Roberto Cabrera
Me enteré de forma
fortuita que Dionisio de Tracia, pese a sus estudios, no trató la sintaxis. Y
como la cosa no parecía tener fin, me fui de clase. El profesor enfurecido me
gritaba « ¿Adónde va usted?» Pero tenía cosas
más urgentes que atender. « ¿Andas tras las mujeruelas?», me susurró el conserje con quien tenía cierta
confianza. Habían puesto normas nuevas ese año, y había que entregar el carné a
la entrada. De eso nos conocíamos, pues siempre llegué tarde. Me ocurría lo
mismo que en las competiciones de natación; del miedo me lanzaba el último y
del agua salía el primero. Había que ver a las madres cómo gritaban desde el
graderío cuando yo iba llegando a los veinticinco metros. Aunque —digamos la
verdad— el conserje por quien estaba interesado era por mi hermana que era cantante
rock. Tenía los muslos flacos y larguísimas piernas morenas. Oír su voz en los
descansillos de los pisos de las tiendas de moda, fue para mí la consumación de
un misterio largamente anhelado. La voz de mi sangre con su carga macilenta de
impresiones. Mamá Cash, Rock Hudson. Su voz para un hombre de principios. Cito
actores sajones ya que salía en las telerevistas un tal José Bódalo, pero como
decía algún cinéfilo, tenía cara de carnicero. De todas formas ella era el
blanco de los hombres maduros, con calcetines de ejecutivo y zapatos en
puntera. Daba lo mismo el porte o estilo de aquellos seres de pelo viril entre
las tetillas del pecho.
Al llegar al BOLABAR, me enteré
de lo de la redada en la boutique. Era una historia que hacía temblar al más
títere. Fue la época dorada del chocolate doble cero y de los fondos de los
coches repletos de porros y chicharras en desorden. En el local teníamos
música, aunque sin el permiso del Gobierno Civil. Me puse las gafas oscuras y
comencé a lanzar hacia los blancos de la bolera. Soldiers,
Out of Focus, Change II, Tobacco Road, sonaban en la rockola. Sin embargo, me
molestaban mis dualidades. Inesperadamente me ponía a cavilar sobre el método
hipotético-deductivo. Era de los primeros que trabajaba y estudiaba al mismo
tiempo. Tenía turno de tarde-noche en la bolera y no me quería perder la marea
de eventos que se avecinaban. Afición, la mayor era el guión de cine. En eso
quería triunfar y estaba próxima la noche de fin de año. Era importante.
¿Era importante? El negro gato
de angora se precipitó dentro. Muchas figuras se apoyaban sobre el mostrador.
Algunos habíamos comenzado una partida de poker.
—Escalera de color —grité.
Sentí un rechazo inmerecido.
Había mucho en juego y las cartas me habían traído una repentina certidumbre.
Los naipes me los había regalado un gay del local vecino. Me froté las manos
confiado. Llegaba alternativamente el sonido de las bolas y la desenfrenada
música de Chuby Checker.
— ¡Manzanilla! minino, no puedo
darte la lechita; lo siento amor.
Me rozaba ruborizado, quizá
presintiendo que mi triunfo bien podría deberse a su mítico y negro color. Y
eso bien podría significar una ración de caballas cuando cerrásemos y fuésemos
a San Andrés a dar una vueltecita.
Al salir Manzanilla y yo, dimos
un largo rodeo por la ciudad. En algunos escaparates se veía en las pantallas
de los televisores a mi hermana cantando el tema de moda. Algo de amargura me
traían estas vicisitudes, pensaba que dos en la familia no podríamos alcanzar
los laureles del láudano paradisíaco de las altas esferas celestes del poder.
Habíamos subido a la montaña nevada de un nuevo día. Doradas cumbres de gin,
Convertatione con los feligreses. Y deo gratia en definitiva.
Se supo que andaban añadiendo a
la coca unos gramillos de heroína para trabar a la mayor cantidad de clientela
posible. La policía lo sabía y ahora, después de muchas películas, subían los
coches a Las Ramblas. A veces perseguían a algún traficante o llegaban hasta el mismísimo asiento y lo
interrogaban. Salían con la mano en la cartuchera, con ciertas prisas ya que
dejaban el porro encendido dentro del coche y se les podía consumir con tanta
filigrana cuando atacaban al lumpen proletario. Una vez trataron de agarrar a
Johny. Andaba en silla de ruedas y ciertamente con una habilidad irrepetible.
Era minusválido pero practicaba el baloncesto. Había qué ver lo que los otros
tardaban en encestar comparados con él.
Como me sentía bastante solo me
dirigí al apartamento. Al llegar encontré la nota asida fuertemente al reborde
de la mirilla. «Lo pases bien» y esas cosas. Cosas que evidentemente significaban bastante
para mí, ya que seguro que andaba con otros. Temí entrar al apartamento aunque
dispusiera de llaves. Era su apartamento. Me asustaba entrar y tomar el té con
hongos que recientemente había aprendido a preparar. Salutífero tea. Caja de
resonancias mi cabeza. Tres días en subir al cielo había empleado dios. A saber
por qué atajos tomaría. Temí entrar aunque conociera perfectamente dónde se
hallaban escondidos los consoladores.
Bajé a un bar. A voces los
vecinos se repetían las congratulaciones. Luego al gato le pisaron la cola
unas señoronas que en una esquina luchaban por marcar unas cifras telefónicas. «Esta gente no
tiene bien introyectado el esquema corporal». Me senté cómodamente y abrí el portafolios de cuero
virado. En seguida encontré el guión. Me había comprometido con una cooperativa
de cinéfilos y el productor andaba con infundadas prisas. No me quedaba otro
remedio que buscar una bonita historia. Como tenía suficiente dinero, decidí
hacerme visitador de barras americanas nocturnas. Allí estaban mis personajes
aguardando. La traba era que me encontraba demasiado serio e imponía confusión
por donde quiera que fuera. AMSTEL BEER. Por ahí llevaban gastadas una buena
pasta en tragaperras.
— ¿Un medio chato? ¿Te invitas
una copita?
Qué buena la compasiva mirada
de una fúnebre prostituta. Un ente sustitutorio. Algo me hacía sentirme bien.
Olvidar a Nelly, andar lo suficientemente lejos del apartamento, lejos del
mirador de la terraza, bajo las planchas de cinc, escuchando gallos
destemplados y sintiéndome observado desde los cercanos edificios que impiden
ver el mar. Con estas mujeres no hay que luchar por poseerlas, bien o mal
vienen a mí. Al rato, al pensar en el dichoso guión, comencé a descomponerme.
No puedo meter ahí ni las primigenias sombras del personaje. «No existe derecho
ni revés, después o antes —me repito a mí mismo en medio de los copetines—. Vivimos los
terrenos indemnes del presente continuo. Cantamos misa. Hablamos de C. G. Jung
y de inconscientes fuerzas. Muchos transeúntes caminan ya hacia el sol.
Liberados. Jugamos al as de corazones en el suelo. Allí no había dónde apoyar
la espalda. Toda la fluidez del cuchitril se iba desvaneciendo, nada quería
calcarse en el guión. Y más aprisa, más aprisa. Todo el mundo con prisas.
Mujeres también, sustitutivos o no. Perdón. Cara de ángel. Nelly, casi nadie
Nelly, veinte años más joven que yo, y con la insana costumbre de introducirse
unas muñecas de cera de vishnú en el trasero. Para luego salir a la calle.
Llevaba con estas prácticas desde muy jovencita y no había quien la echara
atrás. Pensamientos precipitados se me venían encima. «Todas las madres
son cojas» y un largo
repertorio. Necesitaba un sobrehumano esfuerzo para elaborar el guión y quedar
tranquilo. De paso asegurarme mi buena paga. A mis años, esto del bachillerato
nocturno no tiene demasiado sentido. Allí ya me llaman «el abuelo», pero en los
guiones firmo Ruys Bellackot's con mi apóstrofe y todo, como marca la ley.
Quería empezar éste con un icono en una esquina de cabaret y una vieja cubana
que me tomaba cariñosamente las manos. Bueno, me tomaba no, le tomaba a él, al
personaje. Él, mientras, se divertía con la idea del deportivo a la puerta,
tanque lleno y mucha brillantina que quemar. La viejanca lanzaba traidoramente
el champagne a un cubilete desapercibido detrás. Esa era la idea inicial, pero
sabe dios por qué de ahí no salía.
Abandoné la ronda nocturna por
los cafetuchos. Verdaderamente estaba desalentado. Ansias de llegar al apartamento
y tirarse sobre el diván, quizá relajarse, quién sabe si conectando el vibrador
auto-gestión. Pero el transformador de nueve voltios tiene deteriorado el
embobinado. Sueño. Soñar. En la puerta se presenta alguna dificultad. Limpiarse
el barro adherido a los zapatos. Sacó una navaja y comenzó a quitarse las
protuberancias. En otro tiempo, las madres, por menos que eso pegaban.
Luego subo la escalera de
caracol. La escalera que lleva al cielo. Despacio, con la levita abatiéndose a
la brisa. Llevaba un cuchillo y un reloj, cada cosa en su mano. Al lado
Rocinante marcha y sus cascos elevan huecos redobles en los imprevistos
rellanos. Cuando hube recorrido algunas vueltas en espiral y sensiblemente
mareado oigo sonar las campanas del Fin de Año; muchos vienen en sentido
contrario. Afanes de mundo. —Dispensen los señores —algunos ingerían uvas. El
suelo era resbaladizo, aunque menos que el de la Torre de la Giralda. Algún
gracioso también vociferaba por fandanguillos. Otros creyeron estar dentro de
la torre del ajedrez de dios, o quién sabe.
Así fuertemente a Nelly; estaba
totalmente borracha. Con alguna argucia tendría que excitarla. Pero está claro
que esta noche lo único que fluye en mi cabeza es lo de «escalera al cielo». Sensaciones de
ingravidez me marean. Ginebras de Irlanda. El rostro de algún brujo con larga y
puntiaguda gorra pitonisa. Las cosas. ¿Qué cosas? Jirones.
Al llegar ante Dios había un
campo. Un largo campo de amapolas; por donde atiné a caminar había rastrojos en
el suelo, crecidas hierbas y ramajes. También unas figurillas de escayola,
griegas, rotas. Mensajes que escaparon de las bocas de otros lejanos cadáveres.
Agradecí bastante que al llegar ante Dios, este me tildara de impresionista.
Cogí los varios folios y sin demora se los lancé al psiquiatra sobre el
despacho.
© Roberto Cabrera
XXV Relatos. El Vigía editora
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