LA VIGENCIA DEL COMPLEJO
MILITAR-INDUSTRIAL
JULIO
RODRÍGUEZ
Cronifican y
alargan las guerras para garantizar así las ganancias de las empresas de
armamento
Volvemos a hablar
del complejo militar-industrial como si hubiera resucitado, cuando es evidente
que nunca dejó de “ejercer” sus funciones.
Es un dato histórico, y hasta empírico, el hecho de que, ante situaciones de crisis económica prolongada, siempre surgen ideas encaminadas a cambiar el “metabolismo” de las mismas, recurriendo normalmente al incremento del gasto como recurso para estimular la economía.
El problema es a
qué tipo de gastos se recurre.
Al acabar la II
Guerra Mundial, y ya bajo la presidencia de Truman, fue George Kennan, —su
luego famoso consejero de Seguridad—, quien inspiró la “estrategia de
contención” frente a la Unión Soviética. Kennan consideraba que solo una
actitud de firmeza con los soviéticos, unida a la voluntad de usar la fuerza si
era necesario, podía “contenerlos”. La política de contención aplicaba una
“contrafuerza” en puntos geográficos y políticos diversos pero trataba de
evitar una confrontación global. Esta propuesta de “presión militar” constante
obligó a una costosa escalada de inversiones en armamento.
Cuando, poco tiempo
después (1949), Kennan empezó a criticar estas políticas porque pensaba que los
propósitos de la contención ya se habían logrado y la Unión Soviética había
dejado de ser un peligro real, cayó en desgracia y fue reemplazado.
Fueron entonces,
Paul Nitze, —cuya influencia militarista se dejaría sentir en la política
norteamericana durante cuarenta años—, y Dean Acheson, el nuevo secretario de
Estado, quienes aplicaron una retórica apocalíptica para convencer al país de
que no había otro modo de sobrevivir que embarcarse en costosos programas de gasto
militar para conseguir la contención global del comunismo.
Nacía así el que,
años más tarde, se llamaría “complejo militar-industrial”, y comenzaba la
confrontación entre el bien y el mal, entre el “mundo libre” y el comunismo.
Para ello, se
magnificó la capacidad militar del “enemigo” y se estableció que la única
solución para evitar un conflicto pasaba por aumentar las fuerzas
convencionales norteamericanas —como elemento de contención en Europa—, al
tiempo que se potenciaba el arsenal atómico.
La guerra de Corea,
en 1950, justificó este proceso de militarización y el incremento de gasto
(Acheson llegó a declarar: “Vino Corea y nos salvó”), y tuvo el resultado
añadido de que la demanda militar estimuló la buscada recuperación económica de
la industria.
Más tarde, le
correspondió al presidente Eisenhower, durante los ocho años (1953-1961) que
permaneció en la Casa Blanca y tras haber sido comandante supremo de los
ejércitos aliados durante la 2ª G.M. y primer jefe militar de la recién creada
OTAN, el consolidar este crecimiento y la vasta expansión de la fuerza militar
de EEUU y sus servicios de inteligencia.
No obstante, su
segundo mandato se caracterizó por una fuerte recesión económica (huelgas,
crisis en la industria del acero,…) a la que se añadió una cierta sensación de
inseguridad en la sociedad norteamericana producida por el lanzamiento del
Sputnik ruso.
Esta recesión y
esta “inseguridad” llevaron a Eisenhower a la creación de la NASA, y a aceptar
un nuevo aumento de los gastos de defensa. Este nuevo proceso de rearme contaba
con el apoyo de un entramado de intereses políticos y económicos (empresas como
Lockheed, Mc Donnell y General Dynamics) que favorecieron la consolidación del
complejo militar-industrial y cuyos beneficios crecían aceleradamente cuanto
más se ensombrecía el panorama de la Guerra Fría.
Fue Eisenhower
quien (en su discurso de despedida de la presidencia —enero de 1961—), puso en
circulación la expresión “complejo militar-industrial” para denunciar la
posible pérdida de libertades personales si “los gobiernos no tomaban
precauciones contra la adquisición de una injustificada influencia por parte
del complejo militar-industrial, sea o no buscada por él. Existe y seguirá
existiendo la posibilidad del desastroso crecimiento de un poder mal
establecido”.
Un “complejo”, un
entramado, que nunca llegó a deshacerse, sino que siguió creciendo y “adaptándose”
a los cambios de escenarios y estrategias.
Y así lo reconoció
el presidente Obama en unas declaraciones hechas al periodista Jeffrey Goldberg
de la revista “Atlantic Review”, al final también de su segundo mandato
presidencial (como Eisenhower). En esa entrevista, Obama trató de expresar que
su pensamiento político estaba en, muchas ocasiones, en contradicción con el de
su equipo de colaboradores y con las ideas más comunes del “establishment”
estadounidense. Explicaba, no solo, la soledad del presidente en la toma de
decisiones, sino que también se atrevió a denunciar la “militarización de la
política exterior y la complicidad del establishment intelectual, universidades
y think tanks”.
Sí, volvía a ser el
complejo militar-industrial, ahora bautizado como el “Manual de Washington”, el
que le impedía a Obama tomar decisiones razonadas y razonables. Una forma de
pensar colectiva sobre política exterior (el “Manual”) que terminaba siempre
optando por la confianza en el poder de la fuerza militar y por la credibilidad
amenazadora que se derivaba de su uso continuado.
Obama añadía, en
esa entrevista, que la no intervención en Siria, tras el uso de armas químicas
por parte de Bachar al Assad, fue considerada por sus colaboradores como un
golpe a la credibilidad del presidente que estaba comprometido a intervenir
militarmente. Pero él aseguraba, en cambio, que se sentía orgulloso de esa
decisión, tomada casi en solitario, y consideraba el 30 de agosto de 2013 como
su “Día de la Liberación del Manual de Washington”.
Pero…. La historia
continúa y le tocó el turno a Donald Trump.
No necesitó
redactar sesudos documentos estratégicos, ni buscar escenarios específicos, ni
definir enemigos,… Manifestó pronto su objetivo con meridiana claridad:
“conseguir uno de los mayores rearmes de la historia de EE.UU.”
Le bastó con abrir
posibilidades de conflicto en cualquier frente (Europa del Este, Oriente
Próximo, Asia Pacífico, Corea del Norte,…), definir amenazas generales
(terrorismo islámico, inmigración, crimen organizado, …), amenazas locales
(misiles lanzados por Corea del Norte, noticias falsas sobre atentados en
Suecia, …) y transmitir la sensación de que el conflicto militar entre naciones
volvía a ser una posibilidad. Por lo tanto, los ejércitos tenían que volver a
buscar formas de aumentar su capacidad ofensiva frente a tantos y tan diversos
y potenciales enemigos.
En este
“escenario”, a la industria del armamento, siempre implicada a tope en la
política, solo le quedaba “aprovecharse de todas estas circunstancias
favorables”, y ver cómo se distribuían los más de 600.000 millones de dólares
(EE.UU.), y los prometidos incrementos de los presupuestos de Defensa (hasta el
2% del PIB) de los países europeos.
Con su sucesor,
Biden, el “cambio gatopardista” (cuando todo cambia para seguir igual) ha
vuelto a implementarse. Con el conflicto de Ucrania ha conseguido:
Reforzar la OTAN (y
el consecuente liderazgo de EEUU) con su ampliación a Finlandia y Suecia.
Espolear un
importante incremento del gasto militar de los países europeos (gastaron
300.000 millones de dólares en 2021 —1,7% del PIB— y pasarán a 380.000 millones
en 2024 —2% del PIB—).
Reducir el comercio
de Europa con China e incrementarlo con EEUU.
Obligar a la UE a
sustituir el gas barato que llegaba de Rusia (Nord Stream 1 y 2) por gas
natural licuado (de origen estadounidense), haciendo más competitivas así a las
empresas americanas frente a las empresas europeas.
Para todo ello, ha
sido clave instalar la idea de conflictos “largos” (bloqueando los procesos de
paz y los intentos de “alto el fuego”), y la necesidad, por tanto, de
incrementar significativamente los presupuestos de defensa nacionales.
Esa idea se ha
completado con la significativa evolución de las necesidades de armamento para
ayudar a Ucrania. Se iniciaron estas ayudas con la provisión de material
“defensivo” (chalecos, cascos, vehículos, ambulancias…), pero pronto se pasó a
la entrega de misiles (compitiendo americanos con europeos): misiles
antitanques Javelin, sistemas antiaéreos Patriot, lanzacohetes HIMARS, misiles
Iris-T,…Siguió esta evolución con el “espectáculo” de los carros de combate
(Leopard, Challenger, Abrams, Leclerc,…), el de los aviones de combate (F-16) y
ya estamos con el de los misiles de largo alcance tipo Taurus y Storm Shadow.
Es evidente, que
con todo esto solo se busca una cronificación de la guerra…y, por ende, una
prolongación del negocio.
Un ejemplo paradigmático
de esta necesidad de cronificar el conflicto es el debate sobre la munición.
Los ministros de Defensa y Asuntos Exteriores acordaron, hace un año,
proporcionar un millón de proyectiles a Ucrania en doce meses. Acuerdo, que no
han cumplido en su totalidad.
Pronto, Borrell —el
Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad— se
sumó a esta estrategia haciendo previsiones sobre la necesidad de 2.000
millones de euros adicionales para acelerar la entrega (Ucrania decía que necesitaba
400.000 obuses/mes). Ofreció un paquete urgente del “Fondo Europeo para la Paz”
de 1.000 millones para su entrega inmediata, y otros 1.000 millones para su
entrega en dos años. Y además, un plan a 7 años para adoptar medidas que
incentivasen el incremento de la capacidad de producción de las empresas a
largo plazo.
Es decir,
cronifican y alargan las guerras para garantizar así las ganancias de las
empresas de armamento. (Verde y con asas)
El complejo
militar-industrial sigue vigente. Son pocos… pero “saben lo que quieren”.
Solo falta que
nosotros demostremos también, remedando el estribillo de Ketama, que “no
estamos locos, y sabemos lo que queremos”
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