viernes, 22 de diciembre de 2017

ESCALERA AL CIELO

Roberto Cabrera
Me enteré de forma fortuita que Dionisio de Tracia, pese a sus estudios, no trató la sintaxis. Y como la cosa no parecía tener fin, me fui de clase. El profesor enfurecido me gritaba « ¿Adónde va usted?» Pero tenía cosas más urgentes que atender. « ¿Andas tras las mujeruelas?», me susurró el conserje con quien tenía cierta confianza. Habían puesto normas nuevas ese año, y había que entregar el carné a la entrada. De eso nos conocíamos, pues siempre llegué tarde. Me ocurría lo mismo que en las competiciones de natación; del miedo me lanzaba el último y del agua salía el primero. Había que ver a las madres cómo gritaban desde el graderío cuando yo iba llegando a los veinticinco metros. Aunque —digamos la verdad— el conserje por quien estaba interesado era por mi hermana que era can­tante rock. Tenía los muslos flacos y larguísimas piernas morenas. Oír su voz en los descansillos de los pisos de las tiendas de moda, fue para mí la consumación de un misterio largamente anhelado. La voz de mi sangre con su carga macilenta de impre­siones. Mamá Cash, Rock Hudson. Su voz para un hombre de principios. Cito actores sajones ya que salía en las telerevistas un tal José Bódalo, pero como decía algún cinéfilo, tenía cara de carnicero. De todas formas ella era el blanco de los hombres maduros, con calcetines de ejecutivo y zapatos en puntera. Daba lo mismo el porte o estilo de aquellos seres de pelo viril entre las tetillas del pecho.
Al llegar al BOLABAR, me enteré de lo de la redada en la boutique. Era una historia que hacía temblar al más títere. Fue la época dorada del chocolate doble cero y de los fondos de los coches repletos de porros y chicharras en desorden. En el local teníamos música, aunque sin el permiso del Gobierno Civil. Me puse las gafas oscuras y comencé a lanzar hacia los blancos de la bolera. Soldiers, Out of Focus, Change II, To­bacco Road, sonaban en la rockola. Sin embargo, me molesta­ban mis dualidades. Inesperadamente me ponía a cavilar sobre el método hipotético-deductivo. Era de los primeros que traba­jaba y estudiaba al mismo tiempo. Tenía turno de tarde-noche en la bolera y no me quería perder la marea de eventos que se avecinaban. Afición, la mayor era el guión de cine. En eso quería triunfar y estaba próxima la noche de fin de año. Era importante.
¿Era importante? El negro gato de angora se precipitó dentro. Muchas figuras se apoyaban sobre el mostrador. Algu­nos habíamos comenzado una partida de poker.
—Escalera de color —grité.
Sentí un rechazo inmerecido. Había mucho en juego y las cartas me habían traído una repentina certidumbre. Los naipes me los había regalado un gay del local vecino. Me froté las manos confiado. Llegaba alternativamente el sonido de las bolas y la desenfrenada música de Chuby Checker.
— ¡Manzanilla! minino, no puedo darte la lechita; lo siento amor.
Me rozaba ruborizado, quizá presintiendo que mi triunfo bien podría deberse a su mítico y negro color. Y eso bien podría significar una ración de caballas cuando cerráse­mos y fuésemos a San Andrés a dar una vueltecita.
Al salir Manzanilla y yo, dimos un largo rodeo por la ciudad. En algunos escaparates se veía en las pantallas de los televisores a mi hermana cantando el tema de moda. Algo de amargura me traían estas vicisitudes, pensaba que dos en la familia no podríamos alcanzar los laureles del láudano paradi­síaco de las altas esferas celestes del poder. Habíamos subido a la montaña nevada de un nuevo día. Doradas cumbres de gin, Convertatione con los feligreses. Y deo gratia en definitiva.
Se supo que andaban añadiendo a la coca unos grami­llos de heroína para trabar a la mayor cantidad de clientela posible. La policía lo sabía y ahora, después de muchas pelí­culas, subían los coches a Las Ramblas. A veces perseguían a algún traficante o  llegaban hasta el mismísimo asiento y lo interrogaban. Salían con la mano en la cartuchera, con ciertas prisas ya que dejaban el porro encendido dentro del coche y se les podía consumir con tanta filigrana cuando atacaban al lumpen proletario. Una vez trataron de agarrar a Johny. Andaba en silla de ruedas y ciertamente con una habilidad irre­petible. Era minusválido pero practicaba el baloncesto. Había qué ver lo que los otros tardaban en encestar comparados con él.
Como me sentía bastante solo me dirigí al apartamento. Al llegar encontré la nota asida fuertemente al reborde de la mirilla. «Lo pases bien» y esas cosas. Cosas que evidente­mente significaban bastante para mí, ya que seguro que andaba con otros. Temí entrar al apartamento aunque dispusiera de llaves. Era su apartamento. Me asustaba entrar y tomar el té con hongos que recientemente había aprendido a preparar. Salutífero tea. Caja de resonancias mi cabeza. Tres días en subir al cielo había empleado dios. A saber por qué atajos tomaría. Temí entrar aunque conociera perfectamente dónde se hallaban escondidos los consoladores.
Bajé a un bar. A voces los vecinos se repetían las con­gratulaciones. Luego al gato le pisaron la cola unas señoronas que en una esquina luchaban por marcar unas cifras telefónicas. «Esta gente no tiene bien introyectado el esquema corporal». Me senté cómodamente y abrí el portafolios de cuero virado. En seguida encontré el guión. Me había comprometido con una cooperativa de cinéfilos y el productor andaba con infundadas prisas. No me quedaba otro remedio que buscar una bonita historia. Como tenía suficiente dinero, decidí hacerme visitador de barras americanas nocturnas. Allí estaban mis personajes aguardando. La traba era que me encontraba demasiado serio e imponía confusión por donde quiera que fuera. AMSTEL BEER. Por ahí llevaban gastadas una buena pasta en tragaperras.
— ¿Un medio chato? ¿Te invitas una copita?
Qué buena la compasiva mirada de una fúnebre prosti­tuta. Un ente sustitutorio. Algo me hacía sentirme bien. Olvidar a Nelly, andar lo suficientemente lejos del apartamento, lejos del mirador de la terraza, bajo las planchas de cinc, escuchando gallos destemplados y sintiéndome observado desde los cer­canos edificios que impiden ver el mar. Con estas mujeres no hay que luchar por poseerlas, bien o mal vienen a mí. Al rato, al pensar en el dichoso guión, comencé a descomponerme. No puedo meter ahí ni las primigenias sombras del personaje. «No existe derecho ni revés, después o antesme repito a mí mismo en medio de los copetines—. Vivimos los terrenos indemnes del presente continuo. Cantamos misa. Hablamos de C. G. Jung y de inconscientes fuerzas. Muchos tran­seúntes caminan ya hacia el sol. Liberados. Jugamos al as de corazones en el suelo. Allí no había dónde apoyar la espalda. Toda la fluidez del cuchitril se iba desvaneciendo, nada quería calcarse en el guión. Y más aprisa, más aprisa. Todo el mundo con prisas. Mujeres también, sustitutivos o no. Perdón. Cara de ángel. Nelly, casi nadie Nelly, veinte años más joven que yo, y con la insana costumbre de introducirse unas muñecas de cera de vishnú en el trasero. Para luego salir a la calle. Llevaba con estas prácticas desde muy jovencita y no había quien la echara atrás. Pensamientos precipitados se me venían encima. «Todas las madres son cojas» y un largo repertorio. Necesitaba un sobrehumano esfuerzo para elaborar el guión y quedar tranqui­lo. De paso asegurarme mi buena paga. A mis años, esto del bachillerato nocturno no tiene demasiado sentido. Allí ya me llaman «el abuelo», pero en los guiones firmo Ruys Bellackot's con mi apóstrofe y todo, como marca la ley. Quería empezar éste con un icono en una esquina de cabaret y una vieja cubana que me tomaba cariñosamente las manos. Bueno, me tomaba no, le tomaba a él, al personaje. Él, mientras, se divertía con la idea del deportivo a la puerta, tanque lleno y mucha brillantina que quemar. La viejanca lanzaba traidoramente el champagne a un cubilete desapercibido detrás. Esa era la idea inicial, pero sabe dios por qué de ahí no salía.
Abandoné la ronda nocturna por los cafetuchos. Ver­daderamente estaba desalentado. Ansias de llegar al aparta­mento y tirarse sobre el diván, quizá relajarse, quién sabe si conectando el vibrador auto-gestión. Pero el transformador de nueve voltios tiene deteriorado el embobinado. Sueño. Soñar. En la puerta se presenta alguna dificultad. Limpiarse el barro adherido a los zapatos. Sacó una navaja y comenzó a quitarse las protuberancias. En otro tiempo, las madres, por menos que eso pegaban.
Luego subo la escalera de caracol. La escalera que lleva al cielo. Despacio, con la levita abatiéndose a la brisa. Llevaba un cuchillo y un reloj, cada cosa en su mano. Al lado Rocinante marcha y sus cascos elevan huecos redobles en los imprevistos rellanos. Cuando hube recorrido algunas vueltas en espiral y sensiblemente mareado oigo sonar las campanas del Fin de Año; muchos vienen en sentido contrario. Afanes de mundo. —Dispensen los señores —algunos ingerían uvas. El suelo era resbaladizo, aunque menos que el de la Torre de la Giralda. Algún gracioso también vociferaba por fandanguillos. Otros creyeron estar dentro de la torre del ajedrez de dios, o quién sabe.
Así fuertemente a Nelly; estaba totalmente borracha. Con alguna argucia tendría que excitarla. Pero está claro que esta noche lo único que fluye en mi cabeza es lo de «escalera al cielo». Sensaciones de ingravidez me marean. Ginebras de Irlanda. El rostro de algún brujo con larga y puntiaguda gorra pitonisa. Las cosas. ¿Qué cosas? Jirones.
Al llegar ante Dios había un campo. Un largo campo de amapolas; por donde atiné a caminar había rastrojos en el suelo, crecidas hierbas y ramajes. También unas figurillas de escayola, griegas, rotas. Mensajes que escaparon de las bocas de otros lejanos cadáveres. Agradecí bastante que al llegar ante Dios, este me tildara de impresionista. Cogí los varios folios y sin demora se los lancé al psiquiatra sobre el despacho.

© Roberto Cabrera
XXV Relatos. El Vigía editora

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