DOS NOVELAS ANTICOLONIALES Y UNA
EXPOSICIÓN UNIVERSAL
Sobre
‘Huaco retrato’, de la escritora peruana Gabriela Wiener, y ‘La jaula de los
onas’, del argentino Carlos Gamerro
RUBÉN
A. ARRIBAS
Los onas secuestrados por Maurice Maître (izquierda) para un
zoológico humano. / Adolfo Kwasny, Punta Arenas, Chile
Cuando murió su padre, Gabriela heredó dos objetos: el teléfono móvil y un libro. Gracias al primero pudo leer el correo electrónico paterno y descubrir que existía otra familia, clandestina y paralela, desde hacía treinta años; según los mensajes, en algún lugar de Lima, había otra mujer, otra hija y otra casa. Dicho de otro modo: su padre había sido un mentiroso, un bígamo y un impostor. Semejante hallazgo, además de obligarla a reconstruir la historia familiar, le dejó a Gabriela un legado emocional difícil de gestionar.
Por si fuera poco,
el libro que heredó, Perú y Bolivia. Relato de viaje, escrito por su
tatarabuelo Charles Wiener, le sirvió para descubrir una segunda mentira.
Wiener era el gran orgullo familiar, pues no solo ocupaba el lugar del
patriarca autriaco que había dado origen al apellido en Perú, sino que se
hablaba de él como de un Indiana Jones que había aportado unas 4.000 piezas
precolombinas para la Exposición Universal de París (1889) y como un explorador
que había estado a punto de descubrir Machu Picchu. Dado que había escrito su
libro en francés, nadie lo había leído, pues este ni se tradujo ni se editó en
Perú hasta 1996. Luego, cuando estuvo disponible, es de suponer que las casi
900 páginas del volumen resultaron demasiadas para la mayoría.
De hecho, si
alguien hubiera leído el libro, nos cuenta la protagonista de Huaco retrato
(Random House, 2021), difícilmente habría triunfado esta leyenda familiar. Así,
Wiener explica en su dietario que solo estuvo en Perú entre 1876 y 1878, y no
tiene el menor pudor en mostrarse como un racista, un clasista y un
imperialista convencido. La descripción de sus actuaciones como supuesto
arqueólogo tampoco lo dejan en buen lugar: metodológicamente, era un chapucero.
Y más que comerciar con arte, lo que hizo fue saquear y destrozar yacimientos,
cuando no tomar prestadas obras de coleccionistas que no pensaba devolver... En
ese sentido, Wiener fue un excelente ejemplo del llamado racismo científico,
que gozó de total impunidad a finales del siglo XIX.
Charles Wiener se
muestra en su dietario como un racista, un clasista y un imperialista
convencido
Quizá el colmo de
esa pretendida superioridad cultural sea el fragmento donde Wiener explica que
le compró un niño a una chola alcoholizada por un puñado de monedas y que se lo
llevó con él a Europa para civilizarlo... En fin, poco hablamos del tráfico de
seres humanos en la época colonial, en especial de menores de edad. Por eso
mismo, vale tanto el gesto de Gabriela al leer el libro de su tatarabuelo
anclándose en su “identidad marrón, chola y sudaca” que “intenta disimular la
Wiener” que lleva dentro. Es todo un ejercicio de descolonización del mito
familiar.
Sexo de choque y fuga
En Huaco retrato,
la escritora peruana Gabriela Wiener incursiona en la autoficción, algo
novedoso en su trayectoria por cuanto su obra anterior era eminentemente
periodística. Sin embargo, este libro debe ser leído como una novela –así lo ha
subrayado ella en varias entrevistas– donde la protagonista actúa como un
trasunto suyo. Eso sí, resulta complicado entrar en ese juego porque autora y
personaje comparten no solo nombre y apellido, sino también experiencias
vitales tan singulares como una identidad y un cuerpo racializados, una
relación poliamorosa estable o un padre bígamo. En cualquier caso, quede hecho
este disclaimer autoficcional.
De todos modos, lo
anterior no influye gran cosa a la hora de acompañar a la novela en tres
reflexiones al margen de la clave de lectura familiar. Una de ellas es que
Charles Wiener había viajado a América no para zambullirse en otras culturas y
admirarlas, sino para verificar que la europea era superior y que cualquier
otra no pasaba de ser una manifestación más o menos lograda de la barbarie. Por
desgracia, tipos como él fueron grandes impulsores del racismo epistemológico
que acompañó al movimiento colonial, y que pervive hoy en forma de
eurocentrismo.
La segunda
reflexión es que los Wiener peruanos proceden de un hijo bastardo abandonado.
Charles o Karl Wiener –afrancesó su nombre para disimular que era judío– dejó
embarazada a María Rodríguez, una chica viuda de 15 años, que dio a luz a
Carlos; sin embargo, el ilustre aventurero no menciona nada de todo ello en
Perú y Bolivia. Asimismo, según las fechas que él mismo aporta, debió de
acostarse con María y, a continuación, viajar a Bolivia. Fue una relación, como
subraya Gabriela, de “choque y fuga”, nadie sabe si consentida o no. Aunque
Wiener jamás regresó al país ni escribió para preocuparse por su familia
peruana, se convirtió en el héroe del mito familiar, un papel que evidentemente
le correspondía a María, que fue quien sacó adelante al hijo de ambos.
Sin hombres como
Wiener, aquel “Disney del colonialismo”, como llama Gabriela a la Exposición
Universal, no hubiera sido posible
Por último, el
expolio de arte precolombino. Las alrededor de 4.000 piezas con que mercadeó
Wiener contribuyeron decisivamente al éxito de la Expo Universal de París. De
hecho, pese a que la comunidad científica lo consideraba un tipo fraudulento,
el Gobierno francés lo premió dándole la nacionalidad francesa –que tanto
anhelaba– y condecorándolo con la Legión de Honor. Y es que, sin hombres como
Wiener, aquel “Disney del colonialismo”, como lo llama Gabriela, no hubiera
sido posible.
Pese a que hoy
sabemos que aquella Expo fue un delirio racista –baste ver el famoso Jardín de
Aclimatación–, Charles Wiener conserva todavía parte de su prestigio. Es más:
su legado puede visitarse en el Museu du quai Branly (París), que tiene una
colección con su nombre donde no se cuestiona la procedencia o pertenencia de
esos objetos. Por suerte, ahora disponemos también de la novela que ha escrito
su cholísima tataranieta peruana. Ella, Gabriela Wiener, nos recuerda algo que el
eurocentrismo quiere olvidar: existen muchos “museos muy bonitos levantados
sobre cosas muy feas”.
Los zoológicos humanos
Quizá lo menos
obvio de lo mucho que comparten Huaco retrato y La jaula de los onas
(Alfaguara, 2022), del argentino Carlos Gamerro, sea lo más literario de todo:
ambas novelas tienen su origen en un libro de la biblioteca paterna. En el caso
de Gamerro, se trata de La Patagonia trágica (1928), del abogado y escritor
donostiarra José María Borrero, quien denunció el asesinato de indígenas y
obreros por parte de los estancieros de las provincias argentinas de Santa Cruz
y de Tierra del Fuego. Esa lectura, en la década del 80, encendió su interés
por la cuestión.
Gracias al libro de
Borrero, Gamerro tomó contacto con la historia de Kalapakte, el protagonista de
su novela. Este indio ona –selk'nam en su lengua– y otras diez personas de su
comunidad fueron secuestradas en bahía San Felipe por un tal Maurice Maître,
quien vio en ellos una oportunidad de negocio en boga a finales del siglo XIX:
abrir un zoológico humano itinerante. Este emprendedor francobelga pensó que,
si lograba transportar a los onas hasta la Exposición Universal de París y los
exhibía en una jaula, ganaría mucho dinero. Y eso hizo.
Puesto a exotizar
aún más su mercancía, Maître se inventó que los onas eran antropófagos, así que
la única comida que les daba era carne cruda de caballo. Dado que el racismo lo
impregnaba casi todo en aquella sociedad colonial, a mucha gente aquello le
pareció normal y acudió a visitar la jaula. Ya se sabe: un espectáculo es un
espectáculo. A nadie pareció preocuparle tampoco que hubieran muerto dos onas
en el viaje y otros dos dentro de aquella jaula parisina.
Por suerte, entre
tanto idiota racista, apareció gente que creía en la dignidad del ser humano y
denunció aquella aberración. En consecuencia, Maître liberó a los siete onas
cautivos. Seis fueron embarcados rumbo a Tierra del Fuego, pero dos murieron en
ese viaje. Al séptimo, Kalapakte, se le perdió la pista en París y no se tuvo
noticias suyas hasta un año después, cuando reapareció en Montevideo. Allí lo
encontró un hermano salesiano, de los que estaban en las misiones patagónicas,
y se lo llevó a Tierra del Fuego. Todo esto según Borrero.
Fascinado por esta
historia –incluidos sus datos erróneos y mitificaciones–, Gamerro comenzó a
fabular el meollo de La jaula de las onas: ¿qué había hecho Kalapakte ese año
que estuvo solo, si nadie hablaba la lengua de los onas y estos solo hablaban
la suya?
El salvaje sur argentino
Gamerro ha contestado
a esa pregunta a través de una novela que sintetiza las versiones derivadas de
su investigación –cuatro según un artículo que publicó en Clarín– y las
libérrimas hipótesis narrativas que él fue forjando en su imaginación. Y es
que, como aclara al final de la novela, la explicación buena le llegó cuando
llevaba ya varias décadas ficcionando historias –algo alocadas– sobre lo
ocurrido, muy en el estilo de lo que había hecho con Eva Perón o el Che Guevara
en otras novelas.
Por esa razón, no
conviene ingresar en este libro solo con ánimo de conocer la historia de
Kalapakte y los otros onas secuestrados. En realidad, ese es el episodio
inspirador de una narración mucho más abarcadora. Con casi 500 páginas y
escrita con una ambición decimonónica, La jaula de los onas dibuja un fresco
algo licencioso de la transición del siglo XIX al XX en Tierra del Fuego, una
época y un enclave que poco tienen que envidiar al salvaje oeste
estadounidense, pero sobre el que disponemos de menos literatura o cine.
El sur patagónico
también tuvo sus buscadores de oro, sus reverendos, sus viajeros insignes. Por
tener, tuvo su propio exterminio de pueblos indígenas
Sin embargo, como
muestra Gamerro, aquel sur patagónico también tuvo sus buscadores de oro, sus
reverendos, sus viajeros insignes, sus cazadores –de animales, de recompensas,
de personas– o sus capitalistas con ánimo latifundista. Por tener, la Patagonia
tuvo su propio exterminio de pueblos indígenas: ese episodio histórico que unos
llaman Conquista del Desierto (1879-1885), pero otros han rebautizado como
Campaña contra el Indio.
Por eso mismo, si
bien hay partes de la novela que transcurren en París, Groenlandia o Estados
Unidos, estas aportan, sobre todo, contexto histórico para comprender el meollo
del asunto narrativo. A saber: los argentinos no solo descienden de los barcos,
como rezan el dicho popular o la samba de Litto Nebbia –o como dijeron los
expresidentes Mauricio Macri y Alberto Fernández–, sino que también proceden de
los llamados pueblos originarios. Por mucho que la cultura argentina se resista
a otorgarles el peso simbólico que les corresponde en la construcción de la
identidad nacional, la historia es tozuda.
De ahí que resulte
particularmente llamativo el dispositivo novelístico que Gamerro monta para dar
cuenta de un variado crisol de voces y de estilos narrativos. Así, en
diecinueve capítulos, el lector conoce el punto de vista de afrancesados
argentinos de clase alta que estaban en París en 1889, del traficante Maurice
Maître o de misioneros salesianos, pero también el de Rosa Shemiken –hermana de
Kalapakte– o el del antropólogo Franz Boas, contrario al racismo científico que
practicaban los tipos como Charles Wiener. Al mismo tiempo, la narración va
saltando del formato clásico al intercambio epistolar, el diario, la entrevista
o el teatro.
Entre esa pléyade
de voces, destaca la de Karl, un obrero alemán, anarquista y judío que trabaja
en la recién construida Torre Eiffel. A lo largo de la novela, Karl se
autoimpondrá como misión cuidar de Kalapakte –otro anarquista, pero por
naturaleza– y acompañarlo de vuelta a casa, una odisea que durará casi dos
décadas. En los capítulos que protagonizan ambos, Karl fungirá como narrador
testigo y nos relatará las aventuras y desventuras de Kalapakte mientras ambos
se enrolan con el capitán Cook rumbo al polo Norte, apoyan la primera huelga
sindical en Estados Unidos o forman parte de la rebelión obrera contra los
estancieros del sur de Argentina.
Reinvindicación de la cultura ona
Pese a tanto
destino internacional, el momento cumbre acontece en Argentina, cuando
Kalapakte y Karl se integran en la vida de la comunidad ona de la que había
sido secuestrado el primero. Pasado un tiempo, ambos son aceptados como
participantes del hain, el secreto ritual de paso en que los onas jóvenes se
convierten en adultos de pleno derecho. Tal es la complejidad narrativa de este
ceremonial, según afirmó Gamerro en una entrevista, que irradia un nivel de
sofisticación teatral a la altura de una ópera de Wagner o de la La divina comedia.
De hecho, este capítulo 16, con sus casi sesenta páginas, puede leerse como una
declaración de amor por la cultura ona.
Además de la
extensión y profundidad con que Gamerro escribe sobre el hain, impacta que sea
él quien lo haga. Al fin y al cabo, no deja de ser un koliot –un blanco–
especialista en el Ulises de Joyce, un traductor de Shakespeare o un erudito
ensayista sobre la literatura argentina, amén del autor de Las islas, la gran
novela sobre la guerra de Malvinas. En otras palabras: Gamerro encarna, como
pocos, la alta cultura. De ahí que tras leer La jaula de las onas sea difícil
no concluir que la cultura ona o selk'nam –y cualquier otra procedente de
comunidades indígenas– forma parte de la identidad argentina tanto o más que la
europea. Lo demás es racismo.
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