El calvario de ser becario
ARTURO PEREZ REVERTE
Llamémosles
Ana, o Juan: veintipocos años, brillantes, con nota de proyecto de fin de
carrera de notable a sobresaliente. Acaban de rematar de modo espléndido los
estudios de ingeniero aeronáutico, arquitecto, médico o filólogo. Lo que
ustedes prefieran. Y los dos, como algunos otros afortunados, están entre los
pocos jóvenes españoles con posibilidad de encontrar un trabajo decente, con
futuro, en un país de la Unión Europea. Alemania, por ejemplo. O Dinamarca. Uno
de esos que parecen serios. Esto es posible gracias a los fondos comunitarios
para becas que administran universidades y fundaciones españolas; dinero
destinado a financiar los seis primeros meses de contrato laboral de esos
chicos en el país donde los requieran. E imaginen ustedes que Ana, o Juan, o
como se llamen, por sus brillantes expedientes académicos, logran su sueño. Que
una empresa de Hamburgo, de Copenhague o de Estocolmo les dice: vente para acá,
chaval, que nos interesas. Tuyo es el curro. En cuanto una universidad o
fundación española te conceda beca, te vienes. Y como además has hecho una
carrera impecable y eres un tipo de élite, lo que significa una buena inversión
para nosotros, aparte de los seis meses que te pagarán con fondos comunitarios
para tenerte a prueba te pagaremos de nuestro bolsillo otros seis meses, lo que
casi asegura contrato laboral indefinido. Dicho de otra manera, tu futuro
resuelto. Durante un mes te reservamos el puesto de trabajo prometido. Así que
pide la beca, agiliza el papeleo y espabila.
Y
entonces, señoras y señores, Juan o Ana, como cualquier chico en su situación,
se tropiezan con la España de toda la vida: vacaciones de Semana Santa, puente
de San Prepucio, he ido a tomar café, cerrado por agosto, etcétera. Eso, de una
parte. De la otra, la criminal lentitud de una burocracia infame que, en lugar
de estar al servicio del individuo facilitándole la vida, no existe sino para
arruinársela. Y así, los chicos que solicitan la beca pueden ver pasar tres,
cuatro o cinco meses sin que el asunto se resuelva -el último caso que conozco,
beca solicitada en junio, aún no está decidido-. Y ahora pónganse en el lugar
de Ana, o de Juan, intentando explicarle a un empresario sueco que, a
diferencia de otros chicos italianos o franceses cuya beca se tramitó en quince
días, en España las cosas van de otra manera. Que aquí, a pesar de las
grandilocuentes declaraciones del presidente Rajoy, algunos de sus ministros y
otros esbirros, a la hora de ayudar a los chicos a buscarse la vida, no se
mueve nadie. Porque los españoles -imaginen, insisto, la cara del empresario
sueco, danés o kuwaití- nos movemos a otro ritmo. Calculen la angustia, la
desesperación, la impotencia. Lo absurdo. Y eso, atención al detalle, con
fondos que ni siquiera son dinero español, sino de la comunidad europea.
Pero
es que todo puede ser más simpático, si cabe. Más nuestro y castizo. Porque, si
en vista del retraso, angustiados porque pueden perder la oferta de trabajo,
los chicos intentan olvidar esa beca y pedir otra que maneje parecidos fondos
-de 600 a 800 euros al mes, calculen la fortuna-, tendrán que empezar otra vez
desde cero, arriesgándose a que, cansada de esperar y de concederles
aplazamientos, la empresa empleadora dé el trabajo a otros, lo que ocurre de
continuo. Y lo más bonito del asunto es que, una vez concedida la beca, cobrarla
puede llevar meses -muchas becas españolas de doctorado de 2012 no se pagaron
hasta 2013-; y, como cierta clase de becas es incompatible con trabajos
remunerados, quienes las consiguen pueden pasar larguísimas temporadas
trabajando gratis, sin seguridad social, indefensos en lugares extraños y
ciudades que no son las suyas, sufragándose ellos los gastos de alojamiento y
comida. Mantenidos por sus padres, quienes puedan. Con lo que se da la
deliciosa paradoja de que, en España, los únicos que pueden permitirse vivir de
una beca son precisamente quienes no la necesitan. Eso, claro, los que logren
sobrevivir al BOE, donde las convocatorias de becas parecen redactadas para
disuadir de pedirlas: farragosas, torpes, con una sintaxis tan enrevesada y
confusa que a veces parece redactada por el más analfabeto del departamento;
hasta el punto de que ya circula con éxito por Internet un manual para
solicitar becas sin meterse en el absurdo laberinto del boletín oficial de un
Estado que cada vez tiene menos consideración y menos vergüenza, pese a camelos
y triunfalismos estúpidos como el de la marca España y sus mariachis. Eso,
mientras a los chicos ni siquiera los ayudan a buscarse un futuro fuera. Así
que calculen. Nos va a sacar del agujero nuestra puta madre.
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