ÁNGEL SÁNCHEZ. JAZZ
Y LITERATURA
“ DOS TEXTOS”
Dos textos de Ángel
Sánchez
AHUL FELL-AWEN
Fuegos
fugaces, islas de fantasía, aguas salutíferas, sangre de drago: es esta una
mitología que apenas ha tenido acompañamiento musical, si acaso las chácaras,
la flauta y el tambor, la suave cantinela de los trabajos del campo. Hacía
falta otra música que subrayara este preciso territorio. Por este espacio rampa
Gato Gótico con un maullido funcionalmente estremecedor.
El
jazz se despega de las etnias por melanización y se pasa al ancho pentagrama
terrestre. El ritmo, su color, el ictus universal siempre con la doble
semántica tan sugerente de este término, pues no se olvide que ictus es para
los latinos tanto "golpe", "herida" como "ritmo"
y "cadencia". El soporte jazzístico de Gato Gótico es entonces el de
un formato muy coloidal, y también muy consolidado de producción musical que
admite injertos intensivos de cada lugar donde se produzca más los intencionales
de cada mente que lo ejecuta con su boca, con sus dedos, con sus pies en
movimiento. Se dice que hacen jazz étnico porque actúan de modo sincrético,
englobando aportaciones de muy variados orígenes culturales, ya sea música
criolla cubana, música afrocubana, música perviviente de los antiguos canarios
y música de Berbería, su más reciente contaminación. El alma de todos esos
pueblos de aquí y de allá es la que se reproduce en sus notas, en ese aire
funcionalmente declarativo de memoria vital de esos pueblos: el guajiro de la loma,
el cantor del sirinoque, el fellah de la Kabilia, el muy blanco Django
Reinhart, el muy funky Miles Davis, el esclavo algodonero del profundo
Mississipi. Música de fusión de humanidades diversas, el jazz evolucionado sólo
representa a la etnia humana en su prodigiosa multiplicidad y variedad.
Entiéndase
entonces el sabor étnico de Gato Gótico como un movimiento vinculante a la
comprensión de esta zona terrestre que llamamos Macaronesia y que tiene sus
raíces en los continentes adyacentes, y musicalmente hablando como un regreso a
la noción original que arrastra el jazz: la música subsahariana.
@Ángel
Sánchez
MONÓLOGO
DEL ESCUDRIÑADOR
Cuando
leo u oigo lo de la novela urbana echo mano a mí bolígrafo-revólver y se
disparan mis dudas o mi ignorancia al respecto. Me pregunto qué debo comprender
por tal concepto como especialmente nuevo dentro de la narrativa hecha en
Canarias. Sin más explicaciones creo entender que la subdivisión puede basarse
en lo más convencional: en que lo narrado se desarrolla teniendo un referente
escénico de "telón de fondo" en la ciudad-capital, que es donde -si
no nacen- se hacen habitualmente los escritores y donde imponen a la ficción
unos límites experienciales.
Cuando
leo en la contracubierta del relato de R. Cabrera lo de "la siempre
difícil novela urbana" anoto mentalmente que esta tendencia resulta
bastante visible en la última narrativa peninsular en castellano. Caigo también
en la evidencia de que en la islas podemos haber estado en la dificultad casi
todo este siglo, desde Las inquietudes del hall y Smoking Room de Alonso
Quesada. Urbanas son incluso las mejores novelas tinerfeñas de estas últimas
décadas. Los puercos de Circe, El don de Vorace, Cerveza de grano rojo o
Tubalcaín setenta veces siete, frente a Mararía, Fetasa, Parahelios o Guad, que
deberían tenerse por rurales desde aquella preceptiva simplista, o apaisadas a
un territorio idealmente mixto.
Pero
-sigo debatiéndome- El rojo de la máscara de I. Gaspar ¿será rural o urbana? El
Crimen de A. Espinosa, ¿será urbana o rural? ¿Es el surrealismo unilateralmente
urbano? Y La lapa y otros cuentos ¿será novela marinera?
Gran
quebradero de cabeza nos daría el decidirlo tajantemente por lo cual preferimos
que las etiquetas envejezcan antes que el vino.
La
primera impresión que saco -pasadas algunas páginas iniciales de La nube
especular- es la de una mirada local tinerfeña sobre la que el autor se vuelve
"cronista de los tiempos oscuros". El marco rememora aquella otra
mirada intuitiva de su siglo que Félix Francisco Casanova dejó colgada en el
ambiente. Cabrera, hijo también de la cosecha fin de siglo, hará en el relato
una ácida comprobación de que apenas ha cambiado la soledad del escritor,
comparado con ese sector alineado de la juventud subdivisible en "peludos
de las guitarras mochas", progres, intelectuales, tertulianos,
escritorzuelos, personajillos y mendigos de guachinche que tienen en la
narración como contrapunto teórico a un profesor de Sociología sistemática.
Urbanista de rokola y futbolín, de rones y cervezas, son el pequeño mundo
diario de una acción que se decide autoralmente como sincopada: un solo de
batería sostenido en la jam-session que resulta ser la unidad textual. Entre
ellos, sobre ellos -tal es la visión- está un monologante que conoce color
local, domador de decibelios, con prestigio en los billares, que es provocado a
descubrir la realidad cíclica. Acepta el evite y decide escudriñar actitudes y
palabras; prescinde del diálogo y se hace pragmático y anecdótico, inadaptado
al medio social (que su prosa edifica más que revive) sigue su particular modo
de hacer Bildungsroman al modo criollo:
"Pero
lo que más molesta es el derroche de imaginación. Qué había sido de toda
aquella mágica prepotencia. Desagradable pensar en Arocha. En el pensionado con
los cuatro muebles. La antigua palabra del padre. Una profecía se nos tornaba
en noche. No sé, no sé. Todo era oscuro. Acabaríamos viejos, en un asilo, eso,
esperando que nos sacaran a dar unas vueltecitas por la ciudad una vez al año.
Los taxis engalanados, dando pitazos. Aquí van éstos. Quemando el último
cartucho. Me daban sentimiento, no sé por qué (...)" (pp. 50-51).
Superada
aquella primera impresión comprobamos que el argumento medular del libro -con
ser descriptivo de lugares y actitudes- no se limita a la nómina social sino
que, a través del ojo escudriñador, el monologante, decide proyectarse,
adaptarse a ciertos ritmos del modelo marginal que comparte. Aunque no a todos:
véase el desenfado con que victimiza los puntos negros del entorno en contraste
con referencias culturales muy precisas (musicales, literarias,
cinematográficas... ).
Con
su anarquismo militante romperá con las normas de coherencia, linearidad y
definición (lastres todos de la novela rural) para instaurar la escritura
automática, si bien ésta -al uso de R. Cabrera- sigue pareciendo la novedad que
ha sido en las islas de principio al fin del siglo actual.
La
renovación que el automatismo de Cabrera propone al lector atiende no sólo a la
metódica paradoja, al fogonazo errátil de la expresión textual sobre un blanco
móvil (el medio juvenil capitalino) sino que se ve caracterizada por esa
facilidad que decidimos nombrar como desenvoltura entre la norma idiomática y
las jergas en las que aquélla se inserta. Donde se cuela como de relance un léxico
popular propiamente tinerfeño (el nota, frisqui, el cup) junto al argot
libidinal (vaciola, cobijar, pingalisa, el tueste, culo veo culo quiero, etc.)
y las muletillas conversacionales que cuantifican un argumento ("... que
vamos", "... que cuidado").
Paradoja
tercermundista la de un monologante que sostiene una mitología personal común a
dos generaciones - de C. Gardel y Bob Dylan- al tiempo que evoca los tropos
proustianos al uso -Geuermantes, Combray- mientras chupa el papel de la
magdalena al titánico modo con que ello puede hacerse desde la periferia. La
habilidad que hace de Roberto Cabrera un autor novedoso e interesante en este
texto es la de liquidar un pasado lleno de demonios convencionales que intuimos
polarizados en lo rural (los que el nombra como "atavismos",
"rémoras", "legado ancestral", "nostalgia de la
tribu") y echar un pulso al nuevo tempo urbano que lo desborda y lo
enchequera en un individualismo irrompible. Aunque no deje de retratarse como
ese escudriñador de las Ramblas, de Taco, el
Monasterio,
los Lavaderos o el Campus universitario siguiendo pulsiones de quien, como él,
"ha conseguido el ritmo nativo". Que no otra cosa es la novela urbana
que se nos propone. Esto es: la vena heredada de los más desheredados, los
surrealistas locales a quienes hace homenaje (Emeterio Gutiérrez Albelo), de
los fetasianos y otros malditos locales (A. Bermejo, D. López Torres).
Adentrándose en los surcos donde se cultiva una palatividad poética, creativa,
cuyo primer objeto sea escudriñar y sorprendernos, aunque ello sea con
materiales generacionales de rápido derribo, dado el feroz encabalgamiento de
novedades sociales y -menos- de las literarias.
Tal
vez el guiño óptico de R. Cabrera al ampararse en la metáfora de Benito Freijóo
-quien llamó "nube especular" a la non trubada isla de San Borondón-
haya querido dimensionar poéticamente la ciudad como isla hórrida e
inencontrable, haciéndolo en un territorio supuesto. Cual es el que crece y se
desarrolla como texto y se ramifica en lecturas posibles, antes que quedarse en
la roma pereza tan poco ideativa del color rural (léase la tradición); por más
que no oculte el regusto que esa prosa urbana tiene a veces de una descarada
operación de nostalgia:
(...) sin embargo, esta noche, algo
detiene mi voz. La
voz del cielo también emite sus tonos
de quietud y
es preciso escucharla. Pienso en los
gallos que gritan, quizá subrepticiamente su primitivo o legítimo fin. Nos va
pudiendo un abandono. Luego dejaremos engullirnos en la pandereta de Eric
Burdon. Y ciento ochenta por la vías. Vuelvo la cabeza a la ciudad nevada"
(p. 95).
@Ángel
Sánchez
Sustancioso. Interesante. Pero muy largo y lleno de datos para un articulo dirigido a los entendidos en la tematica y no para los que lectores que no estamos en estas sublimes est sublimes ondas atlanticas.
ResponderEliminarOppsss...aqui se quedan para siempre y tod@s las letras que envuelven pareceres...?...vaya coño, visto asi es como subir una pechada. ya me da igual si vale la pena o no. Es lo que tiene atreverse. O es saludable y excitante, o se te quitan las ganas tuyas y de los demás.
ResponderEliminarA mi me pareció de p.m. Me cuadra perfecto para comprender, en frases columpio muy reconocibles en ritmo y forma, asuntos de autor alobado, que viene después de lobezno. Aunque aquí no haya de esos con patas y rabo no costará puentear entre las letras y sus columpios. Gracias Roberto.