LA CAMISETA
KEPA TAMANES
Una sociedad
discreta, reservada y conservadora el resto del año como la pamplonica, bulle y
se desmelena durante nueve días locos. Avanzado junio, ya empiezan algunos
medios con los dichosos Sanfermines para arriba y para abajo: que si la
instalación del vallado a lo largo del recorrido, que si el avituallamiento de
bares y restaurantes, que si el enésimo reportaje en el hotel donde pernoctaba
un escritor americano, a quien ni su grosera misoginia le restó un gramo de
mito. La fiesta por excelencia se hace hueco en todo espacio mediático que se
precie. Fiesta, sí; pero con demasiados 'lados oscuros'. Me bulle en la cabeza
uno concreto, y para explicarlo tengo por delante el resto del artículo.
Mi primer desembarco
en los Sanfermines fue fugaz. Se produjo cumplidos los treinta y muchos, algo
casi inaudito para alguien que siempre vivió a una hora por carretera de la
vieja Iruña. En una rueda de prensa multitudinaria explicamos a periodistas de
medio mundo el aspecto siniestro de la fiesta: las corridas de toros y los
encierros (hasta donde yo sé, la primera vez que se cuestionaban estos últimos
a micrófono abierto). Tras el chupinazo, cogí el autobús de vuelta a casa, no
sin antes dar un superficial paseo por la zona festiva y detenerme en los
puestecitos ambulantes, sobrecargados en su mayoría de algunos elementos
textiles ineludibles para la ocasión: los consabidos sombreros deshilachados,
las fajas rojas, las camisetas de batalla (mero soporte comunicativo para todo
tipo de mensajes que, dicho sea de paso, no rebosaban precisamente enjundia
literaria). Ha pasado mucho tiempo de aquello, y todavía es lo que acude a mi
mente cada vez que veo en la televisión imágenes de la fiesta. Y es a lo que
voy. Una de las camisetas más solicitadas por la clientela no contenía frase
alguna; simplemente estaba repleta de agujeros y desgarros, tintada toda ella
de manchurrones colorados. En efecto, se supone que representaba con crudo
hiperrealismo la de alguien recién corneado por un toro durante el encierro.
Quizá porque mi particular sentido del humor no admite según qué versiones (el
negro siempre me resultó más bien repulsivo), quedé impactado por la escena. En
efecto, era lo que parecía: frivolizaba el terrible hecho de que un animal
acosado por la turbamulta perfore un torso humano por aquí y por allá, que
traspase el estómago, los pulmones, que abra de par en par axilas y muslos.
Reitero que acaso pueda resumirse mi desazón en una suerte de déficit personal
en tan particular apartado como el humorístico; pero confieso que aquella
visión permanece entre las más obscenas que he presenciado nunca, y que sigo
presenciando en imágenes fugaces a la que llega cada segunda semana de julio,
pues veo confirmada mi sospecha: sigue siendo al menos tan popular como
entonces, entiendo que porque la prenda en cuestión sigue dando excelentes
dividendos.
Me pregunto a
través de qué mecanismo mental puede aceptarse la banalización estética de la
tragedia, y elevarla luego a la categoría de drama social cuando de hecho esta
se produce. ¿Cómo es posible que la población en general asuma tal escena con
anodina complacencia, y que luego se rasgue las vestiduras (la expresión vino
sola, lo siento) a la que un toro aterrado osa tocar con sus defensas al mozo
de turno? Puestos a hurgar en lo morboso, imagino las portadas de los
periódicos, esa instantánea del corredor con la vista perdida, llevado en
volandas por los servicios de urgencias, enfundado en la camiseta, empapada
esta ahora por su propia sangre y con orificios añadidos a los originales, en
su cruda certeza la una y los otros. Dado el severo estado de anestesia moral
que vivimos, hasta tengo dudas de que alguien se percatara del siniestro
detalle.
¿En qué consiste la
fiesta? ¿Acaso hemos reflexionado sobre si de verdad merece tal nombre una
celebración nutrida de sangre inocente ―me refiero a la de los toros,
naturalmente―, y con frecuencia de la de sus agresores, los que corren en
apiñada multitud delante, detrás y a los costados? ¿De verdad creen que puede
reservarse el calificativo de «inocentes» a quienes con su sola presencia y
actitud aterrorizan a los pobres bóvidos, quienes solo muy de vez en cuando se
defienden y le dan al valiente de turno su merecido? Sí, he escrito “su merecido”
con plena consciencia. Porque quienes dedican su rato de ocio a amedrentar a
seres por naturaleza pacíficos deben asumir que entre las consecuencias
razonables esté que la víctima acorralada haga uso en un momento dado del único
arma que posee. Según mi modesto parecer, lo de verdad lógico y coherente sería
dejar que los mozos corneados se desangraran en el asfalto. Porque nunca he
entendido que deban utilizarse recursos sanitarios sufragados por todos ―sin
posibilidad alguna de adherirse a una suerte de 'objeción de conciencia
sanitaria'― para curar a gente irresponsable, que además anuncia histérica ante
las cámaras su insensatez, sabedora de que aquí cualquier majadería king size
convierte al protagonista en héroe por un día. ¡Que se levanten si tienen
arrestos, que recojan sus vísceras humeantes y que se vayan a su casa a lamerse
las heridas, como hacen los pocos toros indultados que sobreviven al
linchamiento en sus dos etapas matinal y vespertina! Gajes del oficio, chaval,
pues nadie dijo que esto fuera un juego inocente: te la jugaste y has perdido.
¡Asume las consecuencias sin tocar un duro de la caja común!
No pocos lectores
estarán horrorizados con lo que acaban de leer. Y muchos entre quienes acaso
hasta reprochen su publicación serán los mismos que aprecian con agrado inane
los puestos de fruslerías festivas, con su producto estrella en primera línea:
la camiseta.
Es lo que hay. Y
mucho de ello sí es en buena medida responsabilidad general.
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