LA EXTRAÑA ACTITUD
DE
NICOMEDES
José Rivero Vivas
Junto al grueso tronco del
olmo se apilaban montañas de tiernos abetos que una mujer vendía. La gente se
arracimaba en torno desde días antes, y ansiosa buscaba el esqueje idóneo para
decorar y erigir como símbolo de la festividad navideña. Mayores y menores se
afanaban en llevar y traer miles de ornamentos con que engalanarlo y que
apareciera bello y formal. Se respiraba ambiente de júbilo, y en el aire se
diluía la inveterada tradición.
Nicomedes miraba desde la
esquina más apartada de la plaza y sereno seguía el movimiento de unos y otros,
pero callado, sumido en su enojo, que estaba reñido con los de su pueblo, por
mimos y futesas. Además, era el único que no andaba ocupado en celebrar la
conmemoración anual; aunque nadie le ponía asunto porque normalmente se
consideraba extraña su actitud, y es que la gente opina así de todo aquello que
sobrepasa su entendimiento y escapa a su próximo y aun lejano horizonte. Es una
tendencia arraigada en el ser humano la de juzgar posturas ajenas y estimarlas
consecuentes o excéntricas, conforme le dicte su estrecha comprensión del
asunto, lo que lo lleva, las más veces, a vaticinar injustamente sobre esta o
aquella persona en particular. Estaba ocurriendo con Nicomedes, que apenas
podía salir a la calle sin que sus vecinos le gritasen cualquier insulto, en
son de chanza porque, pese a ser singular, su proceder, a fuer de extraño, les
resultaba ridículo, y en unos pocos causaba incluso hilaridad. Pobre Nicomedes.
Tal vez, de hallarse en otras latitudes, la apreciación general fuera
diferente, con lo que su presencia en la calle, cafés, plazas y jardines
hubiese pasado desapercibida y aun aceptada como regular y corriente. En su
pueblo no, que era pequeño y cerrado por demás.
Nicomedes se dio un día
perfecta cuenta de su tragedia, y decidió partir, alejarse de su medio y no
regresar nunca más; pero, estaba encariñado con el lugar de su nacimiento y no
le venía fácil la marcha definitiva, rumbo a lo desconocido. Las circunstancias
lo empujaban, sin embargo, y más la aviesa disposición de sus vecinos, que
acaso fuese mal interpretada por él mismo, cosa que lo hacía errar en la
conciencia tomada respecto del ámbito y su personal entorno. Pero, ¿qué le
inducía a romper con su mundo casi a última hora de su perfilado otoño? Algo grave
le hubo sucedido, seguro, por lo cual no estaba dispuesto a soportar aquella
situación, pese a que sus años no eran los más apropiados para emprender nueva
ruta y rebasar distintos senderos. Entonces, ¿qué causa lo arrastraba a tamaña
determinación?
Nicomedes tenía pocos amigos:
ninguno. Unos sí, y otros también, le gastaban bromas y hasta lo agasajaban;
nada más, hasta aquí su relación. Ahora bien, Nicomedes tenía un gran amigo en
el olmo de la plaza, un ejemplar corpulento que daba sombra en verano y
protegía de la lluvia en invierno. Infinitas horas pasaba bajo sus ramas
mientras admiraba su umbría majestuosidad y sentía discurrir un tiempo que no
volvería a ser. Un día aciago y de mal agüero, Nicomedes encontró unos obreros
que podaban las gruesas ramas del hércules hermoso; al verlos hacha en mano
contra él, ávido corrió hacia ellos y gritó:
―¿Qué hacéis?
―Podarlo.
―Eso es desmochar.
―Tú, ¿qué sabes,
Nicomedes?
Tuvo que callarse. Se metió
las manos en los bolsillos, y se retiró. Después, estuvo rumiando un sinfín de
pensamientos, que no sabía hilvanar ni poner uno delante de otro.
Al paso del tiempo, la
escabechina de los leñadores se hizo notar: el olmo estaba anquilosado en sus
retorcidos miembros, sus muñones se agrietaban y mostraba corazón, líber y
albura cual seca esponja, estallada y pulverulenta.
Hubo un momento en que
Nicomedes no pudo resistir la macabra visión de aquel ser, que se consumía y
dejaba de existir, porque entera la comunidad se mostraba insensible al dolor
ajeno y permitió que manos despiadadas lo despojaran de su hálito. Así, pues,
una tarde, aprovechando cierta reunión esporádica, que en la plaza tuvo lugar,
a la salida de misa, dijo:
―Esto es un asesinato colectivo ―y señaló al árbol. Luego: ―Somos unos criminales. Miradlo muerto ante nosotros.
Un pobre olmo cuya vida se hubiese salvado con sólo una migaja de
agua, proporcionada a tiempo, y que reverdeciera, como aquel de Antonio. Pero
se la hemos negado, por pereza, indiferencia y falta de amor. Somos unos
miserables, abominables criaturas indignas de la existencia. He ahí nuestra
víctima. Rezad por ella, para que se os perdone la felonía y la villana
conducta observada. No demoréis pedir vuestro perdón. Yo, por mi parte, no ceso
de rogar que se me disculpe mi negligente obrar y mi escaso deseo de hacer
bien.
Caso curioso, la gente escuchó
a Nicomedes y puso atención a cuanto manifestó. Lo malo fue que alguien hizo
mención jocosa a su alegato y Nicomedes se enfadó, abriendo un bombardeo de
insultos contra quien dijera mal de su plática. Mas, como era tenido por
especial, nadie tomó en serio su ofensa y marchó cada cual a su sitio sin más.
Nicomedes quedó solo en la plaza, frente al olmo que había sido y que no era
ya, porque se derruía lastimosamente y terminaba su ser vegetal.
Ahora, a la vista de los
sangrantes abetos, Nicomedes se sentía sobrecogido de espanto, y notaba cierta
repulsa hacia aquellas personas arremolinadas en su derredor. Mientras
contemplaba el agitado trasiego en el improvisado mercado y sus contornos, pensaba:
¿Para qué destrozar tanto árbol, si
con uno solo nos hubiese bastado? Teníamos que haber ornado el viejo olmo, sus
restos, y que nos uniera en alabanza al Señor. Pero, no; primero lo hemos
asesinado, permitiendo su acabamiento total, y ahora tratamos de
resucitarlo en la muerte de estos pinos jóvenes, con los que festejamos un
evento que nos escapa por torpes y pretenciosos.
Nicomedes era a menudo
arrancado de su meditación por la voz de alguno que le gritaba recordándole la
fecha. Mas, él no se inmutaba, y proseguía su elucubración, tejiendo y
destejiendo su caos mental. Al rato decidió marcharse.
Y partió, cuando las luces
brillaban en la noche, los cantos se elevaban al cielo y en torno al Árbol de
Navidad se reunía la gente en tradicional compostura para celebrar el Santo
Advenimiento y adorar a la Divina Criatura.
Nicomedes se
fue, solo, sin nadie que lo acompañase a la estación. Su marcha, en una noche
de excelsitud plena, causó honda desazón en sus vecinos, para quienes resultó
recelosa y doblemente extraña su actitud.
José Rivero Vivas
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La extraña actitud de Nicomedes
de José
Rivero Vivas
2º Premio de cuentos en el Concurso
Literario de LA TARDE “Ángel Acosta”,
Santa Cruz de Tenerife, diciembre de 1971.
Del libro inédito La deserción.
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