Otro año más, y van
84, Federico García Lorca ha vuelto a ser asesinado por la indiferencia de los
españoles. Es una cuestión de estilo, de historia, de genética política.
También de sensibilidad cultural. El actual ejemplo de moderación y concordia
entre la derecha española, José Luis Martínez Almeida, ha destacado como
alcalde de Madrid por haberse dedicado a arrancar de las paredes de la ciudad
poemas labrados en piedra de Miguel Hernández, otro represaliado del
franquismo. Los versos de Miguel Hernández, nos dicen, no son equidistantes.
Representan a un solo bando. Y uno piensa que sí. Que llevan razón los
fascistas. Los versos representan, siempre, a un solo bando. Los de Lorca,
incluso más acusadamente.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Escribió Antonio
Machado cuando, tras semanas de incertidumbre, dio por válidos los rumores
sobre el asesinato en Viznar de su amigo. Porque el fascismo no se atrevió
nunca a alardear oficialmente del crimen. Demasiada mala prensa internacional
para la cruzada. Lorca ya era un autor muy conocido en medio mundo. Matarlo
había sido, cuando menos, antiestético. Por eso, aún hoy, el mismo pelotón de
verdugos que retrató Machado sigue sin osar mirar a Lorca a la cara. Ese
pelotón es esta, aquella España. Ese pelotón somos nosotros. Es Almeida
arrancando versos de las paredes. Son las tabernas y los parlamentos donde el
fascismo es opinable.
Muerto cayó Federico
--sangre en la frente y plomo en las entrañas.
El bendito Ian
Gibson nos hizo ver, con sus libros, que la biografía de Federico no era otra
cosa que la historia de España contada alegremente por sus víctimas. Por eso
Lorca molesta tanto. Por eso es tan importante no celebrarlo mucho, silenciarlo
en estas fechas. Demasiada alegría y demasiada sangre en el mismo escenario.
Con Lorca generamos vergüenza incluso por encima de nuestras posibilidades. Por
eso tuvo que venir un irlandés a decirnos quiénes éramos. Nadie de aquí se
atrevía.
Contra Lorca no
solo hemos arrojado nuestro odio por la cultura, sino también nuestro falso
pudor histórico. Ese que hace que existan españoles que consideren peligroso
estudiar su propia historia. Cavar fosas y desclasificar secretos de estado,
por ejemplo. Encontrar a tantos lorcas que andan tirados por ahí.
También es cierto
lo de la cultura. O sea, nuestro odio ancestral a la cultura, producto quizá de
nuestra pía formación supersticiosa y sotanera. Aquí no se quiere a los poetas.
Aquí se prefiere asesinar a un poeta con tal de no leerlo. Y si, como
manifestación cultural, esa misma tarde matamos también un toro, ya tenemos
pagados los coñases. En eso consiste la cultura de España. Y por eso Arturo
Pérez Reverte es académico.
Hace cuatro años,
cuando coincidieron los centenarios de Shakespeare y Cervantes, unos amigos
escritores borrachos y yo nos escandalizábamos porque los ingleses habían
programado más, mejores y más inteligentes homenajes a Cervantes que los
españoles. Y mira que con Shakespeare tenían ya que estar bastante distraídos.
Si los franceses
tuvieran a Lorca, Lorca hoy sería en Francia una industria cultural y de
conocimiento histórico por sí mismo. Como lo es, en la misma Francia, Picasso.
Y no aquí. Os juro que hay franceses que se asombran cuando les dices que
Picasso es español. Quieren creerse que nació, a los 25 años, en un lugar
indeterminado entre Montparnasse y Montmartre. Eso es amor a la cultura.
Aquí somos al
revés. Aquí hubiéramos deseado que Federico García Lorca hubiera nacido y
muerto un poco más allá de nuestras fronteras para poder celebrarlo. Para que,
en los premios princesa de Asturias, por ejemplo, se hiciera alguna vez alusión
a su sacrificio por la libertad y la democracia en España. Pero no. Referirse
al asesinato de Federico es hablar a favor de un bando, y mal de otro. Y
divide, o sea, marquesa. ¿Un poquito más de anissete?
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara |
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