EL DÍA QUE PASÉ
A SER OTRO,
DE KARL J.
MÜLLER
Todos
sabemos que la memoria tiene cosas raras. Uno se acuerda de asuntos, episodios
o acontecimientos completamente banales ocurridos añares ha en algún momento
banal de la vida, los momentos realmente grandes, o los que se consideran
grandes, como bodas, muertes, cumpleaños o materias estudiadas febrilmente para
un examen luego gloriosamente aprobado se olvidan con una ligereza bastante
sospechosa.
Por
eso siempre estoy esperando pacientemente a ver lo que salta de mis recuerdos
mínimos soterrados, lo que hay ahí depositado en el basurero de la memoria, y
justamente uno de esos momentos, que en realidad no habrá durado ni diez
segundos, hace un tiempo que saltó y ahora está ahí, inamovible, y si me lo pedirían
hasta podría llevarlos al lugar donde aconteció el episodio y pararme en el
mismo punto con quizá apenas dos o tres metros de diferencia, siempre
suponiendo que el lugar exista todavía.
Es
la historia, o más bien historieta, de cuando comencé a cambiar de
personalidad. Grandes palabras dirá cualquiera pero en la retrospectiva creo
que fue eso, cuando me hice otro sin dejar de ser el primero. Si no se aburren,
se lo voy a contar.
Para
llegar al momento indicado tengo que darme una vuelta por mi vida transcurrida
hasta el preciso momento. Resumiendo: Nací en Alemania, no conocí a mi padre ya
que murió al año de yo nacer de tuberculosis galopante, lo que en 1946 era
bastante fácil, mi madre se volvió a casar en 1950-y-pico, mi padrastro había
sido radiotelegrafista de la Lufthansa, había sobrevivido como tal la Segunda
Guerra Mundial en la isla de Gran Canaria, al terminar la guerra las
autoridades franquistas lo entregaron a los Aliados como colaborador nazi, a
él, que odiaba a los nazis y al nacionalsocialismo a muerte.
Al
poco tiempo de casarse con mi madre sufrió un infarto brutal que lo dejó casi
inútil. Nos mudamos en 1958 a Gran Canaria con la esperanza que ahí se
recuperara pero en vano, falleció al poco tiempo.
Y
ahí estábamos nosotros, mi madre y yo. Ella decidió no volver a Colonia, la
ciudad de nuestra familia en Alemania, ya que con la corta jubilación de viuda
ahí no podíamos subsistir. Ella hubiera tenido que volver a trabajar y de eso
estaba cansada. En las Canarias en cambio la vida era mucho más barata y además
podía canjear los marcos de entonces con los comerciantes indios del puerto por
lo que podíamos vivir hasta con ciertos lujos.
El
único problema era yo, con unos 13 años, embarcado en el colegio alemán de Las
Palmas de Gran Canaria que tenía un plan de estudios completamente distinto al
que yo traía desde Colonia. Solución propuesta por una amiga alemana que ya
llevaba muchos años en la isla, (alemana judía que salvó la vida sino por estar
casada con marido español porque las autoridades nazis aún en 1944 habían
pedido su extradición, increíble pero verdad): mandarme a un colegio canario,
para que aprendiese español e iniciara un nuevo camino en la enseñanza
española. Y así se hizo.
No
voy a entrar en detalles de mis sufrimientos escolares y colegiales hasta
entonces. En Colonia había sido un alumno espantosamente malo, según las notas
que me encajaban, porque me aburría en las clases. Cada vez que tomaba una
tarea con entusiasmo me caían luego los profesores muy alemanes y me corregían
todos los despistes y faltitas múltiples y me suspendían. Dar ánimos,
entusiasmar, ni pensarlo. Hasta en las menudencias de las menudencias mandaba
el orden y la disciplina. Desde entonces le tengo asco a la palabra. Recuerdo
más siniestro de esta estupidez disciplinaria: había escrito por mi cuenta y
riesgo una composición, como se decía entonces, sobre un tema que no me
acuerdo, y muy orgulloso se lo presenté al profesor de literatura alemana. Me
lo devolvió al día siguiente con una treintena de faltas de ortografía anotados
con tinta roja. Ni un sólo comentario sobre cómo había enfocado el tema, si
había utilizado un lenguaje adecuado, sobre el estilo, si hubiera habido
alguno, nada de nada. Lo importante eran las faltas de ortografía. Claro, nunca
más escribí una composición, perdí las ganas de atender en las clases,
molestaba a los demás y todo eso que suele hacer un alumno aburrido y
frustrado. Total falta de disciplina.
El
colegio canario en que me colocaron era el famoso Jaime Balmes, colegio privado
para alumnos malos y conflictivos, así que me iba perfectamente bien. Mi madre
me había contratado clases particulares de español, una hora diaria, de cuyo
desarrollo no tengo el más mínimo recuerdo. Tampoco me acuerdo cómo al comienzo
me entendía con los demás alumnos o profesores en las clases, blanco absoluto
en la memoria, hasta ese momento maravilloso al cual alude el título de este
relato.
Para
llegar al punto tengo que dar otra explicación. El colegio tenía en su patio de
recreo una cancha de pelota vasca, o también llamado frontón. Alto paredón
frontal, otra pared a la izquierda, por lo demás todo abierto, todo pintado de
verde oscuro con las señalizaciones correspondientes en blanco, y un buen piso
de cemento liso. Jugábamos golpeando la pelota con la mano contra la pared
frontal, viejas pelotas de tenis que traían los alumnos con padres ricos que
jugaban al tenis en el club inglés de la ciudad de Las Palmas. Era un colegio
bastante caro y exclusivo. A mi me fascinó el juego desde el primer momento y
lo aprendí bastante rápido a pesar de que al principio se me ponía la mano
derecha tan hinchada que apenas podía volver a agarrar un bolígrafo después de
jugar algún tiempo. La regla durante el recreo era que jugaban uno contra uno,
un mano a mano, el que perdía salía y entraba el siguiente, para lo que había
que ponerse en fila.
Aquel
día en que comencé a cambiar de personalidad había particularmente muchos que
querían entrar a jugar contra uno de los mejores jugadores de pelota del
colegio, a ver si lo echaban, y había un montón de otros que gritaban y
silbaban a los jugadores, un alboroto alegre, ruidoso, y fue en ese momento en
que tengo que haber gritado yo algo, ya no sé qué, y se hizo un breve silencio
en mi alrededor inmediato, los compañeros sorprendidos se me quedaron mirando y
uno de los chicos próximos a mi dejó caer la frase que desde entonces no se me
ha ido de la memoria:
“Hui,
si el alemán habla“.
Y
en eso estoy todavía, aquí y ahora, ante ustedes, atentos y amables lectores…
Foto
Karl Müller, facilitada por La Guia Histórico de Telde.
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