miércoles, 12 de marzo de 2014

EL DÍA QUE PASÉ A SER OTRO



EL DÍA QUE PASÉ 
A SER OTRO,
DE KARL J. MÜLLER

Todos sabemos que la memoria tiene cosas raras. Uno se acuerda de asuntos, episodios o acontecimientos completamente banales ocurridos añares ha en algún momento banal de la vida, los momentos realmente grandes, o los que se consideran grandes, como bodas, muertes, cumpleaños o materias estudiadas febrilmente para un examen luego gloriosamente aprobado se olvidan con una ligereza bastante sospechosa.

Por eso siempre estoy esperando pacientemente a ver lo que salta de mis recuerdos mínimos soterrados, lo que hay ahí depositado en el basurero de la memoria, y justamente uno de esos momentos, que en realidad no habrá durado ni diez segundos, hace un tiempo que saltó y ahora está ahí, inamovible, y si me lo pedirían hasta podría llevarlos al lugar donde aconteció el episodio y pararme en el mismo punto con quizá apenas dos o tres metros de diferencia, siempre suponiendo que el lugar exista todavía.

Es la historia, o más bien historieta, de cuando comencé a cambiar de personalidad. Grandes palabras dirá cualquiera pero en la retrospectiva creo que fue eso, cuando me hice otro sin dejar de ser el primero. Si no se aburren, se lo voy a contar.

Para llegar al momento indicado tengo que darme una vuelta por mi vida transcurrida hasta el preciso momento. Resumiendo: Nací en Alemania, no conocí a mi padre ya que murió al año de yo nacer de tuberculosis galopante, lo que en 1946 era bastante fácil, mi madre se volvió a casar en 1950-y-pico, mi padrastro había sido radiotelegrafista de la Lufthansa, había sobrevivido como tal la Segunda Guerra Mundial en la isla de Gran Canaria, al terminar la guerra las autoridades franquistas lo entregaron a los Aliados como colaborador nazi, a él, que odiaba a los nazis y al nacionalsocialismo a muerte.

Al poco tiempo de casarse con mi madre sufrió un infarto brutal que lo dejó casi inútil. Nos mudamos en 1958 a Gran Canaria con la esperanza que ahí se recuperara pero en vano, falleció al poco tiempo.
Y ahí estábamos nosotros, mi madre y yo. Ella decidió no volver a Colonia, la ciudad de nuestra familia en Alemania, ya que con la corta jubilación de viuda ahí no podíamos subsistir. Ella hubiera tenido que volver a trabajar y de eso estaba cansada. En las Canarias en cambio la vida era mucho más barata y además podía canjear los marcos de entonces con los comerciantes indios del puerto por lo que podíamos vivir hasta con ciertos lujos.

El único problema era yo, con unos 13 años, embarcado en el colegio alemán de Las Palmas de Gran Canaria que tenía un plan de estudios completamente distinto al que yo traía desde Colonia. Solución propuesta por una amiga alemana que ya llevaba muchos años en la isla, (alemana judía que salvó la vida sino por estar casada con marido español porque las autoridades nazis aún en 1944 habían pedido su extradición, increíble pero verdad): mandarme a un colegio canario, para que aprendiese español e iniciara un nuevo camino en la enseñanza española. Y así se hizo.

No voy a entrar en detalles de mis sufrimientos escolares y colegiales hasta entonces. En Colonia había sido un alumno espantosamente malo, según las notas que me encajaban, porque me aburría en las clases. Cada vez que tomaba una tarea con entusiasmo me caían luego los profesores muy alemanes y me corregían todos los despistes y faltitas múltiples y me suspendían. Dar ánimos, entusiasmar, ni pensarlo. Hasta en las menudencias de las menudencias mandaba el orden y la disciplina. Desde entonces le tengo asco a la palabra. Recuerdo más siniestro de esta estupidez disciplinaria: había escrito por mi cuenta y riesgo una composición, como se decía entonces, sobre un tema que no me acuerdo, y muy orgulloso se lo presenté al profesor de literatura alemana. Me lo devolvió al día siguiente con una treintena de faltas de ortografía anotados con tinta roja. Ni un sólo comentario sobre cómo había enfocado el tema, si había utilizado un lenguaje adecuado, sobre el estilo, si hubiera habido alguno, nada de nada. Lo importante eran las faltas de ortografía. Claro, nunca más escribí una composición, perdí las ganas de atender en las clases, molestaba a los demás y todo eso que suele hacer un alumno aburrido y frustrado. Total falta de disciplina.

El colegio canario en que me colocaron era el famoso Jaime Balmes, colegio privado para alumnos malos y conflictivos, así que me iba perfectamente bien. Mi madre me había contratado clases particulares de español, una hora diaria, de cuyo desarrollo no tengo el más mínimo recuerdo. Tampoco me acuerdo cómo al comienzo me entendía con los demás alumnos o profesores en las clases, blanco absoluto en la memoria, hasta ese momento maravilloso al cual alude el título de este relato.

Para llegar al punto tengo que dar otra explicación. El colegio tenía en su patio de recreo una cancha de pelota vasca, o también llamado frontón. Alto paredón frontal, otra pared a la izquierda, por lo demás todo abierto, todo pintado de verde oscuro con las señalizaciones correspondientes en blanco, y un buen piso de cemento liso. Jugábamos golpeando la pelota con la mano contra la pared frontal, viejas pelotas de tenis que traían los alumnos con padres ricos que jugaban al tenis en el club inglés de la ciudad de Las Palmas. Era un colegio bastante caro y exclusivo. A mi me fascinó el juego desde el primer momento y lo aprendí bastante rápido a pesar de que al principio se me ponía la mano derecha tan hinchada que apenas podía volver a agarrar un bolígrafo después de jugar algún tiempo. La regla durante el recreo era que jugaban uno contra uno, un mano a mano, el que perdía salía y entraba el siguiente, para lo que había que ponerse en fila.
Aquel día en que comencé a cambiar de personalidad había particularmente muchos que querían entrar a jugar contra uno de los mejores jugadores de pelota del colegio, a ver si lo echaban, y había un montón de otros que gritaban y silbaban a los jugadores, un alboroto alegre, ruidoso, y fue en ese momento en que tengo que haber gritado yo algo, ya no sé qué, y se hizo un breve silencio en mi alrededor inmediato, los compañeros sorprendidos se me quedaron mirando y uno de los chicos próximos a mi dejó caer la frase que desde entonces no se me ha ido de la memoria:

“Hui, si el alemán habla“.

Y en eso estoy todavía, aquí y ahora, ante ustedes, atentos y amables lectores…

Foto Karl Müller, facilitada por La Guia Histórico de Telde.
 

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