MIGUEL BOSÉ O EL CROMO QUE
SIEMPRE ESTUVO AHÍ
No
era de los nuestros, claro, pero estaba entre los nuestros. Por eso no nos
sorprende que siga diciendo cosas a las que no prestamos atención: ya lo
hacíamos con su música, con su androginia casi pornográfica, con su osadía de
transgresión consentid
XANDRU FERNÁNDEZ
¡Ah, los veranos de la infancia! ¡Toda esa luz, toda esa arena, todos esos nubarrones presagiando una invasión rusa! En mis recuerdos, más que imágenes, hay música y olores: quizá porque las imágenes recordadas han sido suplantadas, con los años, por fotografías, de manera que la luz de esos recuerdos es siempre la misma, recuerdos en Kodachrome opacos a la nostalgia.
Olvidemos también los olores: ¿qué música es esa en cuyas playas sigue jugando mi niñez? Solo puede provenir de la radio o de los coches de choque de las fiestas de algún pueblo, mío o ajeno. Saquen fosforito y subrayen sus pantallas: los que fuimos niños a finales de los 70 y principios de los 80 conducíamos coches de mentira con la única finalidad de estrellarnos unos contra otros y comprábamos paquetes de cigarrillos de chocolate que simulábamos fumar antes de que se nos deshicieran entre los dedos (¿quién se los comía, por cierto?). En mi memoria figuran unas jeringuillas con un contenido rojizo y azucarado, pero es probable que me las esté inventando. Y se supone que con esa herencia recibida teníamos que frenar el calentamiento global.
La banda sonora de
esos pitillos de chocolate y de los primeros Fortuna a escondidas es
seguramente la misma que sonaba en esos coches de choque y en la que mandaban
titanes como Los Chichos, Los Chunguitos,
Rumba 3, Bordón 4 y Epic 5, que no era un grupo sino un recopilatorio
con los Pecos, Mecano, Los Chicos de la Bahía (¡búsquenlos en Google!) y el ya
veterano (1982) Miguel Bosé.
Miguel Bosé era el
cromo, pues los demás cambiaban de un año para otro, pero Bosé duró en nuestros
álbumes tanto como Adolfo Suárez en la presidencia
No era ya gran cosa
el Bosé del 82. Esto lo dices de un familiar, incluso de un intelectual de
fuste, y queda raro, pero la música pop devora a sus hijos a una velocidad
rayana en la insolencia. Bosé dio el salto a la fama en los últimos dos años de
los 70 y la apuró en los dos primeros de los 80. Fueron también, en España, los
primeros pasos de un cutre dispositivo de extracción de plusvalías orientado a
los niños: la industria del entretenimiento. Lógico, pues los jóvenes
propiamente dichos no estaban para gastos: casi todos en paro, muchos de ellos
enganchados también a la heroína, algunos –bastantes– militando en sindicatos o
partidos de extrema izquierda que los hacían inmunes a lo que ya por aquellos
años empezaba a llamarse “consumismo”. Y a los adultos ni tocarlos, que tenían
que pagar las letras del piso o del coche o ahorrar para las vacaciones: de su
ocio se encargaba la televisión, otro negocio.
Los niños éramos
otra cosa. No teníamos dinero, pero teníamos una infinita capacidad de pedir
sin esperanza de obtener. Paradójicamente, saber o creer que nuestros caprichos
no serían satisfechos nos convertía en unos pelmazos de primera división: ¿qué
teníamos que perder? Esa disposición moral al hostigamiento de las arcas
familiares y esa inclinación natural a la obstinación fueron una mina para las
productoras discográficas y cinematográficas que supieron crear un mercado
donde hasta entonces solo había campo. Así, comprábamos e intercambiábamos
cromos donde salían futbolistas, cierto, pero cada vez más estrellas de la
televisión y del cine y, sobre todo, cantantes y personajes de la prensa rosa,
ellas con generoso escote y ellos desnudos de cintura para arriba, según el
dress code de la época. Luego querríamos tener sus discos y sus casetes o ver
sus películas, pero en el principio fue el cromo.
Miguel Bosé era un
cromo. Era el cromo, pues los demás cambiaban de un año para otro, pero Bosé
duró en nuestros álbumes tanto como Adolfo Suárez en la presidencia del
gobierno. Que sea coincidencia no justifica que Suárez tenga un aeropuerto y
Bosé, en cambio, haya acabado convertido en altavoz de causas bochornosas,
léase Guaidó o el anti-5G. Es más, puede que haga esas cosas porque no obtuvo
un aeropuerto. ¿Quién, si no él, podía aspirar a uno?
Miguel Bosé vino al
mundo de la música pop cuando en España todo era nuevo pero en Europa ya nada
lo era. Entre 1978 y 1982, las radiofórmulas sintonizaron con los grandes
éxitos británicos de diez años antes y de repente nuestros tíos y tías,
nuestros hermanos y hermanas mayores, eran hippies cuando ya nadie era hippie fuera
de España; al final de ese período, cuando el punk británico estaba ya tan
enterrado que ni siquiera sus protagonistas lo recordaban (en términos de
política doméstica, el punk británico fue la presidencia de Calvo Sotelo: duró
solo un año, empezó con un estallido de violencia y finalizó con una rendición
sin consecuencias, y de ahí salió la música pop con un nuevo juego de
legitimidades, igual que le ocurriría a la democracia española en 1981), al
final de ese período, decía, hubo incluso punkies en nuestras calles, islotes
de No Future con sus crestas y sus imperdibles. Pero sobre eso ya he escrito
una novela (búsquenla en Google), de quien quería hablarles es de Miguel Bosé.
Los padrinos
discográficos de Bosé quisieron ponerlo en hora con el glam británico y
acertaron. Primero, porque el glam fue el movimiento estético-musical más
longevo de los años 70, tanto que se adentró en los 80 y explica en parte el
éxito del heavy metal y de los peinados de Linda Evans en Dinastía; segundo,
porque siempre es más rentable promover una estética rococó de lujo y derroche
que la dieta integérrima del punk y su hazlo tú mismo; y tercero, porque,
puestos a comercializar erotismo en una sociedad que acababa de abolir la
censura, mejor abrir bien abierto el abanico de posibilidades y no seguir
insistiendo en la onda Varón Dandy que, por lo demás, poco atractivo podía
ofrecernos a los niños. Los niños queríamos colorido (¡Parchís!), efectos de
sonido (fue la edad de oro de los sintetizadores y las baterías electrónicas),
no cortarnos el pelo (¡Linda Evans!) y sobre todo especular sobre anatomía e
hidrostática sexual: ¿cómo se lo montaban los miembros de Parchís siendo cinco?
¿De qué quería estar seguro Miguel Bosé antes de que su cuerpo se juntara con
el de Linda? ¿Qué quería decir con que Don Diablo le agarraba muy suavemente y
lo acababa en un pis pas?
Bosé, por ser hijo
del régimen, podía permitirse ser obsceno y moderno, digno ahijado que fue de
Luchino Visconti
Nuestras mentes
eran impermeables, por entonces, a los panfletos y a los sesudos tratados de
economía política que pitaban entre los adultos más politizados, y no digamos
ya a la fascinación por la alta cultura burguesa europea, en torno a la cual la
prensa más avanzada del momento comenzaba a construir el concepto de
“suplemento cultural”. La hegemonía cultural de la paleodemocracia en España la
impuso, en efecto, la televisión, pero la televisión era como los fondos
reservados, solo la manejaba el que tuviera el mando a distancia, mientras que
los niños (y los adolescentes) carecíamos de mando y de distancia. Si quieres
jugar a los cultural studies con mi generación, tienes que venirte a los
billares, a los futbolines, a las salas de recreativos de aquellos años. Si
quieres doctorarte en gramscismo pop, tienes que darte una vuelta por los
coches de choque y los chiringuitos de playa y jugar a levantar cromos de
Umberto Tozzi y pintarte los labios a escondidas so pena de hostia
paternofilial porque suenan Bordón 4 y aquí aún no se conoce lo queer.
Bosé no era de los
nuestros, claro, pero estaba entre los nuestros. Por eso no nos sorprende que
siga diciendo cosas a las que no prestamos atención: ya lo hacíamos con su
música, con su androginia casi pornográfica, con su osadía de jeunesse dorée,
de transgresión consentida. El punk llegó tarde, fue fugaz y puritano; la
movida duró demasiado y fue igual de puritana. Bosé, por ser hijo del régimen,
podía permitirse ser obsceno y moderno, digno ahijado que fue de Luchino
Visconti. Aunque en términos de cine italiano yo siempre he visto en Bosé mucho
más del niño yonqui de La luna, de Bertolucci. Quizá porque mi niñez sigue
jugando en sus máquinas de matar marcianitos y bailando el Stayin' Alive sin
saber qué hay detrás de esos ojos que nos miran con deseo.
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