NOCHE MEIGA
ROSARIO VALCARCEL
Resultaba increíble que estuviéramos otra vez juntos, después de
tantos años nos tropezamos en su tierra. La verbena se celebraba en la playa de
Panxón. En la arena las tinieblas nos observaban, parecía que estábamos a punto
de contemplar un eclipse total. Dos grandes fuegos comenzaron a inflamarse. Se
movían dentro del agua, los rayos láser alumbraban la hora mágica de la noche
de San Juan. Pensé que medio país estaba haciendo el amor. Brotaron las
hogueras, surtidores de acuarelas, y el ruido de los petardos, cohetes y
bengalas se oyó por toda la ciudad. El alma del cielo se liberaba, lucía
vestida de miles de colores. Sentí escalofríos y él me pasó el brazo por
encima, no sé si fue un intento de proporcionarme calor o de protegerme de los
poderes ocultos del fuego. Mi corazón latió con gran fuerza.
Regresó la música, el eco conquistó las voces. Todos bailábamos
de una forma enardecida, abrazados a nuestras parejas sin pronunciar una
palabra girábamos y girábamos. Las meigas, acompañadas de un enorme griterío,
invadían el paseo marítimo. Era un baile de amanecida, quizás esperábamos ver
danzar al sol junto a los gigantes y cabezudos. Los olores característicos de
los recitales, los perfumes calientes, dulzones. Los humos de la madera quemada
y los efluvios de sudor me bloquearon. Terminaron emborrachándome.
Reconozco que mi primera reacción fue de sorpresa, incluso de
enfado, pero mi corazón y mi sexo no se ponían de acuerdo. Me dejé llevar, sus
pasos de baile eran pegaditos, aprisionados. En medio de la oscuridad y de la
muchedumbre, su pierna entre las mías. Tuve que hacer un esfuerzo horroroso, no
quería que notase mi apetito. Sus actos eran decididos, su masculinidad, sus
embestidas. La cabeza no me obedecía y el ritmo era tan frenético que en
algunos momentos mi cuerpo semejaba una pelota agitándose velozmente para
conseguir –a través de la música chillona- la posición adecuada. Empujaba, me
atraía hacia él con violencia. Susurraba la letra de la canción que estábamos
escuchando. Yo estaba ciega de alcohol. Enloquecida, daba vueltas y más
vueltas: uno… dos… tres… Me apretujaba con sus fuertes brazos, me flaqueaban
los pies. Levantaba mi falda, tocaba mis piernas sin rumbo, o quizás en una
dirección segura. Encontró mis pliegues más íntimos, más oscuros. No se detuvo.
Los arañó. Yo no respiré. No veía a nadie. Palpaba su sexo caliente, grande.
Ahora bailábamos muy pegados, me estremecí igual que si hubiese metido el dedo
en la corriente eléctrica.
Mi madre no me había aleccionado, sólo prevenir y refrenar. No
me aconsejó como debía, se dedicó a sermonearme: una chica decente no debe
hacer esto o aquello, es mejor que no hagas lo de más allá. Cerré mis oídos.
En la arena las tinieblas nos observaban, parecía que estábamos
a punto de contemplar un eclipse total. Dos hogueras grandes comenzaron a inflamarse. Se movían dentro del
agua, los rayos láser alumbraban la hora mágica de la noche de San Juan. Pensé
que medio país estaba haciendo el amor. Brotaron las hogueras, surtidores de
acuarelas, y el ruido de los petardos, cohetes y bengalas se oyó por toda la
ciudad. El alma del cielo se liberaba, lucía vestida de miles de colores. Sentí
escalofríos y él me pasó el brazo por encima…
Parpadeé y tuve la
impresión de retroceder a través del tiempo, de regresar a los primeros años de
mi infancia en la isla. Nos pasábamos varios días recogiendo trastos viejos por
todo el barrio, preparando la base de la hoguera. Encender la hoguera era todo
un ritual. Queríamos darle más fuerza al sol. Recorríamos las casas de los
vecinos y coleccionábamos gran variedad de enseres. Era la ofrenda a las
llamas: ropas inservibles, sillas viejas, mesas destartaladas, cajas que quizás
contuvieron cartas secretas. Revistas y periódicos que nunca se leyeron.
Pedazos de mobiliario llenos de historias. Debíamos quemar el mal.Por las
calles los papahuevos anunciaban la fiesta, el triunfo de la luz sobre la
oscuridad. ¡Me divertía tanto corriendo tras ellos! Sonaban tambores, maracas y
cornetas. Desfilaba. Ellos bailaban, saludaban se acercaban a los niños. Se
abalanzaban. Los asustaban.
En la arena hicimos un montón con los cachivaches que habíamos
recolectado. Era la noche para la liberación, para exorcisar malos tiempos. El
chico que más me gustaba me cogió la mano, me la apretó…
Las parejas que habían bajado a la arena anhelaban que
oscureciera, los chiquillos del barrio practicaban canciones, saltos y brincos.
Jugaban se divertían. Esperaban que pronto ardieran las hogueras y escalaran
alto, tan alto como las casas. Que se abrieran de par en par los castillos
fantásticos y las princesas encantadas se desencantaran. Esperaban que dieran
las doce.
Chocolate,
molinillo, corre, corre
que te pillo.
A estirar, a
estirar,
Que el demonio va a pasar.
Si las hogueras estaban a punto de ser prendidas. Hacíamos
coros. Satanás también pretendía bailar alrededor de nuestras almas. Aquella
noche no iba a dormir. Era la fiesta del infierno.
El fuego era el protagonista….
Fragmentos de “La noche meiga”
entresacado de mi libro “El séptimo cielo”
facebook/rosariovalcarcel.blogspot.com;
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