lunes, 4 de noviembre de 2013

LA PÁJARA, por Roberto Cabrera



Roberto Cabrera
Se divirtió como nunca aunque era para cabrearse como casi siempre. Parecía la fiesta de los «cojos» aquel día de fe­brero. Se contaron hasta catorce, algunos más surrealistas col­gaban en los lienzos. Entrelazados en su cojera de amor y vela­duras de azur estaban. No había flechas de Cupido sino una multitud que arrastraba su provincialismo renqueante justo detrás de las orlas más significativas del enclave arquitectónico que presidía la ciudad.
­­­¡Hoy todo el mundo quiere ser protagonista!, comen­taba el ujier mientras pivotaba sobre su trabajado calzado de suela y fintaba entre los invitados que llegaban. En suspensión saludaba con un estudiado gesto en el que intervenía casi todo su cuerpo al ver entrar al concejal ¿Era realmente un hombre, o una mueca  en movimiento? ¡Y pensar que a todo esto lo llaman «profesional»!, camareros como el «¡Hola!» de cajeras de gran superficie o el «¡Adiós!» de azafatas de cola en los aviones.
Arriba, en la abarrotada sala comenzaba la vacuidad a tomar cuerpo. Los encontronazos del inicio-alocución parecían prolongarse en cojeras poéticas, imágenes hueras de erotismo, el cual no obstante era motivo principal de la concurrencia. Faltaba esa sal que desinhibe a los cartesianos y embauca a los expectantes. Y como ocurre en todos los mausoleos, el trasiego de miradas era salmuera de galardones.  Pensaba en cómo puede sobrellevarse este tipo de situaciones, si él deseaba que se fuera la luz, que se distendiera el ambiente con algo más que un destello de aprovechada inoportunidad, algo. Cuando ocu­rrió el percance.
Bajo las marmóreas escaleras, se ofrecía el refrigerio, que ya aparecía copado por una hilera de «aves» de los contor­nos, acechantes de esas celebraciones. Había que empujarlos con los codos para acceder a alguna de las viandas que se ofre­cían. Muchos tenían el bigote manchado de crema, al atisbar el próximo canapé sin haber engullido el primero. El poeta mayor de los presentadores se acompañó de unos pocos movimientos para hablar de unos ojos verdes que coronaban un rostro desde lo que llamó «atalaya de un cuerpo en requiebro» y otras cur­silerías por el estilo. Palpaba así unos fríos muslos e iba as­cendiendo en espiral de forma que más bien parecía abrazarse a una estatua. Antes, el gracioso hombrecillo encargado de «abrir el fuego», se entretendría en mitad de su discurso, en refle­xiones paradójicas acerca de que «allí no había nada erótico» que justificase su alegato protocolario. ¿Se habría equivocado de exposición? Esos días… ¡había presentado tantos actos! Tomó un poco de agua de un cercano vaso intentando persua­dirse de la realidad de unos grandes jarrones que visualizaba desde su tarima. Había acariciado esos bustos y esculturas de museo. Se encontraba cerca de la consulta con volantes de un pediatra donde recibiera sus primeras pesadas de bebé. Estaba cada vez más azorado tratando de hilvanar su discurso político para estos casos. Nada trascendente, sólo un poco de «política cultural». Algunos zapatos nuevos comenzaban ya a dejarse escuchar con sus desagradables chasquidos. Recordaba vaga­mente... otro carraspeo, y al poco fue tomándoles el hilo a sus desesperadas composiciones no fuera que el murmullo de la turba se desesperara claramente y algunos golpearan el enre­jado de las repujadas barandas de las escaleras con sus bastones y muletas del Seguro.
También subían los timbres de vasos de la plebe, los tintineos y las voces de los aprovechados que hablaban de otros convites en los que se colaban. De trajes que tenían para estas ocasiones. Elevando la voz en la creencia de que arriba en la «ceremonia de arte», todo transcurría con tranquilidad y que nadie les oiría. Ello permitía escuchar incluso parte de aquellos relatos y desvergüenzas.
—Okupas de la cultura somos, además le hacemos un favor al Ayuntamiento —se escuchaba claramente por efectos resonantes y reverberaciones insospechadas del edificio.
—Yo iba a las bodas y como soy alto, asomaba la toto­rota por los reservados y si veía a alguien conocido, entraba a saludarlo, como parte de la otra familia: ¿comprendes polla­boba?, ¡ay, qué pasó, mengano! Así estuve años hasta que me cansé de pollos y carne congelada. Además ¡el colesterol me estaba matando! —reía haciéndole servir otro tinto al ujier del Coliseo.
En escena no faltaban sino los camilleros de una casa de socorro cercana.
—Shhhhhhh!!! —ordenaba alguien alongándose a la escalera, abatido quizá por estas ajenas confidencias.
—¿Habías visto tantos cojos en una bicha de éstas? —se escuchó.
—Ser cojo, realmente no es un defecto—expuso el otro—, ¡para lo que llega a verse en este mundo del arte!
Hubo entonces como una molesta carcajada general acompañada con los flashes de los periodistas gráficos. En­tonces el hombrecillo pareció reaccionar y recobrando la compostura aunque escorándose como cuando se pasea con timidez por una pasarela para recoger un diploma y hablando por un lado de la boca acertó a leer unos versos, que en lo que el público mandaba a callar a los de la escalera y el hall, apenas se le escuchó y nadie podría jurar que dijo lo que dijo. Si es que dijo algo.
Los de abajo eran tan numerosos que los camareros hacían pasar las bandejas cerca de sus cuellos, quizá pensando en defenderse usándolas como escudos romanos y retroceder hasta las alfombras del rellano de la escalera si se vieran sor­prendidos por la otra marabunta que ahora descendía entre aplausos. Los ojos de los responsables municipales no daban crédito a la cantidad de dueños de negocios, estancos, corsete­rías y empleados de los contornos que estaban al loro. ¿Había realmente tanta hambre de cultura o sólo eran antojos? ¿Sería hambre fáctica o encantamiento de inextricables gritos de tor­tuosos amores de la afamada protagonista en el dique seco del buen gusto?
Un tardío clavel sobre la alfombra le hizo acercar el oído al mármol de los peldaños para escuchar algún ritmo quizá específico de aquellos asistentes sincopados. Pero había tanta, tanta gente que algunos trajes de nylon echaban chispas con el roce furtivo.
—¡Hay que tener un poco de cuidado con los callos, que a veces el que no puede con el mal propio, lo descarga en el ajeno! —dijo uno de aquellos que, arrellanados ya, parecía de los invitados principales.
—¡Los pisotones que se los den al concejal que habló antes!
—Que apenas acertó a recitar, en tan pintoresco desa­rrollo —exclamó el otro, como quemado por haber estado arriba.
—¡Qué eleve más la voz, al menos, hasta donde el eco de la verdad tenga coraje!
Roberto Cabrera

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