LA INDECENCIA DE CIFUENTES
Y SUS CÓMPLICES
OCTAVIO SALAZAR
Hace
tiempo que entendí que trabajo en una especie de microcosmos, con frecuencia
demasiado encerrado en sí mismo, que genera hacia el exterior pasiones
encontradas. Como docente universitario, estoy habituado a que cada cierto
tiempo haya alguien que, generalmente con mucha ligereza y con escaso
conocimiento de lo que habla, me eche en cara las supuestas bondades de un
trabajo que no deja de verse como privilegiado. Sin poner en duda que, como
sucede en cualquier administración pública, en la Universidad puedan sobrevivir
individuos corruptos, deshonestos o simplemente caraduras, lamento que con
relativa frecuencia la imagen que se tenga de nosotros sea tan prejuiciosa.
Quizás, y entono el mea culpa, porque nosotros seamos los primeros en
mantenernos demasiado al margen de la sociedad, en una especie de púlpito del
conocimiento que provoca que quienes nos miran lo hagan desde la desconfianza
que genera siempre contemplar a quién ocupa cualquier tipo de poder, por
limitado que éste sea. Y no cabe duda de
que la Universidad es un poder que, con frecuencia, arrastra todos los vicios
del dominio jerárquico y patriarcal que la ha nutrido desde sus orígenes.
Esas
opiniones tan sesgadas nos duelen especialmente a los que llevamos toda la vida
trabajando muy duro, y no siempre en las mejores condiciones, en un ámbito en
el que encontramos no solo un cauce para nuestro desarrollo profesional sino
también personal. Porque entiendo que enseñar e investigar tienen mucho de
pasión por la vida, de implicación absoluta del cuerpo y la mente en una tarea
que carece de horarios y nos ocupa casi sin descanso. Al menos yo no entiendo
de otra manera mi dedicación a un trabajo en el que permanentemente tengo que
demostrar mis capacidades, el que nunca dejo de estar sometido a controles
internos y externos y en el que, a diferencia de lo que piensa una buena parte
de quienes nos miran, siempre queda un riguroso rastro tanto de lo que hacemos
bien como de aquello en lo que erramos. Por todo ello, me duele tanto, como
supongo que también a tantos y tantas colegas, todo lo que está sucediendo en
torno al máster de la señora Cifuentes .
Un asunto en el que es evidente que algo huele a podrido y que, por
tanto, nos sitúa frente a lo peor que se le puede reprochar no solo a una
Universidad sino en general a cualquier espacio público: la falta de
transparencia, el incumplimiento de las reglas del juego y, por supuesto, las
mentiras o medias verdades con las que se trata de despistar al respetable.
Algo que ha alcanzado unos vergonzosos niveles de cinismo en la comparecencia
de la alumna “fantasma” ante el órgano que representa a la ciudadanía
madrileña. Un ejercicio de cinismo e irresponsabilidad política que debería
activar inmediatamente una moción de censura y que, lógicamente, a través de la
propuesta de una Comisión de investigación realizada por Ciudadanos, corre el
riesgo de dejarse morir en el tiempo. De
esta manera, comprobamos como los adalides de la regeneración democrática
acaban siendo fieles cómplices del más puro estilo Rajoy.
Como
ciudadano me indigna el nivel de desfachatez al que están llegando nuestros
representantes, muy especialmente quienes nos (des)gobiernan pero también
quienes crecen en el favor de las encuestas haciendo apenas un paripé de
limpieza democrática. Pero, como
profesor universitario, supera la indignación todo lo que nos está llegando de
una Universidad que al parecer algunos han convertido en un espacio en el que
paradójicamente parecen no regir las reglas mínimas del Estado de Derecho. Me
duele como universitario el mal olor que desprenden Cristina Cifuentes, y con
ella todos quienes han sido cómplices en su singular y fantasmagórico Máster,
no solo porque llegado el caso sus actuaciones puedan ser objeto de una
clasificación delictiva, sino por lo que supone de negación de todo el trabajo,
dedicación y esfuerzo que para tantos nos ha supuesto seguir una carrera
profesional muy exigente y comprometida. Lo cual, insisto, no quiere decir que
no haya ni haya habido impresentables que han hecho de su capa un sayo, pero en
general me consta que quienes hoy han terminado su doctorado y no digamos
ocupan una plaza de profesor o profesora han tenido que trabajárselo mucho, en
condiciones habitualmente precarias y tan solo animados por la vocación que, de
no existir, convertiría la vida universitaria en un laberinto incluso tóxico.
Espero pues que se exijan las pertinentes responsabilidades y se sancione a
todos quienes hayan pretendido hacer de los despachos universitarios el
escenario perfecto para la satisfacción de sus intereses egoístas y de los de
sus secuaces. Nos va el prestigio de la educación superior en ello y, por
supuesto, a nivel más personal, el sentido de la decencia que para mí debe ser
consustancial en quienes nos dedicamos a la sagrada tarea de pensar y enseñar.
Una decencia que nos obligaría a señalar con el dedo y, a ser posible, a
expulsar de espacios donde también se alimentan los valores que se proyectan en
la vida pública, a todos y a todas quienes actúan en ellos más como padrinos
que como sabios. A quienes no piensan tanto en la responsabilidad pública de tu
dedicación sino más bien en las lindezas de un ombligo que les hacen sentir que
están por encima del bien y del mal.
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