jueves, 9 de diciembre de 2021

UN ARMA CARGADA DE FUTURO

 

UN ARMA CARGADA DE FUTURO

Cualquier reforma constitucional que renueve la legitimidad del texto tiene que basarse en aquello que, como sociedad, queremos alcanzar. No se trata de mirar a las instituciones sino a las personas, los derechos, los valores

JOAQUÍN URÍAS

En el santoral laico del que nos hemos dotado, el seis de diciembre toca hablar de la Constitución.

Los políticos escriben artículos –o tuits, que son más agradecidos– recordando lo buenísima que es o pidiendo reformarla. En las instituciones se pronuncian discursos que suenan demasiado a elogio fúnebre. Los jueces renuevan su lealtad a la Corona y los trotskistas celebran que fueron los primeros en oponerse al texto. Periodistas y ciudadanos de a pie eligen sus artículos favoritos. Los de izquierda, los que hablan de planificar la economía o supeditar la riqueza al bien común. Los de derechas, los de la bandera o el ejército. Los independentistas, por su parte, prefieren pasear el escudo franquista que adorna el ejemplar original de la Carta Magna.

 

En fin, en esta especie de día de San Juan con forma de puente, la opinión pública se viste de romería constitucional.

 

Entre las propuestas y los análisis de este año destaca una, no por su calidad sino porque ha sido publicitada a todo tren por el diario independiente de la mañana y porque la firma un numeroso grupo de autodenominados jóvenes: profesores de Derecho Constitucional. Su mérito más relevante es que invita a hablar de ella, aunque sea para llamar la atención sobre su inconsistencia, que no es poco. Ni poca.

 

Estos “jóvenes constitucionalistas”, cercanos a la cuarentena, son en gran parte fruto de la ANECA (Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación) y de un sistema de promoción universitaria que ablanda las mentes críticas y actúa como metadona para los adictos a la ambición académica. Ahora se descubren como ciudadanos escasos de sensibilidad social y humanidad.

 

Su propuesta descansa en una visión de la Constitución como documento técnico jurídico cuya reforma debe dejarse en manos de profesionales (ellos mismos). Sugieren que para adaptarla a los tiempos y asegurar su futuro basta hacer un puñado de reformas técnicas que mejoren algunos articulitos, y pitando.

 

Así, lo primero que piden –cómo no– es que su asignatura se enseñe en las escuelas. Eso e instaurar una fiesta nacional constitucional. Luego, para resolver la cuestión territorial proponen, con evidente ceguera centralista, clarificar el sistema de competencias, poner coto al cupo vasco y establecer una obligación de lealtad. Respecto a las instituciones se conforman con reforzar el papel de la oposición y adecuar las campañas a la era digital. En la parte de derechos fundamentales se limitarían a garantizar el derecho a la salud, mejorar la protección de la intimidad frente a las amenazas digitales y prohibir la clonación. Y con esto y poco más, ya estaría, dicen. Insisten, sobre todo, en evitar cualquier contenido ideológico de la Constitución.

 

Políticamente la propuesta es ridícula en lo que tiene de corta y pega del antiguo programa de Ciudadanos, masivamente fracasado en las urnas. Rezuma también el clasismo de los profesores que sueñan con meter en la Constitución las conclusiones de los trabajitos científicos que han tenido que hacer para asegurarse una plaza en la Universidad. Pero nada de esto nos impediría mirar con cierta benevolencia a estos señores ya no tan jóvenes que piensan que la Constitución es suya porque han estudiado.

 

Lo verdaderamente inaceptable es que, detrás de todo esto, late un error terrible y extendido sobre el concepto mismo de constitución que le quita todo sentido democrático.

 

Las constituciones no son textos jurídicos formales creados para que alguien los estudie. Han de ser primordialmente documentos políticos que sirvan como pacto social. Y los pactos se aprueban por todas las partes. Cuando un petimetre (del francés, petit maître, pequeño maestro) habla de evitar las reformas ideológicas está negando la esencia y el valor de la constitución y la democracia.

 

 

Toda constitución es ideología, en cuanto ofrece ideas y propuestas políticas de alcance a una sociedad que mira al futuro. La de 1978 era claramente ideológica. Que se alcanzaran acuerdos políticos consensuados no oculta que el éxito del texto en su época fue su ideología antifranquista y la propuesta política de progreso que trasladó a la sociedad. En 1978 la Constitución promete al pueblo un país donde la religión va a estar separada del Estado, donde florecerán derechos políticos prohibidos hasta ese momento y donde los territorios que integran España iban a tener por fin un sistema de autogobierno. No soy capaz de imaginar nada más ideológico que eso.

 

Ciertamente, el camino seguido desde entonces asentó muchas de esas conquistas y otras muchas las frustró. Pero, con sus limitaciones, inicialmente era un proyecto entusiasta de mejora social. Nuestro actual problema constitucional no tiene que ver con los detalles técnicos del viejo texto de 1978. Tiene que ver con que ha perdido la capacidad de ilusionar a la ciudadanía y seguir mostrando un ilusionante horizonte colectivo de progreso.

 

Nuestro actual problema constitucional no tiene que ver con los detalles técnicos del viejo texto de 1978. Tiene que ver con que ha perdido la capacidad de ilusionar a la ciudadanía

 

Incluso si aceptamos la tesis de que el modelo constitucional vigente puede ser válido incluyendo algunas reformas, la actualización que necesita nuestra Carta Magna pasa por volver a reflejar el futuro al que aspiramos. Por eso, estas propuestas aristocráticas y conservadoras elaboradas mirando a la España de hace 45 años son una mierda.

 

El desafío es crear consensos cargados de esperanza. Y eso solo es posible desde la conciencia social. Cualquier reforma constitucional que renueve la legitimidad del texto tiene que basarse en aquello que, como sociedad, queremos alcanzar. No se trata de mirar a las instituciones sino a las personas, los derechos, los valores.

 

Una pata de cualquier reforma capaz de volver a legitimar nuestro maltrecho texto debe estar, sin duda, en la protección de los colectivos vulnerables a través de la igualdad. Una Constitución del siglo XXI tiene que reflejar el estallido feminista, con toda su transversalidad y realzar el valor enorme de la diversidad. En nuestro país hay suficiente consenso para introducir en el texto el respeto a las orientaciones sexuales y a la diversidad racial y cultural, valores esenciales de un país con futuro. El laicismo es otra forma de igualdad sobre la que pueden crearse consensos, igual que los habría en aplicar la ley a todos por igual, incluyendo al monarca.

 

La otra pata tienen que ser los derechos sociales. La profundización del Estado social permite hablar de convertir en fundamentales los derechos a la sanidad gratuita, las pensiones, las prestaciones sociales, la vivienda... Una nueva tanda de derechos que conviertan la Constitución otra vez en el instrumento de cambio que fue cuando se aprobó.

Por más que algunos jóvenes señoros se empeñen, la idea no es volver a 1978 y a una España gris y meapilas, sino copiar las claves del relativo éxito de entonces.

 

Por supuesto que se quedarán cosas fuera. Por supuesto que habrá que luchar por cada cambio y el resultado incluirá visiones de todas las fuerzas democráticas. Pero el único futuro de la Constitución es volver a ser lo que fue: un arma cargada de futuro.

A ver si esta vez lo hacemos mejor y conseguimos que las élites no le quiten al pueblo su Constitución.

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