EL CASO ERE: ¿QUIÉN MALVERSÓ, Y CUÁNTO?
Buceando
en la sentencia se encuentran los discutibles argumentos por los que unos
acusados han sido condenados a cárcel y otros no
MIGUEL PASQUAU LIAÑO
José
Antonio Griñán en Cádiz con Felipe González y Manuel
Chaves, el 8 de noviembre de 2011.
A algunos ciudadanos les basta con pensar que los magistrados del TS que han condenado por malversación (con pena de cárcel) a Griñán (y a otros cuatro acusados) lo han hecho porque son conservadores. A otros les basta con pensar que las magistradas que han suscrito el voto particular que propone su absolución por este delito, lo han hecho porque son progresistas.
Semejante asignación de roles en clave ideológica tiene la ventaja de que es irrebatible, exactamente por la misma razón por la que es indemostrable. Pero, ¿y si descendemos a los argumentos dados por unos y otras? Al fin y al cabo, en nuestro sistema lo importante no es que un juez esté o no asociado, o que su cuñado sea de un partido o de otro, o qué vocales del Consejo lo ascendieron, sino si es o no capaz de ofrecer mejores argumentos jurídicos que los que conducirían a una decisión diferente.
Es verdad que la sentencia tiene
más de mil folios, y que el empeño requiere una inversión considerable de
tiempo sin una utilidad inmediata. Me pareció, sin embargo, que podría merecer
la pena: cuando una sentencia se coloca en el foco de la actualidad, es buena
ocasión para reducir la distancia entre la lógica jurídica y la meramente
periodística, por más que las explicaciones, si no persiguen con prisa llegar a
conclusiones binarias (justa, injusta), tropiecen con la necesidad de explicar
matices técnico-jurídicos no demasiado evidentes. Al menos puede servir para
que, algún minuto suelto, hablemos de Derecho y no de ideología en un asunto en
el que la consecuencia es la cárcel. Para ello puede ser útil formularse
algunas preguntas clave, antes de precipitarse sobre las respuestas.
Dos
preguntas que cualquiera se haría
Una pregunta que nos puede ayudar
a entender dónde estuvo la discrepancia en el seno del tribunal es la
siguiente: ¿por qué Chaves o Zarrías (por ceñirme a los nombres más conocidos)
fueron condenados sólo por prevaricación (sin cárcel), y sin embargo Griñán,
Martínez-Aguayo o Vallejo lo fueron también por malversación, pese a que todos
ellos intervinieron sólo en la fase de elaboración de presupuestos, y no en la
fase de adjudicación concreta de las ayudas? ¿Qué hace merecedores a cinco de
los acusados, a diferencia de otros, de una pena adicional de varios años de
cárcel, pese a que formaron parte de los mismos gobiernos y, todos ellos,
crearon o mantuvieron un “artificio presupuestario utilizado para conseguir la
distribución de fondos públicos sin cumplir las exigencias establecidas en las
normas de subvenciones, con el descontrol subsiguiente” (p. 140)?
Relacionada con esto, hay otra
pregunta, especialmente incómoda: ¿cómo es posible condenar a alguien por
malversador si, en el juicio, no se ha analizado ninguna de las ayudas
concedidas al amparo del procedimiento creado por los acusados (por estar
pendientes de enjuiciamiento en piezas separadas)? ¿A cuánto asciende la
malversación? ¿No habría que traer a juicio a los beneficiarios de las ayudas?
¿Se puede condenar por malversación en abstracto, o han de quedar formalmente
probados actos concretos de disposición, sus cantidades y sus beneficiarios?
Malversación
Algunas precisiones hay que hacer
sin demora. De un lado, la malversación no consiste en llenarse el bolsillo.
Puede consistir en beneficiar injustamente a un tercero con fondos públicos. Lo
nuclear de la malversación no es la apropiación, sino el desvío. Por eso, la
falta de enriquecimiento personal del acusado no es un argumento para su
exculpación.
Otra precisión, acaso más
necesaria, por menos conocida: la imprudencia en la gestión de fondos públicos
no es malversación. La condena por malversación exige un elemento intencional,
o “dolo”. Este dolo puede ser directo (“quiero desviar fondos públicos para una
finalidad privada concreta”) o, en algunas hipótesis, eventual (“quiero rapidez
en la gestión de la asignación de fondos, y con tal de conseguir esa finalidad,
no me importa que alguien aproveche para desviar fondos públicos a una
finalidad privada cualquiera”).
Ni en la sentencia ni en los
votos particulares hay reproche jurídico a la decisión de la Junta de Andalucía
de habilitar partidas presupuestarias para salvar empresas en crisis
La tercera precisión: ni en la
sentencia ni en los votos particulares hay reproche jurídico alguno a la
decisión política de la Junta de Andalucía de habilitar partidas
presupuestarias para salvar empresas en crisis y ofrecer cobertura a sus
trabajadores. Podía hacerlo, porque ese es un destino legítimo para el dinero
público. El reproche es que se hiciera al margen de las normas que rigen la
elaboración de las leyes de presupuestos, y al margen de los controles propios
de la normativa sobre subvenciones, lo que permitió que el Director General de
Trabajo “pudiera disponer de las cantidades presupuestadas sin sujeción a la
fiscalización de la Intervención de la Junta de Andalucía y sin necesidad de
tramitar expediente alguno” (p. 186). La voladura de la normativa sobre
elaboración de presupuestos y concesión de subvenciones se ha calificado como
prevaricación. La duda es por qué, para algunos acusados, también constituye
malversación, y para otros no.
Malversación
e ilegalidad
Esta es una de las claves. La
sentencia escapa de la necesidad de analizar el destino concreto de cada una de
las ayudas para poder condenar por malversación, utilizando un argumento sobre
el que, por su interés y trascendencia, creo que van a correr ríos de tinta
jurídica: aun cuando buena parte de las ayudas se hubieran dado a empresas o
personas que las hubiesen obtenido de haberse seguido un procedimiento legal de
concesión (algo que expresamente se reconoce), todas constituyeron un desvío de
fondos fuera de la finalidad pública de los mismos, y por tanto el importe de
la malversación es todo el dinero que se empleó en aquel programa. ¿Por qué?
Según la sentencia, porque al concederse sin los controles legales, ya se
desvió el dinero de una finalidad pública, al “separarse” de los cauces legales
y convertirse en dinero libre, de disposición arbitraria y sin control. Jugando
con las palabras, diríamos que ese dinero público se “privatizó”, aunque se
pusiera en manos de una autoridad pública para el cumplimiento de un fin
público, y ésta sólo pudiera desviar los fondos cometiendo un delito. Es decir,
la ilegalidad del procedimiento hace malversadora incluso a la ayuda que sí se
diera para la exacta finalidad para la que se habilitó legítimamente la partida
presupuestaria. Y ello porque la ilegalidad del procedimiento consistía
precisamente en la elusión de controles efectivos, lo que permitía que otros
delinquieran con opacidad.
Hay un párrafo que sintetiza este
delicado argumento, al tiempo que, por un detalle de redacción, enseña su
debilidad: en materia de empleo de fondos públicos, “la finalidad pública y la
licitud viene condicionada al cumplimiento de las exigencias legales, y en este
caso el incumplimiento de tales exigencias fue absoluto, dando lugar a un
descontrol en el manejo de fondos” (p. 336). La finalidad pública y la licitud.
Que la “licitud” esté condicionada al cumplimiento de las exigencias legales,
es decir, a la ley, es demasiado obvio, y por tanto sobra en el párrafo
transcrito la expresión “y la licitud”. Queda, entonces, lo importante: la
finalidad pública del destino dado al dinero, se hace depender no de a quién se
da y para qué, sino de la licitud del procedimiento de adjudicación. Y como el
procedimiento fue deliberadamente ilegal (de ahí la condena por prevaricación),
todas las ayudas constituyeron una sustracción o desvío malversador de fondos
públicos. “En estas condiciones –dice la sentencia– no puede afirmarse que las
ayudas concedidas cumplieran fines públicos; fueron absolutamente arbitrarias”
(p. 385).
Es un criterio comprometedor,
cuyo seguimiento en otros casos puede causar problemas. Imaginen que ante una
emergencia debida a la erupción de un volcán o a escasez energética, una
Administración decide agilizar el procedimiento de concesión de ayudas
suprimiendo los controles establecidos en la legalidad vigente para impedir la
arbitrariedad. Sigamos suponiendo que la facultad de asignar las ayudas
concretas se concede a un organismo para el que nombran a personas de
confianza, y que su trabajo es irreprochable, de modo que “a posteriori” no
pudiera identificarse ningún exceso ni favoritismo (estamos imaginando).
¿Diríamos en este caso que todas las ayudas fueron malversadoras y
condenaríamos por malversación a las autoridades que establecieron el
procedimiento ilegal? Seguramente no. Seguramente el criterio seguido por el
Tribunal Supremo viene condicionado por la “evidencia” (adquirida a posteriori,
cuando saltó el escándalo) de que, en Andalucía, en buena parte hubo no sólo un
procedimiento ilegal, sino, además, desvío de fondos para enriquecimiento
injusto de terceros y creación de una red clientelar. Por eso dice que “el
manejo de caudales públicos se realizó como si fueran propios, en favor de
empresas y personas libremente determinadas y según las preferencias e
intereses políticos de las autoridades que concedían las subvenciones” (p.
321). Pero esto, que políticamente es demoledor, y que puede predisponer al
reproche hacia los acusados, no hace sino volver a la pregunta inicial: ¿por
qué se condena por malversación a quién no decidió las empresas y personas a
quienes se daban en concreto las ayudas, y que acaso podían confiar en que en
la Consejería de Empleo no habría delincuentes?
Malversación
y disposición de fondos
Pongamos aparte a quienes, por
ocupar puestos en la Consejería de Empleo (a la que se atribuía la competencia
para asignar las ayudas), han sido condenados por malversación. Miremos a
quienes no participaron, al menos formalmente, en ninguna decisión sobre
concesión de ayudas concretas, es decir, a quienes no tenían competencia para
determinar si se daban a una empresa o a otra, si se daba una cantidad u otra,
si se incluían a unos trabajadores o a otros. Es decir, a quienes crearon y
mantuvieron el procedimiento de concesión de ayudas, pero no intervinieron en
ningún procedimiento concreto. ¿Qué razón puede haber para atribuirles una responsabilidad
penal por los actos concretos de desvío de fondos con ánimo de lucro en favor
de terceros?
Cabría pensar en una
responsabilidad mediata, por crear las condiciones para hacer posible la
desviación: pero esta razón concurriría también en, por ejemplo, el presidente
Chaves o el consejero Zarrías, y sin embargo fueron absueltos de malversación:
eso significa que no basta con crear las condiciones para que otro malverse. Es
preciso algo más, que explique por qué Griñán sí malversó y Zarrías no.
¿Cuál puede ser esa razón? Aquí
nos topamos con el problema del dolo: ese algo más tendría que ser la
conciencia de un alto grado de probabilidad de que el dinero se desvíe, es
decir, se cometan delitos dedicándolo a hacer favores a los cercanos. Pero ¿por
qué se atribuye esa conciencia a unos sí y a otros no? Habrá de ser porque
algunos tuvieran más noticia de que ya estaba ocurriendo. Esta es la clave, tal
y como subraya el voto particular.
La sentencia, en lo que respecta
a Griñán, le atribuye un conocimiento “especial” por cuanto, en su condición de
consejero de Hacienda, debió conocer los informes que señalaban un cúmulo de
irregularidades
La sentencia, en lo que respecta
a Griñán, le atribuye un conocimiento “especial” por cuanto, en su condición de
consejero de Hacienda, debió conocer los informes que señalaban un cúmulo de
irregularidades en la concesión de ayudas, que “anunciaban el posible
despilfarro de los fondos públicos ante la ausencia de todo control” (p. 526).
En particular se destaca un informe del interventor general que ponía de
manifiesto que las ayudas se estaban otorgando mediante un procedimiento
irregular y sin controles, especificando en qué consistían esas
irregularidades. Cierto que el informe fue remitido a la viceconsejera, Martínez
Aguayo, pero dada la importancia de la cuestión se infiere, con toda lógica,
que debió de ser conocido por el consejero Griñán. Y por tanto, Griñán estaba
obligado a tomar o proponer medidas para cerrar el grifo.
El voto particular repara, en cambio,
en que en dicho informe y en otros posteriores no se hacía referencia alguna a
casos de desvío de fondos. Únicamente se señalaban irregularidades en el
procedimiento de concesión de ayudas. Es decir, sobre la ilicitud del
procedimiento. Pero tal ilicitud ya debía ser conocida no sólo por Griñán, sino
también por Chaves y Zarrías, porque éstos sí han sido condenados por
prevaricación, y no hay prevaricación si no hay conciencia de que lo que se
está decidiendo (el procedimiento de concesión de ayudas) es ilegal. Y en
efecto, si el interventor hubiese advertido no ya la falta de controles
efectivos, sino actos concretos sugerentes de desvío de dinero para favorecer a
próximos, habría debido elevar un “informe de actuación” que obligase a
considerar los medios para reparar los daños para el erario público. Pero no lo
hizo. Sólo advirtió de la ilegalidad del procedimiento, porque era lo único de
lo que tenía constancia, y por ello el interventor resultó absuelto de todo
cargo. La conciencia de la ilicitud del procedimiento, pues, justifica la
condena por prevaricación, pero no la de malversación, pues para ello debía
haberse probado que el procedimiento ilegal se estaba utilizando para
beneficiar a los próximos. Por eso el voto particular califica de “incoherencia
extrema” que, no habiéndose apreciado en el interventor (que resultó absuelto)
la conciencia de los actos de desvío del dinero, sí se le haya atribuido a
quienes recibieron sus informes.
La sentencia concluye, con todo,
que Griñán, por virtud de esos informes, “asumió la eventualidad de que los
fondos vinculados al programa 31L fueran objeto de disposición con fines ajenos
al fin público al que estaban destinados”, pues quedó alertado por esas
irregularidades del alto grado de probabilidad de que hubiese sustracciones o
desvíos. Es decir, un dolo eventual. El voto particular, que parte de la
premisa de que no basta con la ilicitud del procedimiento para que haya
malversación, sino que esta se produce con cada acto de disposición si persigue
un beneficio privado, entiende que la sentencia da un “salto en el vacío para
atribuir un dolo eventual con respecto a un resultado fraudulento (el desvío)
cometido por terceros con dolo directo, subraya que no constan en la causa
pruebas que permitieran atribuirle un mayor conocimiento de esos actos de
desvío, que luego fueron tan conocidos, y critican ásperamente que se haya
“instrumentalizado” la figura del dolo eventual “para solventar los déficits de
prueba de cargo relativos a la autoría” de los condenados.
El voto particular introduce
objeciones de clara discrepancia al no encontrar pruebas de que los condenados
por malversación tuvieran más conocimiento personal que los absueltos de que se
estaba desviando dinero
Como se ve, sea cual sea el sesgo
ideológico de los componentes de la Sala, lo que se lee en la sentencia es un
cruce argumental basado en consideraciones técnico-jurídicas y probatorias. Los
cinco magistrados asumen, salvo en aspectos muy particulares, el relato de
hechos probados, que por sí mismo resulta políticamente demoledor para aquellos
gobiernos socialistas, en tanto describe un casi absoluto descontrol en la
gestión de mucho dinero público. La lectura de la sentencia ofrece la impresión
de una línea argumental coherente que arranca de la premisa de que la
eliminación de controles, aunque buscase la agilidad y rapidez en la concesión
de ayudas, facilitaba la disposición fraudulenta, sin que se pueda
artificialmente disociar la aprobación del presupuesto de su ejecución. El voto
particular introduce objeciones de clara discrepancia en cuanto a la premisa
(la mera creación de un procedimiento de concesión de ayudas sin control
convierte en malversación todo el dinero destinado a esas ayudas, pese a la
habilitación parlamentaria), y en cuanto a la concurrencia de dolo, y no sólo
imprudencia (que no sería punible), al no encontrar pruebas de que los
condenados por malversación tuvieran, antes de saltar el escándalo, más
conocimiento personal que los absueltos de que se estaba desviando dinero para
beneficiar a personas y empresas fuera de la finalidad para la que se
habilitaron los fondos. Ese mayor conocimiento atribuido a algunos les ha
supuesto seis años de cárcel: desde luego, no era una cuestión menor.
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