PAÍS DE MISERABLES
CRISTINA FALLARÁS
Fue en ese tiempo en el que las estaciones y apeaderos tenían quioscos donde además vendían libros, normalmente de bolsillo. Yo tenía 15 años y era la primera vez que mis padres me permitían quedarme sola en la casa de verano algunos días. De camino a la playa, solía comprarme el periódico para pasar las horas al sol. Aquel día de septiembre, quién sabe por qué, me hice también con un ejemplar del Romancero Gitano de Federico García Lorca. Abrí el libro sentada contra el lomo de una barca, lo devoré. Volví a leerlo inmediatamente y hacia la mitad ya me eché a llorar mansamente. No era zumo de limón/ agrio de espera y de boca lo que lloraba sino lágrimas de gozo, sacudida por una inesperada comprensión de la belleza y su metáfora.
Poco tiempo después
supe lo que era volver a casa sucia de besos y arena. Cada vez que he visto una
carga contra los ciudadanos, las ciudadanas, que les he visto intervenir en un
desahucio sacando a rastras a las madres ante sus hijos me he podido decir que
tienen, por eso no lloran,/ de plomo las calaveras; igual que en cada andanada
contra los inmigrantes, en cada disparo, en cada bola de goma he pensado que el
cielo se les antoja/ una vitrina de espuelas. Sé que las lavanderas de hoy
cantan todavía Yo planté un tomillo,/ yo lo vi crecer./ El que quiera honra,/
que se porte bien. Y que los ricos dan a sus queridas/ pequeños moribundos
iluminados/ y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
Con Lorca aprendí a
nombrar lo visto y lo sentido, a describir dicha y desasosiego. Desde los días
de cuna les conté a mis hijos que el lagarto y la lagarta estaban llorando
porque habían perdido su anillo de desposados, ay su anillito de plomo. Para
que ellos también supieran cantar la realidad con voz certera y libremente.
Porque es necesaria la voz del poeta para poner en palabras exactas lo que
somos. De la misma forma que cubrirlo de silencio retrata un país de
miserables.
Este pasado domingo 16 de agosto, el periodista y erudito Víctor Fernández recordaba: Tal día como hoy, a las cinco de la tarde, un grupo de hombres armados llegaba a la casa de la familia Rosales en Granada para detener a Federico García Lorca. Poco después era asesinado. En ese lugar hoy no hay ni una placa que recuerde ese drama.
Añado más. Ninguno
de los miembros de las instituciones públicas salió a cantarle a Lorca su
grandeza, a admitir nuestra vergüenza. La vergüenza de un país en el que nació
y mataron, por rojo y maricón, al poeta más grande del siglo XX y probablemente
uno de los mayores autores de todos los tiempos. Celebramos cotidianamente
efemérides, nacimientos y muertes, victorias futbolísticas, aprobaciones de
leyes, nombramientos políticos, grandes gestas históricas y días dedicados a
las más estrafalarias ideas. Pero no hemos encontrado un hueco para honrar a
Federico García Lorca como merece. Honrarlo anualmente, sí. Institucionalmente,
sí. No se trata solo de él, se trata de nosotros, de nosotras, de que no
sabemos dónde están sus huesos y de que han tenido que venir de fuera, ay
querido Ian Gibson, para prestar algunos datos a nuestra memoria cerrada como
el hueso seco que fue de melocotón.
El país entero
debería salir cada año a celebrar a Lorca, pero eso supondría admitir que
vivimos en un territorio donde al mayor entre los mayores de la belleza lo
mataron de un tiro por rojo y maricón aquellos cuyos sucesores hoy sientan su
putrefacto culo en las bancadas del Congreso, en los consejos de
administración, en las poltronas de los poderosos que siguen luciendo los
mismos dominios de entonces. Supondría mirarnos a la cara y enfrentar el
rastrero retrato de un país de miserables.
Corrían los
primeros 80 del siglo pasado cuando lloré el Romancero gitano. Desde entonces
apenas ha cambiado nada.
Los versos robados en
este artículo pertenecen, por orden de aparición, a los siguientes poemas u
obras:
Romance de la pena
negra
La casada infiel
Romance de la
Guardia Civil española
Yerma
Oda a Walt Whitman
El lagarto está
llorando
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