ARABIA SAUDÍ, NADAL Y EL FUTURO
QUE NOS ESPERA
JUAN
TORTOSA
El tenista español
Rafael Nadal, tras caer eliminado en cuartos en el reciente torneo de Brisbane
(Australia). REUTERS/Jordan Thompson Jono Searle/AAP
Allá Rafael Nadal con lo que ha hecho al aceptar ser nombrado embajador de la Federación Saudí de Tenis. Cada cual es dueño de convertirse en juguete roto de la manera que más le guste. Los juguetes rotos no son solo aquellos a quienes abandona la fortuna, sino también aquellos que deciden tirar voluntariamente su prestigio a la papelera. Les compensará, seguro; si no, no lo harían. Aún así, cuesta trabajo entender esa predisposición a doblegarse ante el dinero de tanto deportista de élite con suficientes ahorros ya en sus cuentas corrientes antes de los cuarenta años como para poder vivir varias vidas y hacerlo de manera regalada. Quieren más, ellos sabrán por qué y para qué. A mí me preocupa la Luna, no el dedo que la señala.
Y la Luna es la
intolerante Arabia Saudí y sus tentáculos acaparando poder en medio mundo y
comprando voluntades sin parar. La Arabia a la que rinde pleitesía Nadal es la
misma que ha intentado entrar en Telefónica por las bravas, la misma que ha
comprometido inversiones por 45.000 millones de dólares en el mayor fondo de
inversión en tecnología del mundo, llamado SoftBank Vision Fund; también la
misma que está colocando 20.000 millones de dólares en Blackstone, el segundo
fondo buitre que más compras de vivienda hizo en Europa. Sus largos brazos
llegan también, cómo no, hasta los dominios de Putin, donde el fondo soberano
Rusia Direct Investment Fund, creado por Moscú en 2011 para invertir en
sectores en crecimiento, cuenta ya con varios miles de millones saudíes. El que
pueda entender, que entienda.
Aunque lo de Rafael
Nadal nos haya tocado la fibra un poco más, no hay que olvidar que Arabia
Saudí, país donde no existe la libertad de expresión y la discriminación de la
mujer continúa siendo escandalosa, ha conseguido que, a pesar de ello, se
rindan a sus encantos financieros muchos deportistas de distintas disciplinas y
con la vida sobradamente resuelta: Neymar, Cristiano Ronaldo, Benzema... hace
poco el golfista Jon Rahm por más de 500 millones de dólares, lo más granado de
cada deporte, en definitiva. Se rinden las figuras y agachan el lomo
instituciones de distinto calado que trasladan allí sin escrúpulo alguno las
más importantes competiciones: el Dakar, la Fórmula Uno, el boxeo... Por no
hablar de nuestra Supercopa de España. ¿Qué demonios hacemos jugando allí dos
semifinales y una final metidas con calzador en un recargado calendario y en
pleno mes de enero? ¿Qué es eso de una final Madrid-Barça en Riad? ¿Pero nos
hemos vuelto todos definitivamente locos? Parece que sí.
Sucumbir a la
seducción petrolífera de los países del Golfo no puede acabar trayendo nada
bueno en un mundo que lleva siglos peleando por la conquista de derechos
sociales, por la igualdad entre la mujer y el hombre, por la desaparición de
los juicios arbitrarios e injustos, por libertad de expresión, por la abolición
de la pena de muerte. Sabemos que nada de esto se respeta allí, pero nos
dedicamos a mirar para otro lado. Arabia es ahora el caso más flagrante, pero
sin ir mucho más lejos ahí está también Qatar, que ya ha sido sede de un
campeonato mundial de fútbol tras años fichando para sus equipos durante un
tiempo a jugadores como Pep Guardiola, Xavi Hernández o Raúl González. O
comprando clubes europeos como el Paris Saint Germain o el Manchester City.
Que Rafael Nadal
acepte convertirse en embajador del tenis saudí parece haber sido la gota que
ha colmado un vaso en el que este tipo de decisiones se han tratado de manera
condescendiente durante demasiado tiempo. Pobres, se solía comentar, les quedan
pocos años de vida deportiva, tienen derecho a aprovechar la oportunidad. De
acuerdo, tienen derecho a hacer los que les dé la gana, pero nosotros también a
que nos parezca un escándalo infumable. Y a proclamar a los cuatro vientos que
no se puede blanquear el desempeño político de países que se pasan por el forro
el respeto a los derechos humanos.
Sintonizar con los
emiratos del Golfo hay que dejárselo a personajes como el rey emérito, pero que
lo hagan deportistas con quienes hemos vivido inolvidables momentos de gloria
es algo que, al menos a mí, me cuesta bastante asimilar. Me niego a asumir que
el mundo que nos espera puede llegar a estar en manos de quienes ahora se
dedican a comprar la voluntad de personajes famosos, sea en el campo que sea.
"A mí una vez
me ofrecieron una cosa contundente y seria –contó en su día en una entrevista
televisiva el actor argentino Ricardo Darín- a la que dije que no. Era una
película, que después se hizo, que se llamó Hombre en llamas [El fuego de la
venganza, en España], con Denzel Washington. Me ofrecían hacer un
narcotraficante mexicano, porque para los estadounidenses todos los
narcotraficantes son latinoamericanos". "¿Pero sabes el dinero que
podrías haber ganado ahí?", le preguntó el conductor del programa. ¿Y?,
contestó Darín, ¿de qué sirve, para qué? Para vivir mejor, replicó el
periodista. ¿Mejor de lo que yo vivo?, añadió el actor. "Yo me pego dos
duchas calientes por día, me estaba yendo bien en el teatro, estaba trabajando
genial, la gente nos besaba y nos abrazaba en la calle. La ambición te puede
llevar a un lugar muy oscuro, muy desolador además".
Pues eso.
J.T.
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