ZUMBIDOS
BALTASAR
GARZÓN
Un zumbido es un sonido
continuado y bronco, según la RAE. En ocasiones, se instala en el interior del
oído, como un rumor pegado al cerebro que puede acabar convertido en fragor
invalidante, obnubilando el pensamiento. Existen, eso sí, seres humanos capaces
de elevarse por encima de ese murmullo constante y hacer caso omiso, como si no
existiera. Son personas de especial resistencia al alboroto, de ideas firmes o,
al menos, capaces de discernir los sonidos importantes de la batahola.
Otros, menos afortunados, al no disponer de un criterio claro, se ven contaminados por la alharaca reinante y flaquean en sus convicciones o se ven sumidos en un pozo de ideas muchas veces manipuladas, contradictorias o sin sentido, a pesar de que puedan ir en su contra. El retumbar incesante les dificulta alcanzar el estadio de reflexión, necesario para discernir lo güero de lo sazonado, lo verdadero de lo falso, lo sincero y coherente, de lo artificial e inconsistente.
También es cierto que algunos son
especialmente proclives, gracias a su falta de madurez y ausencia de análisis,
a dejarse contaminar por la maledicencia, la prédica y el adoctrinamiento. Son
estos quienes se convierten en campo de cultivo propicio para las ideologías
extremas y las políticas corrosivas que, sin aportar nada, corrompen y
deterioran la convivencia. Comentarios que no deberían pasar de charla
insustancial de café, crecen y se transforman en verdades incontestables a
través de las arengas de algunos comunicadores mediáticos, que imparten su
doctrina y marcan la senda de responsables políticos sin discernimiento. Y es
sabido que, repitiendo machaconamente una mentira, esta consigue traspasar la
frontera de lo real, para aposentarse en el imaginario común como si lo que pregona
siempre hubiera estado allí y fuera irrebatible.
El bucle
Como digo, en esta migración de
lo falso a lo certero, los medios de comunicación tienen un papel importante.
Bien sea para combatir la calumnia o, por el contrario, para afianzarla. Así el
zumbido pasa a ser un sonido continuado de base, que acaba por no distinguirse
de los ruidos habituales, o, incluso, los anula a todos hasta hacerse
hegemónico.
Esto pasa con la política de
oposición que estamos sufriendo en todos sus ámbitos. Desafortunadamente,
estamos anclados en una especie de bucle en el que el zumbido se ha convertido
en algarabía, y esta ha normalizado el insulto y la descalificación hacia las
personas y las instituciones. Y, lo que es aún peor, que en este escenario ya
pocos se escandalizan de las barbaridades que profieren sus señorías desde los
escaños del Parlamento o en la calle, en las manifestaciones camufladas y
faltosas que promueven, animan y amplifican e incluso se echan de menos. Hay
que gritar, insultar, quemar y golpear muñecos, descalificar a las personas
para que el zumbido nos absorba a todos.
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En este contexto, las llamadas a
la prudencia y a la calma, la apelación a la razón y a la reflexión, no tienen
lugar. Poco importa que el presidente de Gobierno apele a la pedagogía o a la
didáctica, lo relevante es que la gente perciba que “le mojas la oreja” al
otro; que el titular sea más escandaloso; que la mentira sea más grande porque
así resulta más creíble. Mientras tanto, las bombas siguen cayendo sobre Gaza;
la Fiscalía de la Corte Penal Internacional no hace nada; el Consejo General
del Poder Judicial sigue sin renovarse; el extremismo, cada vez menos
disimulado, se instala en nuestro devenir diario y es asimilado sin mayor pudor
ya sea en el mundo de la justicia, en el de la política o en el de la
convivencia diaria.
Ambiciones
Por el camino, muchos de los
autodenominados líderes olvidan o aparcan el objeto real de la política, que no
es otro que lograr el bienestar de la sociedad. Eso, en el caso de que alguna
vez lo hayan tenido presente. Lo hemos vivido la semana pasada durante el tenso
pleno del Congreso de los Diputados, celebrado, a causa de unas obras, en la
sede del Senado. Se trataba de convalidar tres decretos ley cuyo contenido era
de primordial necesidad para los ciudadanos. Uno aspiraría a presenciar un
debate sosegado o agrio, pero de profundidad, ante la envergadura de los temas
a los que se referían. Sin embargo, lo que vimos fueron actitudes y
declaraciones cuanto menos decepcionantes. El hecho de que un partido nacido de
un movimiento progresista se alineara con la derecha y la ultraderecha para
tumbar medidas que beneficiaban a personas en situación vulnerable es un
desastre. Debo reconocer que, a pesar de las excusas y explicaciones, me cuesta
digerir eso que en política llaman sapos. Expresión que, por cierto, nunca me
ha gustado, por el desprecio que supone hacia un ser de la naturaleza que hace
mucho menos daño que algunos especímenes de la raza humana.
Me queda la sospecha amarga de
que se pueden haber cruzado ciertas frustraciones o ambiciones fracasadas de
algunos políticos sobre la realidad lacerante de millares de administrados.
Verdaderamente, deseo estar equivocado y que exista una explicación solvente
que, desde luego, no se ha dado.
Intereses
El caso de Alberto Núñez Feijóo,
líder del PP y máximo exponente de la derecha por el momento, merece
tratamiento aparte. Feijóo estuvo al frente de la Xunta de Galicia desde 2009
hasta el 2022, por lo que se entiende que ha debido conocer a fondo los
entresijos de lo que supone estar en estas labores. Pero, como si de un novato
se tratara, tras concluir el pleno y con la victoria parcial —pero victoria—
del Gobierno, el jefe de la oposición, sin duda decepcionado al ver que el
ejecutivo no había mordido el polvo, aseguró que si hubiera sabido que la
política era esto, nunca habría decidido ser político.
La falta de diálogo incita a la
confusión, que es una herramienta idónea para alcanzar otros fines más
inconfesables. Y, mientras tanto, a nosotros, el zumbido nos lleva a obviar lo
que deberíamos hacer y no hacemos
Parecería conmovedora la
inocencia de este representante electo del pueblo de no ser porque lleva en
política desde 1991, con lo que tiene una mochila de conocimientos y argucias
muy completa. Si su finalidad es llegar a la Moncloa, y ello me parece legítimo,
hará lo que sea preciso para conseguirlo, pero no debería olvidar el señor
Feijóo que la política es también un servicio público y quienes la ejercen son,
así mismo, servidores públicos y no pueden hacer lo que se les antoje. Incluso
aquí, las acciones políticas tienen un límite. A riesgo de ser cansino,
recordaré, por segunda vez en este artículo, el caso del Consejo General del
Poder Judicial, y la negativa reiterada, incumpliendo la Constitución, a su
renovación por parte del o de los líderes populares. He sido juez durante una
gran parte de mi vida, y llevo el concepto de servicio público impreso en mi
mente, de una forma indeleble. Por eso, me molesta hasta unos límites
insoportables que se manipule a las personas desde la tribuna de la política o
de la justicia por los que participan de aquella con la colaboración
imprescindible de algunos actores del propio órgano de gobierno de los jueces y
de algunas asociaciones judiciales que tan solo quieren el control, este sí,
verdadero y total, de la judicatura a cualquier precio, aunque sea
profundizando en el desprestigio del poder judicial.
No entiendo por qué se tiene que
acudir a un mediador, titular de una alta responsabilidad en la Unión Europea,
para solucionar un tema interno como el del CGPJ español, ni lo que se pretende
con ello, más allá del desprestigio y la incompetencia de quienes tienen la
obligación de resolver esta cuestión, ni que, en esa dinámica, medren o estén
de acuerdo las asociaciones que apoyan esta iniciativa a la vez que contribuyen
a la banalización de ese órgano y del propio poder judicial y sus
administradores. A estas alturas, los únicos que mantienen la dignidad son los
titulares de ese poder, que son los ciudadanos, porque, los demás, unos por
acción y otros por omisión, están contribuyendo a su destrucción.
Lo que intento transmitir es el
valor que en una sociedad estructurada tiene la palabra dada, la importancia de
cumplir en cualquiera de las facetas de la vida con lo asumido, la frustración
por el incumplimiento o la pérdida de confianza en el discurso cuando se basa
en argumentos vacíos. En definitiva, de la solvencia o falta de la misma de
quienes nos representan desde la función pública en nuestra democracia, cuya
calidad dependerá de cómo sean unos y otros.
La confusión
En algunos colectivos animales,
los zumbidos dicen mucho de su forma de vida y de sus intenciones. Las abejas
son animales muy sociables. Sus diferentes tipos de zumbidos sirven, por
ejemplo, para señalar una amenaza. Es un mecanismo de supervivencia que
coordina los comportamientos de todos los individuos de la colmena. Las avispas
son más agresivas y su modo de ser no es tan afable entre ellas porque tienen
que sobrevivir y cazar diferentes insectos para poder alimentarse; por este
motivo, son más ariscas y tienen un mayor instinto de competitividad. Algunos
políticos y quienes desde la justicia se prestan a la utilización, podrían
identificarse con unas o con otras, pero la diferencia entre el primer ámbito y
el segundo es que el zumbido en el Congreso o el Senado, en un órgano judicial
o fiscal, en una asociación determinada de estas dos categorías no es para
anunciar peligros o protegerse sino para expandir la contaminación, a través de
medios de comunicación afines, que marcan la pauta o sirven de caja de
resonancia entre quienes son los verdaderos titulares de esas altas instancias,
en su perjuicio.
De esta manera, los discursos
vacíos de contenido se convierten en veneno que acaba con el sentido común. El
premio Nobel José Saramago ya expresó sus dudas, personalizadas en sus propias
palabras: “… me amarga la boca la certeza de que unas cuantas cosas sensatas
que he podido decir durante la vida no habrán tenido, a fin de cuentas, ninguna
importancia. Y ¿por qué habrían de tenerla? ¿Qué significado tiene el zumbido
de las abejas en el interior de la colmena? ¿Les sirve para comunicarse unas
con las otras?”
Esa es, a fin de cuentas, la
pregunta. Pero dudo que interese responderla. La falta de diálogo incita a la
confusión, que es una herramienta idónea para alcanzar otros fines más
inconfesables. Y, mientras tanto, a nosotros, el zumbido nos lleva a obviar lo
que deberíamos hacer y no hacemos: plantar cara a estos políticos
irresponsables, denunciar a quienes son cómplices de ese ataque sistemático contra
la democracia y recordarles que trabajan para nosotros, algo que parece no han
tenido nunca presente.
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Baltasar Garzón es jurista y
autor, entre otros libros, del ensayo 'Los disfraces del fascismo' (Planeta).
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