiero vivir a mi manera, sin celebraciones ni dispendios más allá de las uniones de parejas y el alumbramiento de nuevas vidas, que son las cosas que me alegran de verdad. Todo lo demás me parecen fuegos artificiales de los que puedo prescindir, porque los considero innecesarios con lo que está pasando en el mundo. No les voy a amargar la fiesta con mis pensamientos, pero creo que todo esto de celebrar la navidad es un despilfarro que no va a ayudar en nada a la supervivencia de las nuevas generaciones y mucho menos a su prosperidad. Por lo pronto, vamos a organizarnos y los que tengan comida servida ya en el plato vayan a una habitación, se me sientan en la cama que encuentren y coman tranquilamente y así despejamos un poco la sala. Y cuando acaben vengan a por más si se quedan con hambre, les apetece repetir o quieren probar algo diferente, si queda algo, claro. Ya saben donde están las cosas, así que cojan lo que necesiten que están en su casa. ¡Mucha salud y suerte para todos! -exclamó alzando la copa para brindar, gesto que fue correspondido por todos aquellos que tenían copas, vasos y tazas en sus manos.

La velada transcurrió entre conversaciones cruzadas con tranquilidad y alegría contenidas. Los más pequeños se fueron durmiendo sobre las camas, allí donde encontraban hueco y los mayores siguieron de cháchara sin mirar los relojes hasta que les sorprendieron las primeras luces rosáceas y  anaranjadas del amanecer, que se colaban por los cristales empañados de vaho de las ventanas y coloreaban las blancas cortinas y paredes.

Entonces comenzaron a colaborar para recogerlo todo, limpiar, preparar más café y chocolate y calentar leche para quien quisiera echarla en un tazón con gofio o mojar en ella unas galletas. Esperaron a que se despertaran los niños y desayunaran, para después decidir qué hacían. Unos marcharon a atender compromisos y otros siguieron de conversa hasta el mediodía sin intención de irse.

Nadie recibió regalos materiales aquella mañana, ni tan siquera los niños los reclamaron a pesar de haber sido avasallados durante semanas con la publicidad y saber que les esperaban en sus casas o en las de otros familiares. Estaban encantados con la atmósfera de cariño que se respiraba en aquel hogar, no por ser navidad, sino porque todos compartían el mismo sentimiento y el deseo de estar cerca, de regalarse y disfrutar de un valioso tiempo juntos.

Al mediodía, Angustio sacó un conejo de la nevera y comenzó a trocearlo en pequeñas porciones para preparar un arroz amarillo de azafrán que llevaría además zanahorias, habichuelas, guisantes, champiñones y un sofrito de ajo, cebolla, puerro, pimiento rojo y tomate de bote. No tocaría mucha carne entre la veintena de comensales, pero eso no importaba entonces a nadie y el aspecto de cada plato al servir humeante resultaba espectacular y varios pudieron incluso repetir.

Dos grupos se marcharon después de la sobremesa y el resto cuando ya comenzaba a anochecer, como si quisieran alargar aquel tiempo indefinidamente pero no pudieran por los deberes y compromisos que habían asumido esa noche o al día siguiente. Cuando se quedó sólo, Angustio suspiró de alivio, no tanto porque los últimos se hubieran ido, sino porque le parecía que había sembrado una semilla que iba a germinar fuerte y duradera, como un árbol firme y robusto, pero a la vez flexible ante el embate de las tempestades que habrían de llegar en el futuro.

En fin de año se dispersaron todos y dejaron a Angustio solo, tranquilo con sus lecturas y sus recuerdos. Cenó una tortilla francesa y un vaso de leche caliente con una cucharadita de miel, ya que notaba áspera la garganta, como le sucedía todos los inviernos. Y a las 10 se fue a la cama a acostarse. Su teléfono sonó pocos minutos después de la medianoche, pero estaba tan profundamente dormido que no lo escucho. Los hijos y nietos se alarmaron pensando que le podría haber pasado algo trágico como a la yaya Dolores y fueron en tropel a la casa a tocar histéricos el timbre y aporrear la puerta, sin recordar que algunos tenían llave, hasta que la más sobria se percató del detalle y abrió cuando Angustio se dirigía hacia la puerta asustado, con el cuerpo entumecido y somnoliento, vestido con su bata gris de franela y el pijama azul marino de algodón.

- ¡Qué pasó! -exclamó mientras entraban en estampida una docena de sus descendientes, los primeros de ellos caídos arrodillados a sus pies.

- ¿Estás bien? -preguntó a su vez su nieta más joven.

- Estaba bien hace unos minutos, cuando dormía. Ahora tengo palpitaciones y me duele el pecho. ¿Qué ha sucedido? -inquirió preocupado.

- Te llamamos por teléfono para desearte un feliz año nuevo y no contestaste. Pensábamos que te había pasado algo, como a la yaya. -respondió la nieta autoproclamada como portavoz del grupo.

- ¡Mierda de fiestas! ¡No puede vivir uno tranquilo! ¡A mi aire! ¡Tengo que hacer lo que hace todo el mundo! ¡Y si todos se tiran por un barranco, me voy con ellos porque ellos lo dicen! ¡Dejen ya de ser unos borregos y celebren lo que realmente importa! ¡La vida! ¡Tener salud! ¡El amor! ¡Lo demás son todo mierdas! ¡Yo me vuelvo a la cama a intentar dormir! ¡Los que quieran quedarse, que se queden y se las apañan como puedan! ¡Y, si se van, el último que cierre la puerta al salir! ¡Qué está entrando frío! ¡Buenas noches! -dijo antes de darse la media vuelta para dirigirse a su habitación ante la mirada atónita de los integrantes de un grupo primero sobresaltado y ahora perplejo.

Aquella tropa comenzó a preguntarse qué hacer, pero no hubo una respuesta unánime, sino que una parte regresó a las fiestas de pago de donde habían salido, mientras que otros decidieron concluir la celebración y regresar a sus casas a descansar. Lo único que fue común a todos fue el impacto que causaron aquellas palabras en su interior, y que fueron el abono de la semilla plantada una semana antes.

A partir de ese día, la familia de Angustio festejó la vida, la salud y el amor cuando tuvo oportunidad, sin gastos superfluos, ni regalos, ni excesos. Solo con la compañía, compartiendo tiempo y emociones, tanto en la proximidad como desde la distancia. Las celebraciones más numerosas se organizaban casi todas las semanas con cualquier excusa, aunque luego se producían otras en grupos más pequeños e incluso mediante llamadas y videollamadas en grupo.

Pasaron los meses y llegaron unas nuevas navidades y ninguno de ellos sintió la necesidad de acercarse a sus seres queridos porque ya estaban próximos, casi pegados. Y en las cajas quedaron los belenes, los árboles, las bolas brillantes y el espumillón, las luces de puticlub y demás elementos decorativos propios de las fechas, según el consenso social predominante inducido por intereses  económicos y empresariales. Y en lugar de ir a centros y zonas comerciales a comprar regalos innecesarios y en ocasiones inútiles, dedicaron tiempo a estar juntos y a disfrutar del cariño compartido.

Su actitud no pasó desapercibida y los vecinos comenzaron a imitarles. Su forma de vivir comenzó a contagiar a muchas familias y se viralizó esta tendencia por redes sociales. Ya no se necesitaba tanta electricidad, los ayuntamientos dejaron de pagar grandes sumas por instalar el alumbrado de navidad y dedicaron esos recursos a ayudar a los más necesitados. Y toda esa energía que se despilfarraba debido a un consumismo irracional dejó de producirse y eso contribuyó a frenar el efecto invernadero, a salvar algunos importantes ecosistemas del planeta y a la especie humana de la extinción, al menos por el momento. Y al parecer todos viven bastante felices en ese tiempo nuevo, excepto las perdices y los conejos que acaban troceados en un jacuzzi de verduras y arroz amarillo, que tratan de ocultarse atemorizados ante el porvenir que les espera.

Pero no olviden que esta historia es tan solo una leyenda, procedente de un futuro ya pasado, pero todavía no vivido en el presente.

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