ODIO Y VERACIDAD
MIGUEL MAZZEO
Sobre el atentado a Cristina Fernández
¿Cuáles son las usinas de las que surgen los discursos de odio en nuestro país? Sin dudas: los “poderes fácticos”, corporativos, empresariales, judiciales y mediáticos que buscan imponerle a la sociedad argentina una “nueva normalidad”.
Los discursos de odio son el ariete del proyecto que aspira a una manipulación irrestricta de la fuerza de trabajo, que pretende eliminar los pocos reductos de soberanía nacional que nos quedan y que impulsa unos formatos depredadores de la vida.
Los discursos de odio son la
expresión de un devenir fascista del mando del capital y de un tiempo en el que
este ya no necesita encubrir su violencia en formas legales. La crisis del
sistema judicial, en buena medida, se relaciona con esta circunstancia. Estos
discursos son signos de un capitalismo en descomposición. Una civilización
agoniza y todo indica que en su larga despedida no ahorrará odio y muerte.
Hay una contrarrevolución en
ciernes. Una rara contrarrevolución, sin revolución pasada y sin amenaza de
revolución futura. Anticomunismo sin amenaza comunista. No hay contendientes
sistémicos de fuste a la vista, por lo cual todo hace pensar que la
inestabilidad de la sociedad burguesa responde a sus propias contradicciones.
La sociedad burguesa parece haber
asumido que su subsistencia exige la profundización de sus propias
aberraciones. No quedan resquicios para la filantropía burguesa.
Los discursos de odio tienen
efectos de verdad e influyen directamente en los aparatos represivos del
Estado, pero también en las personas “comunes” que suelen ser las más
peligrosas. Pueden alentar el desprecio a la pobreza y las fantasías
paranoides. Pueden proponer un libre mercado de órganos humanos. Pueden reivindicar
repúblicas abstractas mientras defienden la dictadura orgánica y concreta del
mercado.
Las palabras estigmatizantes,
punitivistas, discriminatorias, lanzadas desde tarimas poderosas y replicadas
hasta el hartazgo, las ráfagas de vaticinios, tarde o temprano se convierten en
balas. Pueden matar, apelando a distintos agentes, a una mujer en su casa del
conurbano [de Buenos Aires], a un pibe en el barrio de Barracas o intentar
matar a una vicepresidenta de la Nación en el barrio de la Recoleta, en todos los
casos, como una forma de imponer la jerarquía y la autoridad que requiere la
dictadura orgánica y concreta del mercado.
Los grandes medios de
comunicación no son idiotas útiles. Son idiotas morales. Son absolutamente
conscientes de la violencia que generan, de la muerte que trafican. Están para
eso.
El problema es la intangibilidad
de la manipulación simbólica a la que se suele adjudicar una cuota de
responsabilidad menor que a la acción directa. El problema es la impunidad
total de las y los que emiten (o amplifican) símbolos e imágenes. El problema
es el enorme poder de las usinas generadoras de los discursos de odio.
Una parte importante de la
sociedad argentina identifica a Cristina como un medio resistente, posible y
concreto, capaz de contrarrestar el poder de esas usinas. El intento de
asesinarla, y el momento de intensidad política que produjo, ratificó esa
condición. Le confirió a su figura más veracidad como símbolo de autodefensa.
¿Podrá asumir esa responsabilidad y traducirla en política?
El intento de asesinar a Cristina
también nos recordó el comportamiento político-empresarial de las clases
dominantes argentinas y el peso del modelo trágico que signa nuestra historia.
Para las clases dominantes todo aquello que representa un límite a su poder (o
la amenaza de un límite) es una declaración guerra. Toda función reparadora del
universo popular es una declaración de guerra.
Y aunque Cristina nunca se corrió
de la férrea objetividad burguesa (jamás dijo aspirar a otra cosa), aunque los
límites que propuso y propone no alimentan ninguna “enemistad estructural”, las
clases dominantes la repelen, como a la misericordia y a la piedad.
Lanús Oeste, 2 de septiembre de
2022.
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