domingo, 21 de enero de 2024

GABRIEL & MERCEDES: LA ROSA AMARILLA QUE FUNDÓ MACONDO

 

GABRIEL & MERCEDES: LA ROSA AMARILLA 

QUE FUNDÓ MACONDO

García Márquez y Mercedes Barcha protagonizaron la fábula más larga del autor de ‘Cien años de soledad’

MIGUEL ÁNGEL ORTEGA LUCAS

Mercedes Barcha y Gabriel García Márquez. / Luis Grañena

“Un día, en un baile de estudiantes, y cuando ella tenía sólo trece años, le pedí que se casara conmigo. Pienso ahora que la proposición era una metáfora para saltar por encima de todas las vueltas y revueltas que había que hacer en aquella época para conseguir novia. Ella debió de entenderlo así, porque seguimos viéndonos de un modo esporádico y siempre causal, y creo que ambos sabíamos sin ninguna duda que tarde o temprano la metáfora se iba a volver verdad. Como se volvió, en efecto, diez años después de inventada, y sin que nunca hubiéramos sido novios, sino una pareja que esperaba sin prisa y sin angustias algo que se sabía inevitable”. (El olor de la guayaba; 1982)

 

El amor se vislumbra, como se vislumbra la primera luz justo antes de despertar: sin que podamos aún entender nuestra ubicación en el mundo, entre las brumas del sueño y las del día, hasta que la realidad termina por barrerlas todas. Aunque tarde diez años (o cien) en revelarse.

 

El mencionado baile de estudiantes del primer párrafo ocurrió en Sucre, Colombia; el pueblo donde vivían sus familias respectivas. Si Mercedes Raquel Barcha Pardo (Magangué, 1932) tenía “13 años por entonces”, y el relator no se equivoca (o fabula), la escena debió de producirse hacia 1945: cuando el relator, uno de los mayores fabuladores de la historia del mundo, rondaba los 18 (aunque, según él, “nadie estuvo nunca muy seguro de en qué año nací yo”). Pero la determinación de unirse a aquella muchacha procedía de antes. Porque el amor también puede presentirse en la infancia; como el estrépito en las vías anunciando al tren de las tres de la tarde; como la mudez súbita en el aire justo antes de que descargue un aguacero bíblico.

 

Todo esto pudiera resultar estrafalario si no fuera porque el pretendiente se llamaba Gabriel José de la Concordia García Márquez (Aracataca, ¿¿1927??). El hijo del telegrafista Gabriel Eligio y de Luisa Santiaga. El nieto del coronel Gerineldo Márquez y de doña Tranquilina Iguarán Cotes. Queremos decir que ese niño ya sabía, desde muy pronto, lo que es una profecía. Así como el primer Aureliano vaticinaba cuándo se iban a caer las cosas de la mesa sin que hubiera indicio alguno para ello. (Claro que: ¿es el augurio un atisbo de lo que va a pasar, o es que las cosas acaban pasando porque se auguran…?)

 

“Para estar seguro necesito tener flores amarillas (de preferencia rosas amarillas) o estar rodeado de mujeres”, contaba también a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en la larga entrevista de El olor de la guayaba, publicada el mismo año en que recibiría el Premio Nobel de Literatura. “Fui criado por una abuela y numerosas tías que se intercambiaban en sus atenciones para conmigo (…). En todo momento de mi vida hay una mujer que me lleva de la mano en las tinieblas de una realidad que las mujeres conocen mejor que los hombres, y en las cuales se orientan mejor con menos luces. Esto ha terminado por convertirse en un sentimiento que es una superstición: siento que nada malo me puede suceder cuando estoy entre mujeres. Me producen una seguridad sin la cual no hubiera podido hacer ninguna de las cosas buenas que he hecho en la vida. Sobre todo, creo que no hubiera podido escribir. Esto también quiere decir, por supuesto, que me entiendo mejor con ellas que con los hombres”.

 

–Mercedes pone siempre en tu escritorio una rosa.

 

–Siempre. Me ha ocurrido muchas veces estar trabajando sin resultado; nada sale, rompo una hoja de papel tras otra… Descubro la causa: la rosa no está.

 

Mercedes Barcha era una mujer sigilosa y de cuello largo según su escueta descripción como “la hija del boticario” de Macondo, igual que lo era en Sucre. Su hijo Rodrigo García Barcha, guionista y director de cine, la describió algo más en su libro –o crónica de la muerte de sus padres– Gabo y Mercedes: una despedida (2021): “Era franca y reservada, valiente pero temerosa del desorden. Podía ser quisquillosa y crítica, pero también indulgente, especialmente cuando una persona le confiaba sus problemas. Entonces era solidaria y se ganaba su devoción”. No era cariñosa en lo físico, pero sí en su actitud, “cada vez más con el paso de los años. Sin duda su personalidad compleja ha contribuido a mi fascinación de toda la vida por las mujeres, en particular las multifacéticas, las enigmáticas, y aquellas que llaman, de manera injusta, mujeres difíciles”.

 

Claro que también hay hombres difíciles (¿…Hay alguna mujer u hombre en este mundo que no lo sea de algún modo…?): “Tengo un instinto muy especial” –confiaba Gabo a Plinio Apuleyo, rebasados los 50 y en la cumbre de su fama–: “Cuando entro en un sitio lleno de gente, siento una especie de señal misteriosa que me dirige la vista, sin remedio, al lugar donde está la mujer que más me inquieta entre la muchedumbre. No suele ser la más bella, sino una con la cual, sin duda, tengo afinidades profundas. Nunca hago nada: me basta con saber que ella está ahí, y eso me alegra bastante. Es algo tan puro y tan hermoso que a veces la propia Mercedes me ayuda a localizarla y a escoger el puesto que más me conviene”.

 

Si no hay un hombre igual a otro en este mundo, ni una mujer igual a otra en la galaxia, menos habrá una relación comparable a ninguna otra. Lo que podemos saber de la relación entre Gabriel y Mercedes es que se esperaron toda la vida, y se acompañaron hasta la muerte.

 

Se casaron en 1958, cuando él aún era el reportero insomne y escuálido al que la policía francesa había confundido con un inmigrante argelino, en aquel París que rara vez era una fiesta; donde los exiliados latinoamericanos se daban a voces las noticias de los dictadores muertos, de ventana a ventana (“¡Se murió El Hombre!”), y el correo jamás traía dinero como jamás llevó a Aracataca la pensión del coronel por sus años de guerra con el Partido Liberal.

 

En crudo: el mejor periodista de su generación, y uno de los mayores artistas del idioma castellano de todos los tiempos, llegó a rebuscar en la basura para poder comer, alguna vez aciaga. Cosa que debiera avergonzar a este mundo, no a él. Sin embargo, desde que compartiera el techo definitivamente con esa mujer de ojos de pantera y ascendencia egipcia, a su vuelta de Europa, difícilmente iba a faltarle el pan. Como solía contar el coronel Márquez a su nieto mayor, mientras los hombres se iban a hacer la guerra sin puñetera idea de “para dónde iban” –o para qué–, las mujeres del Caribe quedaban sosteniéndolo todo “sin más recursos que su propia fortaleza e imaginación”.

 

La fortaleza, imaginación y lucidez de Mercedes Barcha harían posible un triple milagro: que el mago en ciernes no perdiera la fe en sus poderes (sobrenaturales), que no faltara nada en la casa cuando faltó casi de todo, y que el mundo pudiera recibir lo que alguien llamó en su día “la Ilíada de América”.

 

Para el año 1965, los García-Barcha vivían en México y Gabriel –autor ya de algunos libros memorables– se ganaba la vida en una agencia de publicidad. Fue en aquel verano septentrional cuando, camino de Acapulco por vacaciones, el marido de Mercedes tuvo el Vislumbre mayor: la novela que llevaba rondándole toda la vida, sin saber aún cómo atraparla, se le presentó diáfana con la luz reverberando en el cristal del coche (del carro): el truco estaba en contarla tal y como le contó su abuela Tranquilina aquellos cuentos que en su infancia le sembraron de fascinación y terror: como si fueran absolutamente verídicos (porque lo eran). Dio la vuelta y regresaron a México.

 

En dieciocho meses de trance prodigioso, el escritor se encerró en un cubículo de su casa. Mercedes Barcha consiguió que el propietario les fiara, bajo palabra de honor de que acabarían pagando

 

Lo que siguió fueron dieciocho meses de trance prodigioso (no sería metáfora llamarle chamánico) en que el escritor se encerró en un cubículo de su casa, como Aureliano Buendía haciendo pescaditos de oro en un proceso alquímico de alucinación. “Me acuerdo que salí una vez: cuando Mercedes me dijo que no había nada que hacer, que ya había llegado al fondo [de los ahorros]”, contó años después al periodista Germán Castro en una televisión colombiana. “Empeñé el carro en el Monte de Piedad, y la plata duró tres meses… En mitad de camino [del libro] el dueño de la casa llamó y le dijo: “Señora, me deben tres meses. Mercedes tapó el teléfono y me dijo: ¿Cuánto te falta para terminar el libro? Yo le dije: seis meses. Entonces ella le dijo: mire, señor; no sólo le debemos tres meses, sino que le vamos a deber seis más”. De alguna forma prodigiosa –no sabemos si chamánica–, Mercedes Barcha consiguió que aquel propietario les fiara, bajo palabra de honor de que acabarían pagando todo aquello.

 

El día de 1967 en que fueron a enviar el manuscrito de 700 páginas al editor Francisco Porrúa en Buenos Aires, los del correo tasaron en 93 pesos mexicanos enviarlo. Sólo tenían 45. “Partieron” el libro hasta donde alcanzaban los 45 pesos. Entonces volvieron a la casa y empeñaron “lo último que faltaba por empeñar”: el calefactor, el secador de pelo y la batidora. Consiguieron 50 pesos. Les sobraron dos. Cuando salieron de la oficina de correos, empaquetada la segunda mitad, Mercedes Barcha estaba “verde de encabronamiento”. Dijo al artista: “Ahora lo único que falta es que la novela sea mala”.

 

“Ningún personaje de mis novelas se parece a Mercedes”, contaría después el autor a Plinio Apuleyo. “Las dos veces que aparece en Cien años de soledad es ella misma, con su nombre propio y su identidad de boticaria, y lo mismo ocurre las dos veces en Crónica de una muerte anunciada. Nunca he podido ir más lejos por una verdad que podría parecer una boutade: he llegado a conocerla tanto que ya no tengo la menor idea de cómo es en realidad”.

 

A punto de cumplir veinticinco años de casados, consideraba que su secreto radicaba en que ambos entendían que “el matrimonio, como la vida entera, es algo terriblemente difícil que hay que volver a empezar desde el principio todos los días. El esfuerzo es constante, inclusive agotador, pero vale la pena. Un personaje de alguna novela mía lo dice de un modo más crudo: también el amor se aprende”.

 

Y el amor se aprende hasta el final. Fueron cincuenta y seis años de casados, desde 1958 hasta que el chamán de Aracataca abandonó el mundo físico para vivir en lo infinito. Murió el 17 de abril de 2014, Jueves Santo, con un pájaro estrellándose contra la ventana de su estudio de México igual que se estrellaron en los dormitorios a la muerte de Úrsula Iguarán, también en Jueves Santo; después de años padeciendo una demencia que le fue barriendo la memoria prodigiosa como barría el vendaval la memoria entera de Macondo. Mercedes Barcha, la jefa máxima, como la llaman sus hijos, custodió su decadencia como había custodiado todo antes: poniendo rosas amarillas en el caos; sosteniendo los cimientos de La Casa. Murió el 15 de agosto de 2020.

 

Sesenta y cinco años antes, en julio de 1955, el reportero Gabriel García Márquez, del diario El Espectador, viajaba a Ginebra como enviado especial sin saber que se quedaría una larga temporada en Europa. Debía tomar el avión en Barranquilla hacia París. En el taxi que le llevaba al aeropuerto –escribiría medio siglo después en Vivir para contarla– “caí en la cuenta de que estaba en la avenida Veinte de Julio”. Por un reflejo que “ya formaba parte de mi vida desde hacía cinco años”, miró hacia la casa de Mercedes Barcha:

 

“Y allí estaba, como una estatua sentada en el portal, esbelta y lejana, puntual en la moda del año con un vestido verde de encajes dorados, el cabello cortado como alas de golondrinas y la quietud intensa de quien espera a alguien que no ha de llegar. No pude eludir el frémito de que iba a perderla para siempre un jueves de julio a una hora tan temprana y por un instante pensé en parar el taxi para despedirme, pero preferí no desafiar una vez más a un destino incierto y persistente como el mío”.

 

Le escribió una carta en el avión, que echaría en otro aeropuerto cercano. “Si no recibo contestación antes de un mes”, decía la posdata, “me quedaré a vivir para siempre en Europa”. A la semana siguiente llegó la respuesta a su hotel de Ginebra.

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