LA MUERTE NEGRA (LA PESTE DE 1348 EN EUROPA)
POR JOSÉ LÓPEZ JARA
En el año 1346 llegaron a Europa rumores de una terrible epidemia, supuestamente surgida en China, que a través del Asia Central se había extendido a la India, Persia, Mesopotamia, Siria, Egipto y Asia Menor. Se habla de regiones enteras que habían quedado despobladas, de forma que hasta el Papa Clemente VI en Avignon se muestra interesado por el tema, y reuniendo los informes que van llegando, calcula que el número de victimas de be ascender a casi veinticuatro millones de personas. Sin embargo, como en aquel entonces se desconocía el concepto de contagio, no hubo ninguna alarma en Europa hasta que la peste fue introducida en Italia por los barcos genoveses y venecianos que venían del mar Negro; La peste aparece en Italia en octubre de 1347, Y para enero del año siguiente ya ha penetrado en Francia, vía Marsella, y ha llegado hasta el Norte de Africa. La rata negra, buena pasajera de los barcos, la va extendiendo a lo largo de las costas y ríos navegables. Al mismo tiempo que penetra en España, en Italia alcanza Roma y Florencia, y llega a Paris en junio de 1348, pasando poco más tarde a Inglaterra a través del Canal de la Mancha. Ese mismo verano llega a Suiza y por el Este se extiende hasta Hungría.
En 1349 la peste
reaparece en Paris, se extiende por Picardia, Flandes y los Países Bajos; de
Inglaterra pisa a Escocia e Irlanda, asi como Noruega donde, procedente de
Inglaterra, llega un barco fantasma con un cargamento de lana y toda la
tripulación muerta, que embarranca cerca de Bergen. Desde Noruega se extiende
la epidemia a Suecia, Dinamarca, Prusia e Islandia, llegando incluso hasta
Groenlandia. Deja una extraña bolsa de inmunidad en Bohemia y alcanza Rusia en
1351, aunque el primer brote ya había remitido en casi toda Europa a mediados
de 1350.
La gran mortandad
Aunque el número de
víctimas varió desde un quinto de la población en algunos lugares hasta la casi
total exterminación en otros, los investigadores modernos han llegado a aceptar
como estimación más aproximada la cifra que nos da Froissart en su crónica, es
decir, un tercio de la población, aproximadamente, desde la India hasta
Islandia. En realidad Froissart tomó esta cifra del Apocalipsis de San Juan, la
lectura preferida en aquellos duros tiempos.
Un tercio de la
población de Europa en aquella época equivaldría a unos veinte millones de
personas. En realidad es imposible saber el número de víctimas con exactitud,
porque en este tema los cronistas de la época no son de fiar y hay que recurrir
a otras fuentes, como recaudaciones de impuestos, censos o los escasos
documentos que se conservan de las iglesias en los que se recogen nacimientos y
defunciones. Tomemos como ejemplo Avignon, sede de la corte papal; se calcula
que morían diariamente unas cuatrocientas personas y que unas síete mil casas
quedaron deshabitadas. Los cronistas, impresionados sin duda por la acumulación
de cadáveres, dan cifras exorbitantes al elevar el número total de muertos a
sesenta y dos mil o incluso a ciento veinte mil, cuando la población total de
la ciudad no pasaba seguramente de cincuenta mil habitantes.
Conviene recordar
que las mayores ciudades de Europa, con una población de unos cien mil
habitantes, eran París, Florencia, Venecia y Génova. Después venían Gante,
Brujas, Milán, Palermo, Bolonia, Roma. Nápoles y Colonia, con más de cincuenta
mil. Londres se acercaba a esta cifra junto con Burdeos, Tolousse, Montpellier,
Lyon, Barcelona, Sevilla, Toledo, Siena y Pisa. Por todas estas ciudades la
peste pasó matando de un tercio a dos tercios de los habitantes.
Italia, con una
población de diez u once millones de personas, fue la que padeció más duramente
sus efectos. En Florencia podemos decir que «llovía sobre mojado»; como
consecuencia del inicio de lo que sería la Guerra de los Cien Años, las
principales casas bancarias florentinas, los Bardi y Peruzzi, fueron a la
bancarrota cuando Eduardo III de Inglaterra no pudo devolver los empréstitos
que le habían concedido para la primera campaña (años 1343-44). Siguieron años
de malas cosechas y con ellos apareció el hambre y se produjeron revueltas de
campesinos y trabajadores; después la peste mató de tres a cuatro quintos de la
población de esta ciudad, una de las más importantes de Italia. Venecia perdió
dos tercios de sus habitantes y en Pisa morían quinientas personas al día.
Además, la primera
aparición de la peste coincidió con un terrible terremoto que asoló Italia
desde Nápoles a Venecia, dejando un rastro de destrucción que colaboró a
aumentar la psicosis de fin del mundo.
En general la
mortandad fue enorme en toda Europa; las ciudades estaban más expuestas a la
epidemia, por ser centros de comunicación y dado el hacinamiento en que se
vivía, sobre todo en los barrios pobres. París, por ejemplo, perdió a la mitad
de sus habitantes. De todas maneras, se ha comprobado que el índice de
mortandad en las aldeas, una vez que aparecía en ellas la peste, era igualmente
alto.
En los sitios
cerrados, tales como los monasterios o las prisiones, la infección de una
persona normalmente significaba la de todos, como ocurrió en los conventos
franciscanos de Carcasona y Marsella, en los cuales toda la comunidad murió. De
los 140 frailes dominicos que había en Montpellier sólo sobrevivieron siete. El
hermano de Petrarca, Gerardo, miembro de un monasterio de cartujos, enterró a su
prior y a treinta y cuatro compañeros, uno por uno, hasta que se quedó solo con
su perro y huyó a buscar refugio en otra parte. En Kilkenny, Irlanda, el
hermano John Clyn de los frailes Menores también se encontró solo, rodeado de
compañeros muertos, pero escribió una crónica de lo que había sucedido para que
no ocurriera que «…las cosas que deben ser recordadas parezcan con el tiempo y
sean borradas del recuerdo de quienes vendrán tras nosotros». Creía que el mundo entero estaba en poder del demonio y, esperando
morir a su vez, escribió: «Dejo pergamino para continuar este trabajo, por si
alguien sobrevive y cualquiera de la raza de Adán escapa a la peste y continúa
la labor que yo he comenzado». El hermano John, tal como escribió otra mano,
murió de la peste, pero escapó al olvido.
La peste y la
escala social
En todas partes se
observó que la peste afectaba más a los pobres que a los ricos. El cronista
escocés John de Fordun afirma llanamente que la peste «atacaba especialmente a
las clases humildes y raramente a los
magnates». La misma observación hace Simón de Covino en Montpellier. Este
aumento de la mortandad se debia, además de la penuria de medios de
subsistencia, al hacinamiento y a la completa ausencia de medidas sanitarias en
las viviendas de las clases más humildes.
Aunque la tasa de
mortandad fuese mayor entre los pobres, los grandes también sufrieron el azote
de la peste. El rey Alfonso XI de Castilla, el vencedor de Salado, fue el único
monarca reinante que murió de la peste, pero su vecino Pedro de Aragón perdió a
su mujer Leonora, a su hija y a una sobrina, en el espacio de seis meses. El
emperador de Bizancio, Juan Cantacuzeno, perdió a su hijo. En Francia murieron
la reina coja Juana y su nuera, la esposa del Delfin, ambas en 1349.
También murió la
reina de Navarra. La segunda hija de Eduardo III de Inglaterra, que iba a
casarse con el heredero de Castilla -el futuro Pedro el Cruel-, murió en
Burdeos cuando se dirigía hacia su boda. Las mujeres parecen haber sido más
vulnerables que los hombres, quizá porque al estar más recluidas en el hogar
estaban más expuestas a las pulgas. Así murió la amante de Boccaccio, hija
ilegítima del rey de Nápoles; y también Laura, la amada real o imaginaria de
Petrarca.
En Florencia, el
gran historiador Giovanni Villani murió a los sesenta y ocho años en medio de
una frase inacabada mientras escribía: « … en el curso de esta peste
fallecieron … » También desaparecen de las crónicas, a partir de 1348, Ambrosio
y Pietro Lorenzetti, maestros pintores de Siena, así, como Andrea Pisano,
arquitecto y escultor de Florencia, por lo que es de suponer que también ellos
fueron víctimas de la peste.
Entre los médicos
la mortaridad fue naturalmente más alta: de veinticuatro médicos que había en
Venecia, veinte fueron víctImas de la epidemia, aunque las malas lenguas
murmuraron que algunos de estos supuestos mártires de su deber habían huido de
la ciudad o se habían escondido en sus casas. En Montpellier, sede de la
principal escuela médica de la época, Simón de Cavino testifica que a pesar del
gran número de médicos y estudiantes que allí había, muy pocos sobrevivieron al
azote de la peste.
En cuanto al clero,
la mortandad varió según el rango. La única excepción a esta regla fue la
muerte de un tercio de los cardenales, pero ello se debió más bien a que se
encontraban concentrados en la corte papal en Avignon. Entre los obispos se
calcula que murió uno de cada veinte; en cambio los sacerdotes sufrieron igual
que el pueblo llano, aunque en muchos lugares abandonaron sus deberes y huyeron
por miedo al contagio. Por una extraña y siniestra coincidencia, en Inglaterra
murieron sucesivamente el arzobispo de Canterbury, en agosto de 1348, su sucesor en mayo de 1349, y
el siguiente candidato tres meses más tarde. Suponemos que pocos estarían
dispuestos a ocupar el más alto cargo eclesiástico de Inglaterra después de
esta cadena de muertes.
Los funcionarios
públicos y las personas con cargos en el gobierno tampoco se vieron perdonados
por la peste y su pérdida contribuyó a generalizar el caos. En Siena murieron
cuatro de los nueve miembros de la oligarquía gobernante. En Francia murieron
un tercio de los notarios reales y como resultado la recogida de impuestos se
vio afectada de tal manera que Felipe VI sólo pudo recaudar una parte del
subsidio que le habían concedido los Estados Generales en el invierno de
1347-48.
Los campesinos
caían muertos en los campos, en los caminos o en sus casas, y los que
sobrevivían se hallaban presos de una apatía total, dejando el trigo maduro sin
segar y el ganado desatendido. Esto ponía en peligro la economia del siglo, que
dependía de la cosecha de cada año para comer y para hacer la siembra del año
siguiente. La disminución alarmante de la mano de obra bien pronto se hizo
patente y acarrearía graves problemas que examinaremos más adelante. «Quedaron
tan pocos siervos y trabajadores que nadie sabía a quien pedir ayuda» escribió
Knigbton. La idea de . un futuro sin futuro -valga la redundancia- creó un
sentimiento de demencia y desesperación. Un cronista bávaro cuenta que «los
hombres y las mujeres deambulaban como si estuviesen locos y dejaban que su
ganado se perdiese porque ya nadie quería preocuparse por el futuro».
En cierto modo la
respuesta emocional de la gente se vio embotada ante tanto horror y, tal como
escribió otro testigo de la catástrofe: «En aquellos días había entierros sin
pena y matrimonios sin amor».
Intentos de
explicación de la peste
Se desconoce qué
fue lo que causó esta epidemia, la más terrible de la historia, pero ahora se
cree que su origen geográfico no estuvo en China, sino en algún lugar de Asia
Central y que desde allí se extendió por la ruta de las caravanas hasta llegar
al mar Negro y luego a Europa. El origen chino fue una noción equivocada del siglo XIV, basada
en informes verdaderos pero retrasados que se referían a las grandes
calamidades ocurridas en China -peste, hambre e inundaciones- a principios de
la década de 1330, demasiado pronto por tanto para estar relacionadas con la
peste que aparece en la India en 1346. El enemigo fantasma no tenía nombre y
sólo empezó a conocérsele como la peste negra en citas posteriores. Durante la
primera eclosión de la epidemia se le nombra como la gran mortandad o la peste
a secas. Para empeorar las cosas llegaban a los oídos de los atemorizados europeos
relatos desde Oriente en los que se hablaba de furiosas tempestades de fuego
que arrasaban todo lo que encontraban a su paso, y se decía que los vientos
provocados por estas lluvias de fuego eran los que habían traído la peste a
Europa. También se culpó al terremoto antes mencionado de liberar gases
pestilentes y sulfurosos del interior de la tierra; o bien se decía que la
epidemia era la evidencia de una lucha titánica entre los planetas y los
océanos, cuyo resultado había sido la evaporación de grandes masas de agua, lo
que había hecho morir millones de peces que con su olor putrefacto habían
corrompido el aire. Como se ve, todas estas explicaciones tenían en común el
factor del aire envenenado, de las espesas nieblas y de las malignas
influencias de los planetas.
El misterio del
contagio era el más temible de los terrores. La gente se dio cuenta rápidamente
de que la enfermedad se propagaba por el contacto con los enfermos, con sus
ropas o sus cadáveres y también con sus casas. ¿Cómo? y ¿por qué? eran las
preguntas claves que nadie acertaba a responder.
Gentile da Foligno,
doctor en Medicina por la Universidades de Bolonia y Padua, se aproximó al
concepto de infección respiratoria cuando afirmó que mediante la respiración se
introducía materia venenosa en la persona. Pero al desconocer la existencia de
los microbios, dedujo que el aire estaba envenenado por influencias
planetarias. La desesperada búsqueda de explicaciones dio lugar a teorías tan
peregrinas como la del contagio por la vista; pero tampoco debemos reír
demasiado si pensamos solamente en los intentos que recientemente se han
llevado a cabo para explicar el envenamiento del aceite de colza. Los médicos
medievales, luchando con la evidencia, no podían desdeñar los términos y
límites de la astrología, a la que creían estaba sujeto todo ser humano. La
medicina era quizás el único aspecto de la vida medieval que escapaba al
dominio de la doctrina cristiana, en parte debido a la gran influencia a que
sobre ella tenía el mundo árabe. Guy de Chauliac, que fue médico de tres papas,
practicaba de acuerdo con el Zodíaco.
En octubre de 1348,
Felipe VI pidió a la Facultad de Medicina de París que se definiese sobre las
causas que habían provocado la temible epidemia de la peste, que parecía
amenazar con el exterminio de la Humanidad. Con cuidadosas tesis, antítesis y
pruebas, los doctores dictaminaron que su origen se debía a una triple
conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en el grado cuarenta de Acuario,
ocurrida el veinte de marzo de 1345. Este veredicto se convirtió en la versión
oficial y fue reproducido y traducido a diversos idiomas, llegando a ser
aceptado incluso por los médicos árabes de Córdoba y Granada.
Naturalmente se
intentaron llevar a cabo algunas medidas destinadas a la curación de los enfermos,
pero casi todas ellas iban muy mal encaminadas. Los médicos efectuaban
tratamientos destinados a sacar veneno e infección del cuerpo, sangrando,
purgando con lavativas, cortando o cauterizando los bubones o aplicando
compresas calientes. Se recetaban también pócimas que contenían especias raras
y polvo de esmeraldas o perlas, siguiendo la teoría, no desconocida en la
medicina moderna, de que la sensación de curación de un paciente es
directamente proporcional al coste del tratamiento. El único caso de medicina preventiva lo tenemos en la manera
en que Guy de Chauliac, médico de Clemente VI, aisló al supremo pontifice en
sus apartamentos del palacio papal de Avignon, prohibiéndole terminantemente
que recibiera visitas y haciéndole sentar en medio de dos grandes fuegos
durante’ todo el caluroso verano provenzal. El aislamiento y el calor infernal
que reinaba en las habitaciones papales contribuyeron sin duda a. espantar las
pulgas.
A nivel popular se
aconsejaba a diestro y siniestro, desde lavarse la boca y nariz con vinagre y
agua de rosas, hasta frecuentar las letrinas, siguiendo la teoría de que los
malos olores eran eficaces contra la peste. En una aldea se podia ver a sus
habitantes danzando y cantando continuamente al son de flautas y tambores. Si
se les preguntaba que por qué lo hacían, respondían que confiaban en mantenerse
inmunes a la peste mediante la alegría que demostraban con el baile. No sabemos
si realmente lo consiguieron.
La psicosis del
«Castigo de Dios» y sus consecuencias
Para la gente en
general sólo podía haber una explicación para la peste: la ira de Dios. Los
planetas podían satisfacer a los doctores cultos, pero Dios estaba más cerca de
la mente del hombre normal. Marco Villani comparó la peste con el Diluvio, y en
realidad estaba convencido de que se
trataba del fin del mundo. El mismo Papa contribuyó a fomentar esta creencia
del castigo divino cuando en una bula de septiembre habló de la «Pestilencia
con la que Dios está castigando a sus gentes». Era lógico que la ausencia
aparente de una causa material diese a la epidemia una cualidad siniestra y
sobrenatural, de modo que por toda Europa surgieron leyendas que simbolizaban a la peste en la forma de una doncella que
entraba en las casas para llevarse a sus habitantes.
Por otro lado, la
aceptación general de que se trataba de un castigo divino creó un extenso
sentido de culpabilidad, porque para recibir tamaño castigo se tenía que haber
cometido un crimen horrible. ¿Qué pecados habia en la conciencia del hombre del
siglo XIV? En realidad, todos -codicia, avaricia, usura, materialismo,
adulterio, blasfemia, falsedad, lujuria, etc.- porque cuando más se acercaba el
final de la Edad Media, anunciándose el hombre moderno, más se alejaban las
personas de las doctrinas cristianas.
Los esfuerzos para
apaciguar la ira divina tomaron muchas formas, como cuando la ciudad de Ruan
decidió prohibir todo aquello que pudiese ofender al Señor, como el juego, la
bebida y las blasfemias. En todas partes se organizaron procesiones de
penitencia, algunas de las cuales reunían a miles de personas y duraban hasta
tres días. Estas procesiones acompañaron el avance de la peste, al tiempo que
servían para aumentar el contagio. Cuando se hizo evidente esto último, fueron
prohibidas por el Papa.
Algunos cronistas
de la época se vieron desilusionados, pues creían que con el castigo divino de
la peste mejoraría el comportamiento moral de las gentes. En general ocurrió
todo lo contrario. Tal y como había ocurrido en la epidemia que asoló Atenas en
el 430 a. C., según la narración de Tucídides, la gente se volvió más amoral
como consecuencia del sufrimiento, y el comportamiento más licencioso. La
anécdota de los fabricantes de dados para el juego, que a raíz de la peste se
dedicaron a fabricar cuentas para rosarios, fue sólo eso, una anécdota.
El miedo al
contagio
Existen cierto tipo
de calamidades -terremotos, incendios- que parecen sacar a flor de piel los
mejores sentimientos de las personas
hacia sus semejantes. No es éste el caso de una enfermedad contagiosa
como la peste, que no favorece en modo alguno la solidaridad. La gente tendia a
evitar el contacto con sus semejantes.
Agnolo di Tura, un
cronista de Siena, recoge magistralmente
este miedo que se apoderó de todos anulando cualquier otro instinto; «El padre
abandona al hijo» -nos cuenta-, «la mujer al marido, un hermano a otro, porque
esta plaga parecía comunicarse con el aliento y
la vista. Y asi morían. Y no se podía encontrar a nadie que enterrase a
los muertos ni por amistad ni por dinero … Y yo, Agnolo di Tura, llamado el
Gordo, enterré a mis cinco hijos con mis propias manos, como tuvieron que hacer
muchos otros al igual que yo».
«E non sonavano
campane, e non si piangeva persona, fusse che danno si volesse, che quasi ogni
persona aspettava la morte; e per sì fatto modo andava la cosa, che la gente
non credeva, che nissuno ne rimanesse, e molti huomini credevano, e dicevano:
questo è fine Mondo». (Agnolo di Tura)
Citemos también el
testimonio de un monje franciscano en Sicilia quien dice: «Los magistrados y
notarios se niegan a venir a hacer el testamento de los agonizantes, y ni
siquiera los sacerdotes quieren acudir a escuchar confesión», También
encontramos parecidos testimonios en Inglaterra, donde para aliviar las
perspectivas de una muerte sin los últimos ritos -no sólo por causa de
negligencia del sacerdote, sino porque muchas muertes eran repentinas- un
obispo dio permiso a los laicos para que se confesasen entre si, «como hacían
los apóstoles», y si ningún hombre
estaba presente, incluso podía efectuar la confesión una mujer, y si no
encontraba a ningún sacerdote para administrar la Extremaunción, «entonces la
fe debe bastar», El mismo Papa Clemente VI se vio obligado a garantizar el
perdón de los pecados a los que morían de peste, dado que tantos fueron
desatendidos por los sacerdotes, «Y no doblaban las campanas» cuenta un
cronista de Siena, «y nadie lloraba, no importa cuán grande su perdida, pues
todos esperaban la muerte». Guy de Chauliac, observador serio y meticuloso, nos
confirma la misma opinión: «El padre no visitaba al hijo, ni el hijo al padre.
La caridad había muerto».
Pero también hubo
excepciones. En Paris, según Jean de Venette, las monjas del Hotel Dieu, «no
teniendo miedo a la muerte, atendían a los enfermos con toda dulzura y
humildad». Las que morían eran
sustituidas por otras, hasta que la mayoría «descansaron en paz con Cristo».
Las manifestaciones
de insolidaridad se produjeron no solamente entre las personas sino entre
regiones y países. Así cuando la plaga entró en el norte de Francia,
asentándose en Normandía, y, frenada por el invierno, concedió una falsa tregua
a Picardía. Un monje de la abadía de Fourcament cuenta que «entonces la mortandad era tan grande entre las gentes de
Normandía que los de Picardía se burlaban de ellos». Fue por poco tiempo, desde
luego. La misma reacción la encontramos en los escoceses, que también gracias
al invierno gozaban de una tregua frente a la peste que provenía de Inglaterra.
Encantados de saber que una enfermedad misteriosa estaba diezmando a las gentes
del sur, reunieron un ejército para invadirles. Pero antes de que se pusiesen
en movimiento la peste cayó sobre ellos, matando a la mayoría mientras que los
supervivientes huían del pánico, diseminando la enfermedad por toda Escocia.
En muchas ciudades
se ordenaron estrictas. medidas de cuarentena para evitar el contagio. Tan
pronto como Pisa y Lucca fueron infectadas, la vecina ciudad de Pistoia
prohibió que ninguno de sus ciudadanos que estuviese de viaje en las ciudades
afectadas volviese a casa, y asimismo prohibió la importación de lino y de
lana. El Dux y el consejo de Venecia ordenaron que se enterrase a los muertos
en las islas y a una profundidad mínima de cinco pies, y organizaron un
servicio de barcazas para transportar los cadáveres. Polonia estableció la
cuarentena en sus fronteras, lo que proporcionó una relativa inmunidad. En
Milán el arzobispo Giovanni Visconti tomó medidas draconianas de acuerdo con el
estilo de su familia; ordenó que las tres primeras casas en las que apareció la
peste fueran tapiadas con sus ocupantes
dentro, quedando sanos, enfermos y muertos encerrados en una misma tumba
común. No se sabe si por la prontitud de sus medidas o por fortuna, Milán
escapó con pocas muertes a la plaga.
Por otra parte se
tuvieron que tomar medidas para paliar en lo posible la desmoralización de la
gente, de manera que muchas ciudades prohibieron que tocasen las campanas en
señal de duelo o que se pregonasen los fallecimientos como era costumbre. La
ciudad de Siena impuso multas a todo aquel que llevase luto, con la única
excepción de las viudas.
La persecución de
los judíos
Es una gran verdad
en la Historia que las desgracias nunca vienen solas. Bien pronto la hostilidad
del hombre presionado por la peste se volvió contra los judíos.
Los primeros
linchamientos comenzaron en la prima vera de 1348, justo después de las
primeras muertes producidas por la peste. El cargo contra ellos era que estaban
envenenando los pozos. Estos ataques tuvieron lugar en Narbona y Carcasona,
donde los judíos fueron sacados de sus hogares y arrojados a enormes hogueras.
El judío como eterno extranjero era el blanco más obvio. Era el fuera de la ley
que se había separado voluntariamente del mundo cristiano, y a quien durante
siglos se había hecho objeto de odio. . En cuanto a la acusación de
envenenamiento de los pozos, también era antigua; aparece en la plaga de
Atenas, mencionada más arriba, . cuando se dijo que el envenenamiento era obra
de los espartanos. También se contaba con el ejemplo más reciente de la plaga
de 1320-21, en la que se culpó a los leprosos, creyéndose que actuaban
instigados por los judíos y el Rey de Granada en una gran conspiración para
destruir a los cristianos. Cientos de leprosos fueron atrapados y quemados en
Francia durante 1322, y los judíos fueron también duramente multados.
De manera que con
la Peste Negra, los judíos fueron de nuevo la cabeza de turco. En 1348 el Papa, viendo el sesgo que tomaba
la situación, publicó una bula prohibiendo la matanza, el saqueo o la
conversión forzosa de los judíos sin juicio previo, lo cual frenó los ataques
en Avignon y en los estados papales, pero no en el norte. Las autoridades, en
la mayoría de los casos, intentaron proteger a los judíos al principio, pero
acabaron sucumbiendo a la presión popular.
En Saboya, donde se
celebraron los primeros juicios formales en septiembre de 1348, se confiscó la
propiedad de los judíos mientras estos permanecían en prisión esperando que se
probasen las acusaciones que contra ellos se levantaron. Naturalmente las
acusaciones fueron comprobadas mediante el método medieval a base de
confesiones obtenidas mediante tortura. Existía una conspiración judía
internacional con base en Toledo, de donde partían emisarios que llevaban el
veneno escondido en pequeñas bolsas, así como instrucciones rabínicas sobre la
forma de envenenar pozos y manantiales. Los judíos fueron encontrados
culpables; once de ellos fueron quemados vivos y el resto de la comunidad judía
tuvo que pagar un impuesto de ciento sesenta florines al mes durante seis años
para seguir residiendo en la ciudad.
Las confesiones
obtenidas en Saboya, distribuidas por carta de ciudad en ciudad, formaron la
base para una serie de ataques a lo largo y ancho de Suiza, Alsacia y Alemania.
De nuevo el Papa intentó frenar la histeria con otra bula en la que decía que
aquellos cristianos que inculpaban a los judíos de la peste habían sido
seducidos y engañados por el diablo. Señalaba que la peste afectaba por igual a
todo el mundo, incluidos los judíos, y que lugares donde no vivía ninguna
comunidad judía la plaga era tan terrible como en el resto del mundo. Animó
además al clero a acoger a los judíos bajo su protección, pero desgraciadamente
su voz no fue oída. En Balisea, el nueve de enero de 1349, toda la comunidad
judía, de varios cientos de personas, fue quemada en una casa de madera
construida especialmente al efecto en una isla del Rin, y se emitió un decreto
por el cual ningún judío podía volver a la ciudad en doscientos años. En
Estrasburgo, el consejo municipal, que se oponía a la persecución, fue depuesto
por el voto de los gremios y se eligió otro dispuesto a cumplir la voluntad
popular. En febrero de 1349, antes de, que la peste alcanzase la ciudad, los
judíos de Estrasburgo, en número de dos mil, fueron conducidos a un camposanto
donde todos aquellos que no aceptaron la conversión fueron quemados en
hogueras.
Las sectas
flagelantes
Para entonces otra
voz se estaba alzando contra los judíos. Los flagelantes habían hecho acto de
aparición. Como súplica desesperada a la piedad de Dios, su movimiento surgió
en un espasmo repentino que recorrió Europa con la misma rapidez que la peste.
La autoflagelación
pretendía expresar remordimiento y expiar los pecados de la comunidad. Como
forma de penitencia era muy anterior a la peste, pero nunca había tenido el
auge que consiguió gracias a la plaga.
Organizados en
grupos de doscientos o trescientos y a veces más -los cronistas mencionan hasta
mil- iban de ciudad en ciudad, desnudos hasta la cintura, azotándose con
látigos de cuero que acababan en púas de hierro. Mientras gritaban pidiendo
perdón a Dios y piedad a Cristo y a la Virgen, las gentes de la ciudad en
cuestión lloraban y se lamentaban con ellos. Estas bandas hacían funciones
regulares tres veces al día, dos en público en la plaza de la iglesia y otra en
privado. Organizados bajo el mando de un maestro laico durante un período de
tiempo prefijado, que normalmente era de 33 días y medio para representar los
años de Cristo en la Tierra, a los participantes se les exigía obediencia al
maestro y mantenerse a sí mismos mediante el pago de una cantidad de dinero
fijada de antemano.
Tenían prohibido
bañarse, afeitarse, cambiarse de ropa, dormir en camas y hablar o tener
relaciones sexuales con mujeres sin el permiso del maestro. Evidentemente esto
último no se cumplía ya que los flagelantes fueron acusados más tarde de
celebrar orgías en las que se mezclaban los azotes con el sexo; un buen caldo
de cultivo para sadomasoquistas. Las
mujeres acompañaban a los grupos en secciones separadas, a la retaguardia. Si
una mujer o un sacerdote entraban en el círculo donde se estaba celebrando la
ceremonia de la flagelación, el acto de penitencia se consideraba nulo y debía
comenzar de nuevo.
El movimiento era
básicamente anticlerical, porque los flagelantes estaban usurpando el papel de
los sacerdotes como intermediarios ante la justicia divina. Extendiéndose a
través de los estados alemanes, esta nueva plaga avanzó hacia Flandes, los
Países Bajos y Picardía, llegando hasta Reims. Centenares de bandas vagaban por
estas tierras, entrando en nuevas ciudades cada semana. Los habitantes les
recibían con reverencia, doblando las campanas de las iglesias y les ofrecían
alojamiento en sus casas. Les llevaban a los niños enfermos para que los
curasen y empapaban paños en la sangre de los flagelantes que después se
aplicaban en los ojos y que conservaban como reliquias. Muy pronto los
flagelantes marcharon tras magníficas enseñas bordadas en terciopelo y oro por
mujeres entusiastas.
Creciendo en
arrogancia, se mostraron en abierto antagonismo con la Iglesia. Los maestros
asumieron el derecho de oír confesión y a conceder la absolución e imponer
penitencia, lo cual amenazaba la autoridad eclesiástica. Los sacerdotes que
intervenían oponiéndose a ellos eran lapidados y se incitaba al populacho a que
tomase parte en estas lapidaciones. Empezaron a ser temidos como una fuente de
fermento revolucionario y una amenaza a la clase propietaria, tanto laica como
religiosa. El emperador Carlos IV pidió al Papa que suprimiese a los
flagelantes y a ello se sumó la petición de la Universidad de París. Sin
embargo, incluso en Avignon, varios cardenales se oponían a que se tomasen
medidas contra ellos, quizá porque no estaban completamente seguros de si el
movimiento recién surgido tenía el respaldo divino o no. Mientras tanto los
flagelantes habían encontrado una nueva víctima. En cada ciudad donde entraban
se dirigían al barrio judío seguidos por el populacho, aullando venganza contra
los «envenenadores de pozos». En Friburgo, Augsburgo, Nüremberg, Munich,
Könisberg, en otros centros los judíos fueron masacrados con una meticulosidad
que parecía buscar el total exterminio de la raza. En Worms, en marzo de 1349,
la comunidad judía, compuesta por unas cuatrocientas personas, volvió a una
antigua tradición quemándose dentro de sus hogares, antes que ser muertos por
sus enemigos. La comunidad más numerosa de Frankfurt am Maine siguió el mismo
ejemplo, propagándose el incendio a gran parte de la ciudad. En Colonia, el
consejo de la ciudad repitió el argumento del Papa de que los judíos eran
víctimas de la peste como todo el mundo, pero los flagelantes reunieron una
muchedumbre «de esos que no tienen nada que perder» y se entregaron a su labor de matanzas y saqueos.
En Maínz, que contaba con la comunidad judía más importante de Europa, sus
miembros se decidieron por fin a defenderse. Con armas recogidas de antemano
mataron a doscientas personas del populacho, un acto que sólo sirvió para
aumentar la matanza por parte de los ciudadanos, enfurecidos por la muerte de
cristianos. Los judíos lucharon hasta que se vieron perdidos. Entonces se
encerraron en sus casas y les prendieron fuego. Se dijo que seis mil perecieron
en Mainz aquel 24 de agosto de 1349. Pero el exterminio total es raro en la
Historia. Algunos grupos se salvaron mediante la conversión y el principe
Ruperto del Palatinado, junto con otros príncipes, protegió a grupos de
refugiados. El duque Alberto II de Austria fue uno de los pocos gobernantes que
tomó medidas eficaces para proteger a los judíos en su territorio. Los últimos
progroms tuvieron lugar en Antwerp y en Bruselas, donde toda la comunidad judía
fue exterminada en diciembre de 1349. Cuando acabó la peste quedaban muy pocos
judíos en Alemania y los Países Bajos.
Por esas fechas la
Iglesia ya estaba decidida a asumir el riesgo de actuar contra los flagelantes.
Los magistrados ordenaron que se les cerrasen las puertas de las ciudades.
Clemente VI, en una bula de octubre de 1349, pedía que se les dispersase o
detuviese; la Universidad de París negó su pretensión de inspiración divina y
Felipe VI rápidamente prohibió la flagelación en público bajo pena de muerte.
Las autoridades locales persiguieron a los «maestros del error» atrapándolos,
colgándolos y decapitándolos .. Los flagelantes se desbandaron y huyeron
«desapareciendo tan rápidamente como habían surgido», escribió Enrique de
Hereford, «como fantasmas nocturnos o espíritus burlones». En algunas partes
quedaron algunas bandas, no siendo suprimidas totalmente hasta 1357.
Como espíritus sin
hogar los judíos fueron regresando lentamente desde el Este de Europa donde se
habían refugiado, pero volvieron en peores condiciones y más segregados que
antes. El mito del envenenamiento y sus masacres habían convertido la imagen
del judío malvado en un estereotipo. El período de florecimiento medieval de
los judíos había acabado y las murallas del «ghetto» aunque no físicas, ya se
habían levantado.
(Más información
sobre los flagelantes en http://www.vallenajerilla.com/berceo/florilegio/inquisicion/flagelantes.htm
Repercusiones
sociales y económicas de la peste
¿Cuál era la
condición humana después de la peste? Simón de Covino creía que la peste había
tenido un efecto lamentable sobre la moral, «disminuyendo la virtud en todo el
mundo». Gilles li Muisis por el contrario, pensaba que se había mejorado la
moral pública porque muchas parejas que antes vivían en concubinato ahora
estaban casadas, aunque esto se debió en realidad a las nuevas ordenanzas
municipales. La tasa de matrimonios creció indudablemente, aunque no por amor.
Muchos aventureros se aprovecharon de las huérfanas para ganar inmensas
fortunas en forma de dotes, de tal manera que la oligarquía de Siena prohibió
el matrimonio de las huérfanas sin el consentimiento de la familia. En
Inglaterra Piers Plowman se lamentaba de la gran cantidad de parejas que se
habían casado desde la peste «por ansias de riquezas y contra los sentimientos
naturales» uno de cuyos resultados, según él, fue el gran número de matrimonios
estériles. Quizá esta conclusión de Plowman es la moraleja de un moralista más
que la realidad, puesto que otro cronista, Jean de Venette, afirma exactamente
lo contrario, que los matrimonios que siguieron a la plaga tuvieron
descendencia muy numerosa. Esto también puede ser un intento de buscar un
alivio a la merma de población tras la peste.
La gente no mejoró
a consecuencia de la epidemia. tal como hubiese esperado Matteo Villani, quien
decía que la ira de Dios debía convertirles en «mejores hombres, humildes,
virtuosos y católicos». En lugar de ello «olvidaron el pasado como si nunca
hubiese existido y se entregaron a una vida más desvergonzada y desordenada que
la que llevaban antes».
Debido a la
abundancia de bienes y alimentos y a la escasez de consumidores los precios se
hundieron y los supervivientes de la peste se
entregaron a una orgía salvaje de despilfarro. Los pobres se mudaron a
casas abandonadas, dormían en camas y comían en servicio de plata; los campesinos
se apoderaban de las tierras que nadie reclamaba, así como del ganado, incluso
de lagares, forjas o molinos que habían quedado sin dueño y de muchas otras
cosas que nunca antes habían poseído. El comercio se había reducido pero había
aumentado el nivel de líquido dado que había menos personas para repartirlo.
El comportamiento
de las personas se volvió más despiadado y cruel, como ocurre a menudo tras un
período de violencia y sufrimiento. Se culpó de ello a los advenedizos y nuevos
ricos que presionaban desde abajo. Siena renovó sus leyes suntuarias en 1349
porque muchas personas aparentaban mayor rango del que les correspondía por
nacimiento u ocupación. Un estudio de las recaudaciones de impuestos después de
la peste nos indica que aunque la población estaba diezmada, las proporciones
sociales seguían siendo las mismas.
Debido a los
intestatos, las propiedades sin herederos, y las disputas en torno a tierras y
edificios, se levantó una furiosa tormenta de litigios, agravada por la escasez
de notarios. Los colonos o la Iglesia se apoderaron de los terrenos y
propiedades abandonadas. El fraude y la extorsión practicada por los tutores
sobre los huérfanos se convirtió en un escándalo generalizado.
El resultado más
obvio e inmediato de la peste negra fue naturalmente la disminución de la población,
que debido a las guerras, el bandolerismo y nuevos brotes de la plaga, declinó
todavía más hacia finales del siglo XIV. La peste en sí fue una maldición para
el siglo, que bajo la forma de su bacilo almacenado en los transmisores -ratas
y pulgas- surgió seis veces más en los siguientes sesenta años. Después de
matar a los más susceptibles de contagio, con un considerable aumento de la
mortandad infantil en las últimas fases, remitió por fin, dejando a Europa con
una población reducida en casi un cincuenta por ciento para finales del siglo.
Baste decir, como ejemplo, que la ciudad de Beziers, en el sur de Francia,
contaba con catorce mil habitantes en 1304 mientras que un siglo más tarde sólo
tenía cuatro mil. Las florecientes ciudades de Carcasona y Montpellier quedaron
reducidas a sombras de su prosperidad pasada, al igual que Ruan, Arrás, Laon y
Reims en el norte. Al disminuir el número de personas que podían pagar
impuestos, los gobernantes aumentaron su cuantía, lo que provocó el
resentimento popular, que iba a estallar repetidas veces en las décadas
posteriores a la peste.
Los valores
relativos de tierra y trabajo se vieron completamente alterados. Los
terratenientes, en un intento desesperado de mantener sus tierras cultivadas,
reducían las rentas que debían pagar los campesinos o incluso llegaban a
anularlas totalmente. Más valía no tener beneficios que no ceder de nuevo los
terrenos a la Naturaleza. Pero a pesar de todo, dada la gran mortandad, las
tierras cultivadas disminuyeron forzosamente, y los terratenientes empobrecidos
desaparecieron abandonando sus mansiones y castillos para unirse a las bandas
de mercenarios que iban a ser la maldición de los años siguientes.
Cuando debido a la
disminución en la población activa, disminuyó también la producción, los bienes
y alimentos de todo tipo comenzaron a escasear y los precios se dispararon. En
Francia se cuadruplicó el precio del trigo en 1350. Al mismo tiempo, con la
escasez de la mano de obra vino el mayor malestar social bajo la forma de demandas
concertadas de aumentos salariales. Tanto los campesinos como los obreros,
artesanos, escribas y sacerdotes descubrieron el valor de ser pocos. En el
curso del año que siguió al primer gran brote de la peste, los trabajadores
textiles de St. Omer habían conseguido tres aumentos de sueldo seguidos, y los
alfareros de Amiens reclamaban subidas por el estilo. En muchos gremios los
artesanos se declararon en huelga pidiendo más dinero y menos horas de trabajo.
En una época en la
que el orden social se consideraba inamovible, acciones de ese tipo eran
revolucionarias. La respuesta de los gobernantes fue la represión instantánea.
En un esfuerzo por mantener los salarios al mismo nivel que antes de la peste,
los ingleses promulgaron una ley en 1349 ordenando a todo el mundo trabajar por
los mismos salarios que regían en 1347. Un estatuto francés de 1351, más
realista, y aplicado a la región de Paris, permitía una subida de los salarios
que no excediese en más de un tercio al nivel anterior; se fijaron además los
precios y se regularon los beneficios de los intermediarios, y para aumentar la
producción se ordenó que los gremios no fuesen tan estrictos en las
restricciones acerca del número de aprendices y que se acortase el período de
tiempo necesario para llegar a ser maestro artesano. Pero aun así, los
conflictos laborales habían comenzado y los viejos lazos de unión medievales
entre señor y campesino, noble. y artesano, se empezaban a aflojar y se irían
repitiendo las luchas a lo largo de lo que quedaba del malhadado siglo XIV. Por
un lado la educación sufrió seriamente debido a las pérdidas que la peste produjo en el clero,
que como se recordará, constituía la casi totalidad de la clase docente en la
Edad Media. En Francia, de acuerdo con Jean de Venette, «pocos se encontraban
en las casas, villas o castillos que pudiesen enseñar gramática a los niños».
Para ocupar los puestos vacantes la Iglesia ordenaba sacerdotes a mansalva;
muchos de ellos, hombres que habían perdido a sus familias en la epidemia y que
buscaban en los hábitos un refugio y que apenas sabían leer y escribir.
Por un impulso
contrario, se estimuló la creación de universidades como medio para conservar
los conocimientos y la cultura, gravemente amenazados por la peste.
Especialmente el emperador Carlos IV, un intelectual, se preocupó de la posible
desaparición .del saber debido a la «loca rabia de la muerte pestilente» -según
sus palabras- que había asolado al mundo. Fundó la Universidad de Praga en el
año 1348, el mismo de la peste, y en los cinco años siguientes dio el respaldo
imperial a las universidades de Orange, Perugia, Siena, Pavía y Lucca. En estos
mismos años tres nuevos colegios universitarios fueron creados en Cambridge
-Gonville Hall, Trinity Hall y Corpus Christi- aunque la causa de estas
fundaciones no siempre fuese el amor a la cultura. El Corpus Christi fue creado
en 1352 porque las tarifas de las misas de difuntos habían subido de tal modo
después de la peste que dos gremios de Cambridge decidieron establecer un
colegio universitario cuyos doctores se encargasen, en su calidad de
sacerdotes, de orar por los difuntos de ambas corporaciones.
De todas maneras,
las universidades también sufrieron el peso de la epidemia y en Oxford se
escuchaban lamentaciones en los sermones por la falta de alumnos, mientras que
en Bolonia, veinte años después de la plaga, el gran Petrarca se dolía en una
serie de cartas tituladas «Sobre cosas viejas»: donde antes no había «nada más
alegre en el mundo ni más libre», ahora casi ninguno de los antiguos grandes
maestros quedaba con vida, y en lugar de tan grandes genios «una ignorancia
universal se había apoderado de la ciudad». Aunque hay que reconocer que de
esto no sólo era culpable la peste, sino también la guerra y otros problemas.
El jubileo de 1350
y la Iglesia tras la peste
El sentimiento de
pecado producido por la peste encontró alivio en la indulgencia plenaria
ofrecida en el año del Jubileo de 1350 para todos aquellos que emprendiesen la
peregrinación a Roma. El Jubileo, establecido por Bonifacio VIII en 1300, en
principio estaba destinado a tener lugar cada cien años, pero el primero
constituyó un éxito. tan grande -visitaron, según las crónicas, dos millones de
peregrinos la Ciudad Santa- que Roma, empobrecida por la marcha de la corte papal
a Avignon, rogó a Clemente VI que acortase el intervalo a cincuenta años. El
Papa era de la opinión de que «un pontífice debe hacer feliz a sus súbditos» y
les concedió lo que pedían. Así en 1350 los peregrinos se agolparon en los
caminos que llevaban a Roma y se dijo que cada día entraron o salieron de la
ciudad cinco mil personas. En cuanto a la Iglesia, emergió de la peste más rica
y mas impopular que antes. Cuando todos estaban amenazados por la muerte
repentina y con la perspectiva de irse al otro mundo en estado de pecado, el
resultado fue un flujo de donaciones a instituciones religiosas tal y como no
se había conocido hasta entonces. El convento de St. Germain L’Auxerrois, por
ejemplo, recibió cuarenta y nueve herencias en seis meses, comparadas con las
setenta y ocho de los ocho años anteriores. En Florencia la Compagnia de San
Michele recibió trescientos cincuenta mil florines en concepto de limosnas para
los pobres, aunque en este caso se acusó a los dirigentes de la compañía de
usar el dinero para sus propios fines, a lo que ellos alegaron que los pobres y
necesitados ya no necesitaban el dinero porque estaban muertos.
Enriquecidas por
los donativos, las órdenes religiosas levantaron más animadversión de la que ya
había contra ellas. Cuando Knighton se hace eco del fallecimiento de ciento
cincuenta franciscanos, víctimas de la peste, en Marsella, añade «bene quidem»
(buena cosa); y de los siete frailes que sobrevivieron de ciento sesenta que
había en Maguelonne escribió «y con esos hubo bastante». Las órdenes
mendicantes no podían ser perdonadas por abrazar el culto al dinero. Así la
peste aceleró el descontento con la Iglesia, en el momento en que la gente
necesitaba más apoyo espiritual. Clemente VI, al que no podemos llamar un
hombre espiritual, se impresionó lo bastante con el mal comportamiento del
clero durante la peste como para estallar furioso contra sus prelados. que le
pedían en 1351 que aboliese las órdenes mendicantes. «Si lo hiciese» -replicó
el Papa- «¿Qué podríais predicar a la gente? Si es sobre humildad, vosotros
sois los más orgullosos del mundo, creídos y pomposos. Si es sobre pobreza,
sois tan codiciosos que todos los beneficios os parecen poco. Si es sobre la
castidad -pero no hablaremos de esto, porque Dios sabe lo que hace cada hombre
y cómo algunos de vosotros satisfacéis vuestros deseos.» Con esta triste
opinión de sus clérigos falleció el Papa un año después. «Cuando los que tienen
el título de pastores hacen el papel de lobos, la herejía crece en el jardín de
la Iglesia», escribió Lothar de Sajonia.
Tras la peste
Los supervivientes
de la peste negra se encontraron con que no habían sido exterminados, pero
tampoco habían mejorado, y por ello no podían encontrar un propósito divino en
todo lo que habían sufrido. Si un desastre de esa magnitud era un pacto
caprichoso de Dios o sencillamente no era obra divina, entonces todos los
valores absolutos del hombre medieval se tambaleaban. Las mentes que se
atrevían a hacerse estas reflexiones no podían volver atrás. El giro hacia la conciencia
individual. Quedaba en el horizonte. En este punto la peste puede haber sido
uno de los precipitantes del nacimiento del hombre moderno.
Pero entonces sólo
dejó miedo, tensión y tristeza. Aceleró la conmutación de los servicios
laborales en las tierras y profundizó el antagonismo entre ricos y pobres.
Aumentó la hostilidad humana.
El estado de la
Europa medieval después de la peste queda reflejado en el caso particular de
Siena, que perdió la mitad de su población y donde se abandonaron las obras de
la Gran Catedral -que iba a ser la mayor del mundo- para no reanudarse nunca
más debido a la falta de mano de obra, de maestros masones y a la melancolía y
pena de los supervivientes.
José López Jara
Fuente:
VallenaJerilla
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