LO QUE EL VIENTO… NO SE LLEVÓ
POR PEPE GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ
En medio del curso de las mayores movilizaciones de rechazo al racismo en los EEUU, y al mismo tiempo, en casi todo el mundo, se han cuestionado hechos, figuras y emblemas históricos cuyo trasfondo racista-supremacista se han convertido en piedra de escándalo. Este rechazo ha dado lugar a toda clase debates y podían dar lugar a muchos más, por ejemplo al asunto de los “indianos” o “negreros” en España en general y en Cataluña en particular. Como no podía ser el menos, la historia del cine se ha convertido en campo de batalla. Esto ya resultaba obvio con la apología del KKK por parte de una de las películas fundacionales de Hollywood, “El nacimiento de una nación” que dejó detrás de sí un reguero de muerte y destrucción entre los afro norteamericanos del Imperio creciente. En la última oleada de furia crítica esta denuncia se ha hecho extensible a la película más famosa de la historia del cine, “Lo que el viento se llevó” que, por citar un ejemplo, dejó vacía las calles del país cuando fue estrenada para la TV.
Lo cierto es que la
guerra civil americana forma parte destacada de nuestro imaginario que es, por
excelencia, fílmico. La historia y los símbolos de la vieja Confederación —los
13 estados sureños que en 1860 y 1861 declararon la secesión para preservar la
esclavitud— ha formado parte de nuestro
paisaje cinematográfico más preciado a través del “western”, el género
preferido durante décadas. Es verdad que nos quedaba como una cosa exótica,
lejana, pero también lo es que nos ha llegado una imagen “positiva” de los
sudistas, normalmente distantes de la realidad de fondo: la trata de negros y
la esclavitud en las plantaciones, sin olvidar las tareas domésticas. Un
universo concentrionario cuyas consecuencias siguen pendientes.
A quienes les
parezca que todo esto es humo, tendría que considerar muy seriamente la
persistencia del tema racial en los EEUU, nuestra Roma. Tenemos que recordar la
persistencia “idealista” y conservadora reiterada entre las glorias de la
democracia, blanca por supuesto. Sin
embargo, la realidad, la verdad histórica resulta empecinada, de manera que
después de cada ciclo triunfal nos llegan torrencialmente los datos de lo que se nos ocultaba.
Una de estas fases
triunfales tuvo lugar en el curso de la
“guerra fría cultural”, cuando se trataba de demostrar que los problemas
denunciados por los comunistas, eran verdad solamente en parte, pero sobre
todo, se trataba de demostrar que, como en el caso social, todo tenía una solución razonable dentro de
la democracia liberal, de unos Estados Unidos donde siempre acababa mejorando e
integrando sus defectos.
Esta premisa
propagandista fue desmentida en el curso de los años sesenta, cuando la
movilización de los “Derechos Civiles” contra el “apartheid” made in USA, llegó
a conmover la verdad oficial imperial, la misma que se manifestaba en toda su
barbarie en Vietnam, cuando los norteamericanos llegaron a lanzar sobre la zona
más bombas que todas las que se habían tirado por todos los contendientes de la
II Guerra Mundial.
En las últimas
décadas, en pleno apogeo del triunfal-capitalismo que había ganado su guerra
contra la nueva Cartago (la URSS), la exaltación imperial volvía a insistir que
la opresión racial había dejado de ser una pesadilla para convertirse en un
lejano recuerdo. El mayor ejemplo que se nos ofrecía era el de Obama, el primer presidente negro, el mismo que ha
venido a demostrar que -como ha sucedido con la política imperial- podía
resultar justamente lo contrario.
Porque lo cierto
es, una vez más se demuestra que los descendientes de los esclavos negros en la
“tierra de la Libertad” no puede resultar más opresiva. Después de los ejemplos
carcelarios o de penas de muerte, la verdad del racismo y la impunidad policial
ha vuelto a estallar hasta situarnos en un tiempo en el que la respuesta negra
se está haciendo un clamor porque, sí hay algo que está resultando evidente
para la mayoría de la comunidad y en particular a los jóvenes, es que sí Obama
representa a alguien, nos es a la comunidad negra precisamente.
Desde esta nueva
perspectiva conviene volver a debatir sobre los símbolos del racismo fílmico,
el principal de los espejos en los que todos nos podemos mirar como cómplices.
Se ha vuelta a evocar Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, EUA,
1939), cuyo contenido racista fueron «peinados» y maquillados después: dos títulos que -insistimos- revelan la
importancia que la cuestión esclavista y racista llegó a tener en la historia
del cine. Una historia viva que nos lleva al 25 de mayo de 1936, cuando el
flamante David O. Selznick telegrafió a la agente literaria Katharine Brown,
rechazando la posible compra de una novela titulada Lo que el viento se llevó,
uno de sus motivos invocados era, a texto expreso, que la Guerra Civil
norteamericana no le parecía ya un tema adecuado, sin embargo el filme se
benefició de una enorme aclamación de crítica público, con once Oscars de la
Academia en 1939 y entre seis y siete reestrenos mundiales en las cuatro décadas
siguientes. Aquí hubo uno en 1962 con un éxito espectacular. Por entonces,
nadie se percibía de sus partes oscuras.
Una parte mayor de
semejante mérito fue debidamente reconocido a Selznick por críticos e
historiadores de todo el mundo, con la excepción de los críticos que siguen
atribuyendo el filma a Victor Fleming al
que el productor ni tan siquiera permitió acercarse a la mesa de montaje,
olvidando que fue Selznick el que estuvo detrás de todo. Al productor se
debieron todos los pasos esenciales, desde la compra de la novela al montaje
final, incluyendo la contratación y eventual despido de un ejército de
escritores para la adaptación, así como de los otros directores sucesivos
(George Cukor, Sam Wood; además hay escenas dirigidas por William Cameron
Menzies), y los abundantes cambios en elenco y equipo técnico.
La película se
convirtió en una leyenda (en mi pueblo haberla visto parecía ser una seña de
distinción), produciendo montañas de artículos y una buena cantidad de libros
que detallan la filmación y las peripecias que rodearon a la novela (de la que
no sé de nadie que la haya leído, aunque los comentarios subrayan que “no es
igual que la película), sin olvidar detalles como el certamen nacional con que durante 1938, el
propio Selznick quiso encontrar a la Scarlett O’Hara ideal, mientras barajaba
ambiciones de 15 estrellas, hasta el estruendo con que el film fue aclamado en
el sur de los demonios, en especial entre los “caballeros” del KKK que se
sintieron representados en personajes de rasgos tan nobles como Ashley Wilkes,
encarnado por Leslie Howard cuya muerte inmediata añadía más madera a la
leyenda, aunque bajo el franquismo a ningún periodista se le ocurría subrayar
que Howard murió mientras trataba de combatir contra el nazismo.
En el terreno del
espectáculo, la película fue una
culminación en la que Hollywood desarrolló el sonido y el color,
enfatizó los valores de producción, del “sistema de estrellas” que alcanzó su
cima hasta tal punto que a sus principales actores se les reconoció por esta
intervención, incluso el mero hecho de haber formado parte de las candidatas o
candidatos era algo que se subrayaba. El solo hecho de que Selznick se
arriesgara a una duración tan prolongada, con una proyección que obligaba a una
exhibición en dos partes con un intervalo, resultó algo insólito, un adelanto
de un nivel de “colosalismo” que no llegó a cuajar hasta los años sesenta, ya
en plena guerra contra la TV. Por
cierto, se cuenta que en la noche en que se emitió por primera vez desde la
caja tonta, las calles de los EEUU se
vaciaron.
Entre las
curiosidades que rodean a la producción cabe señalar la escasa relevancia de la
autora de la novela Margaret Mitchell, una mujer retraída y casi inválida que
había escrito antes algunos cuentos cortos, que no tenía confianza en un texto
pergeñado trabajosamente a través de años y que sentía por el Viejo Sur la
adoración que sus padres y toda su educación le habían inculcado en su hogar de
Atlanta (Georgia). En los años siguientes al éxito, Margaret Mitchell no llegó
a escribir nada más; en 1949, cuando se acercaba a cumplir sus 49 años, la
Mitchell fue atropellada por un automóvil y murió cinco días después. Su tumba
de Atlanta no contiene ninguna mención especial sobre su obra, tampoco cuenta
con un lugar significado en la historia de las letras. En realidad, la obra fue
un referente adoptado con la mayor astucia por Selznick que operó numerosos
retoques en una narración cinematográfica que era una finalidad superior a la
de la obra original, en la que la “superioridad” blanca se manifiesta sin
mayores miramientos.
El célebre
productor decidió que no habría escenas
bélicas, sino imágenes indirectas de la guerra: los inválidos que regresan
apoyados en muletas, una multitud de heridos acostados en un improvisado
hospital de Atlanta, un ocasional soldado norteño que invade una casa privada.
También por decisión de Selznick se eliminó del guión toda referencia al Ku
Klux Klan, borrando así un tema de segura controversia, aunque para los más
advertidos las referencias eran obviamente racistas, no había más que ver las
escenas en las que se describe a los negros liberados como presuntuosos
delincuentes, detalles que la Academia ayudó a subsanar con el oscar a la mejor
actriz secundaria para la inmensa Hattie MacDaniel, la “Mamie”, la “ama”
incondicional que seguramente lo era desde que la amamantó, como era habitual
entonces, pero cuya brillante personalidad no le permitía más que ser una
“apéndice de la “amita”, por lo que por ejemplo, tuvo que recoger su oscar
entrando por la puerta de servicio, y en la hora de su muerte, solamente James
Cagney hizo acto de presencia, entre otras cosas porque los suyas la estimaron
demasiado complaciente con los «amos»..
Lo más curiosos
sería que Lo que el viento se llevó acabó siendo el film más representativo de
la Guerra de Secesión, conquistando no ya la obvia aclamación del sur sino la
aceptación en todas partes como uno de los mayores triunfos de Hollywood, una
admiración compartida por generaciones. Una admiración que –insisto- nos
convierte en cómplices, al igual que la empatía airada a favor del cine de
denuncia nos convierte en solidarios.
(Y como es habitual
ya a lo largo de otros muchos artículos, creo que nunca se insistirá lo
suficiente lo que desde el punto de vista pedagógico y crítico, nos permite el
cine, un medio al que antes estábamos invitados sin posibilidad de decir la
nuestra, pero que ahora se puede plantear justamente al revés: desde nuestras
propias exigencias, que no son pocas).
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