MANUEL VERDUGO EN TENERIFE
La popularidad de un poeta
(Del libro: El Parnasianismo y Manuel Verdugo.
El Vigía Editora)
A
pesar de haber nacido Verdugo en Filipinas, no hace nunca alusión en sus obras
al lugar donde viera la luz por vez primera. Es probable que no encontrara nada
de extraordinario en el hecho de su nacimiento accidental en un país que es por
entonces la prolongación de España. Los constantes viajes que emprendió en su
niñez y su juventud, su espíritu viajero, curioso y cosmopolita, eran lo menos
indicado para hacerle amar un lugar determinado; pero no cabe duda que siempre
se consideró un hijo de Tenerife, y de ello ha dado pruebas fehacientes.
Había, además, razones para ello. Aquí nacieron sus padres, estaba unido por
lazos familiares y poseía su patrimonio. Y de Tenerife ha sido La Laguna su
lugar predilecto. En esta ciudad silenciosa, monacal, injerto de Castilla en
el corazón de Canarias, ha encontrado su alma grato refugio y será ella la que
vele su sueño eterno cuando la hoz de la Parca siegue el hilo de su existencia.
Ha
sido Verdugo un gran poeta y nadie le ha regateado nunca esta condición pero no
ha poseído, entre los que pudiéramos llamar sus paisanos, gran popularidad. Su
poesía demasiado culta no es popular y además no podía serlo. Su figura no
coincidía tampoco con la idea vulgar que el pueblo se forma de un poeta. No era
un poeta melenudo y bohemio que pasaba hambre. El pueblo ama a las figuras que
conviven con él y que halaga sus pasiones; siente pasión por lo regional y
este señor de tres continentes, como lo llamó el historiador real, no sentía
gran entusiasmo por ello. La multitud ama la metáfora brillante, la arenga, la
política, la pasión. Verdugo no es político, aparenta no interesarse por cosa
alguna y para todos los entusiasmos tiene la mirada fría e incolora de su
monóculo. Se conocen sí, sus dichos y sus hechos, y se declaman algunas poesías
que excitan más la sensibilidad del pueblo; pero no podía sentir gran
entusiasmo por el poeta que en una fiesta del libro había comenzado así una
poesía: «Salud, analfabetos».
Su
misma figura contribuía a acentuar más la extrañeza, y a los labios de alguno
acude el nombre de Oscar Wilde. Alto, frío, ceremonioso, de modales
aristocráticos. Un rostro de líneas duras, cuya frialdad contribuiría a
acentuar más aún el monóculo, ese aparato óptico que parece simbolizar lo impersonal,
lo que no tiene alma. Sus respuestas áticas, secas, repletas de glacial ironía.
Desengaña con franqueza brutal, quizá piadosa en el fondo, a los jóvenes poetas
que vienen a ofrecerle tímidamente el holocausto de sus primeras cuartillas.
Pero tenia, en cambio, el prestigio de su cuna y de su vida andariega. Nacido
en Filipinas y de familia muy arraigada en el país. Había estado en Italia. En
los canales de Venecia había paseado en góndola con Odette Valery, la bellísima
y gran bailarina. Bajo las frondas de los bulevares parisinos había paseado su
tedio con Rubén Darío, íntimo amigo suyo, entonces en el pináculo de la fama.
Exagerados, tal vez, se hablaba de sus amores. ¿Cómo no habiendo estado en
París? con damas ilustres y de los caudales derrochados en locas correrías por
el Montmartre. En Madrid alternaba con las figuras más destacadas del mundo de
las letras y de las artes. Le unía íntima amistad con los hermanos Machado.
Conocía a Benavente; a Gómez Carrillo, espíritu frívolo, parisiense y temible
duelista; a Valle Inclán, el de las barbas de patriarca, que ya por entonces
había difundido envuelto en la magia de una prosa bellísima el aire misterioso,
de «meiga», de Galicia su tierra natal; a Felipe Sassone, el poeta trotamundos;
a Carrere, que cantaba los viejos rincones de la villa madrileña y las
excelencias de una bohemia, tal vez más literaria que real, y de la cual fue él
el último superviviente.
Entre
el elemento literario de las Islas, su prestigio es enorme. En torno suyo se
congrega una pléyade de jóvenes poetas que siguen ciegamente sus consejos.
Entre los consagrados ocupa merecidamente un primer puesto que nadie osa
disputarle. Desde su retiro de La Laguna da a la publicidad en el año 1918 una
obra dramática en prosa titulada Lo que Estaba Escrito, que estrena
la compañía de Luis de Llano; y más adelante, en el año 1922, su obra poética
fundamental: Estelas que edita en Madrid la editorial Renacimiento. Colabora
en prosa y en verso en los periódicos locales, y es la figura indispensable de
toda velada o festival poético que se celebre en las Islas. Pero el lazo que le
unía a la metrópoli, a Madrid, se ha ido desatando poco a poco. De cuando en
cuando envía una poesía a La Esfera; después, un largo, profundo silencio.
Cuando La Esfera interrumpe su publicación, el poeta muera también para España.
Cuando vemos tantos artistas llegar a los más serviles menesteres para
conseguir una migaja del banquete de la gloria, ha de parecernos extraña la
actitud de Verdugo mostrándose indiferente a sus encantos. Pero esto nos
define su carácter. La gloria, mientras el se hallaba en plenitud de su vigor
poético, le tendió sus brazos amorosos, esos brazos que ahogan en ocasiones,
supo saludarla, con exquisita urbanidad, con esa cortesía levemente irónica de
los que conocen a fondo el mundo, y luego le volvió desdeñosamente las
espaldas. Quien en «El Laurel de Apolo» una de sus mejores poesías nos habló en
emocionadas estrofas de la efimeridad de la fama, supo demostrarnos con sus
hechos cuando llegó el momento, que no había hablado por hablar. «A ti que
desertaste del palenque literario», le dice Benavente en la dedicatoria de una
fotografía donde vemos la letra irregular del gran dramaturgo y su rostro
irónico de Mefistófeles. Y Eduardo Zamacois en la dedicatoria de un libro le
lanza este reproche algo infantil: «A Manuel Verdugo, que no me escribe nunca».
Pero
en la oscuridad de su retiro, sin lanzar un reproche, sin una queja, continuará
siempre y si la amargura anida en su corazón no lo sabremos nunca, al menos por
sus labios.
(Del
libro: El Parnasianismo y Manuel Verdugo. El Vigía Editora)
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