BOMBARDEOS COMPASIVOS
Suministramos
las bombas, pero nos compadecemos de las víctimas que causan. Y luego nos
sorprende que el Sur global considere hipócrita a Occidente.
MARCO
D'ERAMO
Palestinos inspeccionan
el lugar de un ataque aéreo israelí contra la casa de la familia Harb, en
Rafah, el 12 de diciembre de 2023. Muchos miembros de la familia murieron en el
ataque. MOHAMMED ZAANOUN/ ACTIVESTILLS
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Desde hace tres meses desayuno por las mañanas entre los escombros. Sorbo mi café con leche entre los gemidos de los heridos que salen de la televisión. En la cena, el tenedor lleno de verduras es ingerido junto a los niños despedazados por las bombas. Mujeres que gritan su desesperación me acompañan mientras pelo la manzana. Uno se pregunta si todos estos horrores no nos estarán engordando demasiado. ¡Sin darnos cuenta, todos nos hemos convertido en discípulos del chevalier de Dolmancé, el maestro de ceremonias al que Sade hace presidir la educación inmoral de Justine, cuando cierra La philosophie dans le boudoir (1795) con estas palabras inmortales: «Voilà une bonne journée! Je ne mange jamais mieux, je ne dors jamais plus en paix que quand je me suis suffisamment souillé dans le jour de ce que les sots appellent des crimes» [¡Ha sido realmente una jornada excelente! Jamás como mejor, jamás duermo con mayor paz que cuando me he refocilado lo suficiente durante el día en lo que los lerdos llaman crímenes].
Nos estamos
acostumbrando a la bestialidad cotidiana. Luego nos preguntamos cómo los
alemanes podían ignorar el genocidio que se perpetraba, a su alrededor. Nos
deleitamos con el genocidio a temperatura ambiente. Nosotros, los inflexibles
guardianes de los «valores de Occidente», los implacables defensores del
«derecho internacional» que creamos «tribunales internacionales» para juzgar
los «crímenes de guerra» (pero sólo de nuestros adversarios). Nos compadecemos
realmente de «las víctimas civiles», lamentamos realmente las «muertes de
inocentes». Nos apesadumbramos por los hospitales arrasados. Nos sentimos
realmente apenados por esos desarrapados sin futuro, que asaltan los pocos
camiones que llegan hasta ellos. Nos afligen las decenas de periodistas
acribillados. Pero la «catástrofe humanitaria» no nos impide dormir por las
noches, aunque la situación «se deteriore día a día».
Cuando las
meditabundas reuniones de las potencias mundiales se inclinan comprensivamente
«ante el desastre humanitario» de Gaza, reproducen como clones las cumbres
sobre la salvaguardia medioambiental
La «catástrofe
humanitaria» recuerda a la «emergencia climática». La desesperada impotencia de
los trabajadores de la ONU y de las ONG entre los escombros de la Franja de
Gaza no puede sino recordarnos a la de los activistas medioambientales
empeñados en limpiar litorales interminables convertidos en inmensos cubos de
basura repletos de plástico, unos y otros dispuestos a vaciar el océano con una
cucharilla, incapaces de aliviar lo que, en cambio, querrían y deberían en
realidad sanar. Simétricamente, cuando las meditabundas reuniones de las
potencias mundiales se inclinan comprensivamente «ante el desastre humanitario»
de Gaza, reproducen como clones las cumbres sobre la salvaguardia
medioambiental. Del mismo modo que la voluntad de los gobiernos de reducir las
emisiones de CO2 se expresa mediante la organización de cónclaves en las
capitales de los mayores potentados petroleros del mundo a los que asisten
2.456 lobistas de las compañías de combustibles fósiles y al igual que los presidentes
de las mayores compañías petroleras son llamados a presidir estas cumbres
medioambientales, idénticamente en el caso de Gaza es el presidente de la
potencia que el día de hoy ha organizado el consabido puente aéreo para enviar
ilimitadamente armas a Israel quien pide a este país que actúe con moderación y
no efectúe «bombardeos indiscriminados», todo ello en un contexto en el que,
según la CNN, al menos 22.000 de las 29.000 bombas (guiadas o no) lanzadas
sobre Gaza hasta el pasado 13 de diciembre han sido suministradas por Estados
Unidos.
Asistimos en este
caso a un «bombardeo compasivo», o parafraseando el «greenwashing» con el que
ahora nos machacan todos los días en la televisión, a un «goodwashing».
Suministramos las bombas, pero nos compadecemos de las víctimas que causan. Y
luego nos sorprende que el Sur global considere hipócrita a Occidente. La
hipocresía reside en los motivos declarados de Israel y sus partidarios. De
hecho, sería menos grave que el gobierno israelí y Washington afirmaran que
Israel tiene derecho a vengarse por el atroz ataque terrorista que ha sufrido.
En parte porque desear vengarse tiene una antigua aunque poco gloriosa
tradición, consagrada en la propia Biblia: «Ojo por ojo, diente por diente» y,
podríamos añadir en este caso, «niño por niño». Y en parte porque la venganza
define sus propios límites como tal: por definición, debe ser proporcional a la
ofensa sufrida. Ahora, por el contrario, el ratio de esta arroja una proporción
de casi veinte palestinos muertos por cada israelí muerto. Pero cuando se
proclama que el objetivo no es la venganza, sino el derecho a la defensa,
entonces se elude el problema de la magnitud, de la medida: se puede seguir
matando ad libitum, porque Israel tan solo se está «defendiendo» con vehículos
blindados y una total superioridad aérea frente a un enemigo que no dispone en
absoluto de armamento pesado.
El problema radica
en que hoy resulta imposible afirmar públicamente que una colectividad quiere
vengarse. La venganza constituye el motor narrativo de una serie interminable
de películas de acción (el pacífico ciudadano que se transforma en un feroz
verdugo para vengar la masacre de su familia, de su amada esposa y de su prole
inocente). Pero fuera de la gran y de la pequeña pantalla, la venganza se ha
convertido en un sentimiento reprobable, literalmente indecible, reprimido en
el discurso público. La cancelación inconsciente está en la raíz de lo que el
sociólogo Pierre Bourdieu llama denegación. La denegación se ejerce, cuando las
acciones sólo pueden realizarse si nos negamos a nosotros mismos que las
estamos realizando. La negación puede ejercerse en campos relativamente
inocentes como el mercado del arte: el artista sólo puede obtener recompensa
económica por su obra, si cree sinceramente que está operando en nombre del
desinterés gratuito del arte. Pero otros campos son mucho menos inocentes. El
SS que vigila el lager de Auschwitz no puede hacer bien su trabajo, si cree que
es una mierda humana que está exterminando inocentes. Dicho de otro modo:
incluso el SS debe ser capaz de mirarse al espejo por la mañana mientras se
afeita. Expresado en términos más amables: para ser realmente un buen
carcelero, hay que haber asimilado y compartido la crítica foucaultiana de los
sistemas disciplinarios.
Una mentira es
eficaz, si se toma como verdadera. La hipocresía es útil siempre y cuando no
parezca hipócrita
Mi larga
experiencia de contacto con dirigentes políticos, por mucho que haya sido
esporádica y superficial, me permite decir que la hipótesis del cinismo (es
decir, que los políticos son unos cínicos que mienten sabiendo que mienten) es
a menudo demasiado laudatoria, les otorga un crédito excesivo: casi siempre los
políticos acaban creyéndose la bullshit que cuentan. Por otra parte, en muchas
situaciones engañarse a uno mismo es la única manera de no salir realmente
destruido. Se trata de ese estadio en el que el hipócrita se miente a sí mismo
hasta tal punto que ya no es consciente de su propia hipocresía. Realmente cree
que posee las virtudes que finge tener, que defiende los valores que pisotea.
Vemos aquí que la hipocresía es un comportamiento ineludible en muchas
situaciones, porque nos permite reconciliarnos con lo cancelado
inconscientemente y vivir con esa parte de nosotros mismos que no nos gusta,
pero de la que no podemos prescindir. Y lo que vale en el ámbito personal, vale
en el terreno de los valores, de la ideología, de lo que es socialmente decible
y de lo que se convierte en impronunciable. La hipocresía se hace más
necesaria, cuando tiene que justificarse ante la opinión pública. De hecho,
puede decirse que el crecimiento del uso de la hipocresía es un fruto, un
resultado de la formación de la opinión pública. Por eso la hipocresía se ha
convertido en una herramienta indispensable en la política. Por eso, aunque la
acusación de hipocresía de los poderosos es antigua y casi manierista, el
término «hipocresía» aplicado a la política ha sido poco estudiado,
circunscribiéndose a una condena moral y por ende a un criterio ajeno a la propia
política. Tal vez haya llegado el momento de profundizar con más determinación
en este término..
Aunque la
definición lapidaria de La Rochefoucauld («L'hypocrisie est un hommage que le
vice rend à la vertu» [La hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la
virtud]) es más pertinente y convincente, comencemos por la más convencional
que da el diccionario de la Real Academia Española: «Fingimiento de cualidades
o sentimientos contarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan». El
hipócrita no es, pues, un mentiroso genérico, ni un simple embustero. Los
estafadores mienten, pero no son hipócritas. El Príncipe, tal y como lo
describe Maquiavelo, miente todo el tiempo, pero no es un hipócrita. El espía
que para recabar información finge no entender chino, disimula, pero no es un
hipócrita (técnicamente la hipocresía es una subespecie de la simulación: se
simula lo que no se es, se disimula lo que se es). Hipócrita es quien realiza
actos inmorales pretendiendo defender la virtud, quien en nombre de la paz
desata guerras, quien se erige en paladín de la democracia en el momento mismo
en que la socava.
La expresión más
lograda, más sarcástica, de esta actitud nos la ofrece A Modest Proposal, de
Jonathan Swift: la continuación del título abre a un horizonte de reformas
virtuosas: For preventing the children of poor people in Ireland, from being a
burden on their parents or country, and for making them beneficial to the
public [Para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus
padres o para el país, y para que sean beneficiosos para la ciudadanía]. Su
propuesta encuentra «un método justo, barato y fácil de convertir a estos niños
en miembros sanos y útiles de la Commonwealth»; este método tiene la gran
ventaja «de que evitará esos abortos voluntarios y esa horrible práctica de las
mujeres de asesinar a sus hijos bastardos, ¡ay! demasiado frecuente entre
nosotros, sacrificando a los pobres bebés inocentes». Swift enuncia seriamente
otras ventajas: su propuesta otorgaría «un gran aliciente al matrimonio, que
todas las naciones sabias han fomentado mediante recompensas o impuesto
mediante leyes y castigos. Aumentaría el cuidado y la ternura de las madres
hacia sus hijos, dado que les garantizaría una solución de por vida para los pobres
bebés» y «disminuiría consistentemente el número de papistas» además de
restablecer las cuentas nacionales y la balanza comercial. Que la propuesta de
Swift consista en vender los niños de un año como lechones o corderos para ser
cocinados (en varias recetas) se convierte sólo en un detalle técnico, en una
cuestión de viabilidad práctica. Por último, Swift nos asegura que lanza esta
propuesta no por interés propio, ya que sus hijos hace tiempo que superaron el
año de edad.
El humor negro de
Swift no es un fin en sí mismo. Nos dice que lo que llamamos hipocresía no debe
juzgarse con criterios morales, porque es precisamente así como la hipocresía
desea ser entendida y juzgada, en el terreno de la ética. Y los estudios dedicados
al tema, por ejemplo Political Hypocrisy (2008) de David Runciman, o The
Virtues of Mendacity: On lying in Politics (2010) de Martin Jay, discuten si la
hipocresía es buena o mala o en qué casos es buena y en cuáles es mala. La
modesta propuesta implica, en cambio, que la hipocresía debe juzgarse por su
éxito o su fracaso. ¿Y en qué consiste el éxito del comportamiento hipócrita?
En conseguir que no se revele como tal. Una mentira es eficaz, si se toma como
verdadera. La hipocresía es útil siempre y cuando no parezca hipócrita.
Aquí reside la
utilidad de la «buena hipocresía»: que debe ofrecer una apariencia de
verosimilitud. Como en la relación entre dos personas que se detestan, pero que
en público se comportan como si se estimaran y se gustasen. La ficción se
sostiene siempre que esté bien representada. Por otra parte, esta ficción
aligera el ambiente y hace más vivible la interacción social: mejor una buena
dosis de hipocresía que un mundo en el que la gente empieza a pegarse nada más
que siente aborrecimiento por el prójimo. Cuando una tiranía pretende ser
humana, no engaña a nadie si es ferozmente despótica: la pretensión de
humanidad debe ir acompañada al menos de una pizca de humanidad.
IV.
En este sentido, la
hipocresía es un factor de civililidad (ésta es la conclusión de Martin Jay).
La afirmación de que basta con que un régimen sea electivo para que se
convierta automáticamente en democrático es claramente hipócrita. Como se
desprende del relato de James Madison sobre los trabajos de redacción de la
Constitución americana, los padres fundadores de Estados Unidos querían
efectivamente establecer una república, pero en absoluto una democracia
(recuérdese que durante gran parte del siglo XIX la palabra «democracia» tenía
las mismas connotaciones subversivas y criminales que tiene hoy el término
«terrorismo»). No basta con que una república sea electiva para que sea el
pueblo el que detente el poder. Es una evidencia que salta a los ojos de todo
el mundo: no hay más que echar un vistazo los estatutos de los bancos centrales
a los que se garantiza la más estricta autonomía e «independencia» del poder
político, es decir, del voto popular. Así pues, en estas repúblicas
parlamentarias (o presidenciales) el pueblo tiene teóricamente el poder sobre
todo excepto sobre las decisiones económicas más importantes, que son tomadas
por un órgano «independiente» y «autónomo».
En realidad, el
régimen electoral, con sus alternancias, constituye simplemente una limitación
de armamentos en la lucha política: garantiza que quien pierda la contienda no
acabe siendo arrojado al océano desde un avión (como hicieron los militares
sudamericanos durante la década de 1970), o que el adversario no sea encerrado
en la cárcel, sus bienes confiscados y su familia vendida como esclava, como ha
ocurrido durante milenios en tantas sociedades humanas. De ahí el gran mérito
de las repúblicas representativas: nos hacen abandonar el Estado hobbesiano.
Nadie puede subestimar este hecho, sobre todo si ha sufrido encarcelamiento o
persecución a causa de su disidencia.
El problema es que
el tratado de limitación de armamentos sólo permanece en vigor mientras la
lucha política se limite al enfrentamiento entre las distintas facciones del
mismo bloque social dominante, mientras no se cuestione el dominio de ese
bloque social. En cuanto se pone en peligro su poder, el tratado de limitación
de armamentos (resultado de la votación «democrática») deja de aplicarse. Por
eso se encerró a opositores en estadios en Chile o se les hizo desaparecer en Argentina,
Uruguay y Brasil. La hipocresía del modelo «democrático» sale a la luz cuando
su ficción, esto es, que «es el pueblo quien gobierna», no se sostiene. De
hecho, se acusa de «socavar la democracia» a quienes no refrendan el tratado de
limitación de armamentos políticos y, al mismo tiempo, el compromiso de
garantizar la permanencia en el poder del mismo bloque social dominante.
El mismo
razonamiento puede aplicarse a la expresión «imperialismo humanitario». Para
ser convincente debe proporcionar al menos algún tipo de ayuda, aliviar alguna
penuria, del mismo modo que la república electiva debe conceder al «pueblo» una
esfera, por estrecha, secundaria e irrelevante que sea, en el que realmente es
capaz de decidir. Pero en el caso del «imperialismo» se añade una complicación
ulterior para la hipocresía «humanitaria». Y es que esta «narrativa» (el
término ya muestra su lado fabulador) debe ser convincente para dos públicos
diferentes. En palabras de Erwin Goffmann, este discurso tiene que persuadir a
dos audiencias distintas: uno es el público de los imperialistas
(persuadiéndoles así de que merece la pena invertir recursos, dinero y poder en
esta misión «imperial humanitaria»); el otro es el público de los súbditos del
imperio, que deben ser convencidos de que el poder al que están sometidos es el
mejor de todos los imperios posibles, el más humano, el que más alivia la
pobreza y el sufrimiento.
En algunos casos,
estas dos representaciones son incompatibles. Cuando a finales del siglo XIX
Gladstone hablaba de «imperialismo liberal» (el progenitor del «imperialismo
humanitario»), sonaba convincente a los oídos británicos, porque les hacía
sentirse bien, orgullosos de soportar la inmensa carga de civilizar a unos
súbditos ingratos, como expresaba el estremecimiento desasosegado de Rudyard
Kipling en su poema The Burden of the White Man [La carga del hombre blanco]
publicado en 1899. Ciertamente todo ello no convenció a los indios y otros
pueblos colonizados, que eran exterminados por las hambrunas artificiales
inducidas por el colonialismo, magníficamente presentadas por Mike Davis.
Quizá hoy los
occidentales, y no sólo los alemanes, deberían empezar a preguntarse por qué
demonios, casi ochenta años después, son los palestinos quienes tienen que
pagar por los crímenes de Hitler
En otros casos, la
ficción de que el imperio gestionaba el poder en beneficio de los países
subalternos resulta más convincente, al menos durante un tiempo. Después de la
Segunda Guerra Mundial y durante toda la Guerra Fría, Estados Unidos garantizó
una prosperidad sin precedentes a sus vasallos para asegurarse su lealtad y
evitar deserciones. De hecho, hicieron todo lo posible para que las marcas
fronterizas del imperio (Corea del Sur, Alemania, Japón, Italia) experimentaran
un auténtico milagro económico. Se llegó incluso a teorizar la estrategia de
las «success stories at the borders» [historias de éxito en las fronteras].
Pero en cuanto terminó la Guerra Fría, esta narrativa empezó a resquebrajarse.
Hace más de treinta años que los PIB de Japón e Italia no crecen en términos
reales ni una décima, mientras el rostro hosco del imperio ha empezado a
mostrarse a través del chantaje de la deuda, del uso de sanciones y del recurso
cada vez más frecuente y cada vez más inmediato a las armas.
V.
Resulta obvio que
la narración del Estado de Israel se dirige también a públicos claramente
distintos. Esta narración nunca se ha dirigido a los palestinos, quienes, et
pour cause, la han rechazado por siempre y jamás teniendo en mente la Nakba de
1948 y la matanza de a Sabra y Shatila en 1982, las guerras de 1967 y 1973 y
las dos Intifadas hasta llegar al día de hoy.
Un segundo público
es el del G7: es decir, incluye a toda esa parte de la humanidad implicada, de
un modo u otro, en la Shoah. Es el público que durante las décadas de 1950 y
1960 admiraba la vocación socialista de los kibutz. El caso más ejemplar es el
de Alemania, donde la interiorización de la culpabilidad hitleriana condujo,
como escribe Moshe Zimmermann, a la paradoja de que el Holocausto se
convirtiera en una eficaz herramienta de relaciones públicas para los alemanes:
Los alemanes
descubrieron otra sorprendente ventaja de relacionarse con el Holocausto como
parte de su presente en proceso evolución: la intensa labor de memoria y arrepentimiento
y la omnipresencia del recuerdo del Holocausto (por ejemplo, las Stolpersteine,
esto es, las piedras conmemorativas del judeocidio del artista alemán Gunter
Demnig, o la conmemoración de la Kristallnacht el 9 de noviembre de cada año)
son interpretadas por los observadores de esta sociedad como claros signos de
fortaleza, respetabilidad y honestidad. Incluso en China existe una admiración
generalizada por Alemania por mor de su política de “superación del pasado” y
reconciliación con las víctimas históricas de los alemanes, los judíos. Los
chinos desean, pues, que Japón se comporte del mismo modo con China, Corea o
cualquier otra víctima de la beligerancia japonesa exhibida durante la primera
mitad del siglo XX. En otras palabras, por paradójico que parezca, el
Holocausto es en la actualidad un instrumento de buenas relaciones públicas
para los alemanes.
1
El tercer público
son los propios israelíes y la diáspora, en particular la estadounidense, que
es la mayor y la más poderosa. Aquí, la narración del Holocausto tiene otro
objetivo: «La aceptación de la conexión monocausal entre antisemitismo y
Holocausto no sólo respalda el argumento de que las críticas a las políticas
israelíes deben categorizarse automáticamente como antisemitismo, sino que el
resultado de esas críticas está predestinado a reeditar la perpetración de otro
Holocausto» (Zimmermann).
La crisis actual no
hace más que exponer la hipocresía subyacentes a tales narraciones. En cierto
modo, esta hipocresía se está desvelando, porque ha dejado de ser
suficientemente hipócrita, porque detrás del derecho a la defensa ha mostrado
el despiadado derecho a la venganza infinita. Los palestinos recordarán durante
siglos el intento en curso de cancelación de la faz de la tierra de todo un
pueblo. Tanto para los judíos de la diáspora como para los israelíes será
difícil de ahora en delante considerarse a sí mismos como descendientes de los
«justos»: recuerdo lo mucho que me conmovió la novela de André Schwarz-Bart El
último de los justos (1959) (tanto más dado que mi madre había estado internada
en Dachau), pero hoy, precisamente cuando la ferocidad del ataque de Hamás
podría volver a justificar el uso del Holocausto del que habla Zimmermann, la
sanguinaria reacción israelí ha puesto en entredicho la legitimidad de este
tipo de defensa de Israel. Los alemanes se ven obligados a preguntarse si la
tesis, enunciada por Angela Merkel, de que la existencia de Israel constituye
la Staatraison [razón de Estado] del Estado federal alemán, sigue sosteniéndose
bajo las bombas de Gaza. Y quizá hoy los occidentales, y no sólo los alemanes,
deberían empezar a preguntarse por qué demonios, casi ochenta años después, son
los palestinos quienes tienen que pagar por los crímenes de Hitler.
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