LA RUPTURA DEL CANON Y SUS
CONSECUENCIAS
La loca
escalada militar en Ucrania es fruto de la quiebra a lo largo de un cuarto de
siglo de las normas que regían las relaciones entre potencias nucleares. Moscú
reflexiona sobre qué hacer para que Occidente recupere el miedo a una guerra
nuclear
RAFAEL
POCH
Explosión
nuclear. / davidcallidae
Mucha gente se pregunta estos días por las razones de la demencial escalada militar a la que se están entregando los políticos europeos. Las bravatas del caballerete Emmanuel Macron sobre el envío de tropas francesas (y bálticas y polacas) a Ucrania. Las presiones sobre el timorato canciller alemán Olaf Scholz para suministrar misiles alemanes capaces de golpear territorio ruso desde Ucrania. Las reveladas discusiones de sus generales sobre si conviene hacer eso, como ya lo hacen los ingleses y los franceses con sus misiles “Scalp” y “Storm Shadow”, o si por el contrario convendría disimularlo de alguna forma. La histeria de los Borrell y Von der Leyen acerca de que si no se detiene a “Putin” en Ucrania, este continuará un avance militar sobre los países bálticos y Polonia, amenazando la seguridad europea. Todo eso, en definitiva, que llena nuestros medios de comunicación de titulares y de mensajes de nuestros necios expertos y comunicadores animando y preparando al público para una guerra aún mucho mayor en Europa. ¿Cómo se ha podido llegar a este trágico y extremadamente peligroso carnaval?
La respuesta no es
la criminal invasión rusa de Ucrania iniciada en febrero de 2022 con su
espantosa carnicería, de la misma forma en que la incursión palestina del 7 de
octubre no es el desencadenante del genocidio israelí en curso. Si en Palestina
hay que referirse a una larga historia de colonialismo y limpieza étnica, donde
la incursión armada del 7 de octubre desde el gran campo de concentración de
Gaza fue un mero episodio de resistencia inmediatamente aprovechado,
tergiversado y magnificado por Israel para avanzar en la “solución final” que
el sionismo siempre ha concebido al problema del derecho a la existenciade la
población autóctona de Palestina, en la guerra de Ucrania, y más en general en
la cuestión de la seguridad europea, se trata de la ruptura continuada, a lo
largo de un cuarto de siglo, del canon en materia de relaciones entre
superpotencias nucleares. Me refiero con eso a la ruptura del conjunto de
normas y preceptos, expresos acuerdos y tratados internacionales, así como al
sentido común militar que regía las relaciones entre las dos superpotencias
nucleares del mundo bipolar de la Guerra Fría.
Aquel catálogo de
normas y aquel sentido común político-militar, extraído de la experiencia de
los conflictos y tensiones entre las superpotencias desde que existe el arma
nuclear capaz de destruir la civilización planetaria, prescribía límites y
líneas rojas que no podían ser traspasadas sin arriesgarse a desencadenar una
catástrofe que nadie deseaba. Establecía, por ejemplo, la imposibilidad de
desplegar determinadas capacidades militares, armas, recursos y alianzas en determinadas
geografías susceptibles de rodear geoestratégicamente al adversario o de
fomentar tal sensación en él, como por ejemplo se vio en la crisis de los
misiles de Cuba de octubre de 1962. Los expertos posmodernos del atlantismo
insisten en que el mundo de hoy ha dejado atrás el anacronismo de las “zonas de
influencia”, pero son desmentidos no solo por la práctica y proyección del
hegemonismo occidental en el mundo, sino por la elocuencia de sus más genuinos
representantes, como el exconsejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos
John Bolton.
El peligro de la
situación actual reside en el hecho de que en los últimos 25 años Occidente ha
roto por completo ese canon, mientras que Rusia continúa plenamente imbuida en
él. De esa divergencia se desprende un gran peligro.
Una de las
lecciones de la crisis de octubre de 1962 en el Caribe es la facilidad con la
que los acontecimientos pueden escapar al control
Una de las
lecciones de la crisis de octubre de 1962 en el Caribe es la facilidad con la
que los acontecimientos pueden escapar al control y la voluntad de los
dirigentes políticos. En su magnífico libro de hace cuatro años Gambling with
Armagedon (lamentablemente no hay edición española), el recientemente fallecido
Martin J. Sherwin evoca las peripecias de la flotilla de cuatro submarinos
soviéticos diésel (los B-4, B-36, B-59 y B-130) enviados desde el Mar de
Barents al puerto cubano de Mariel atravesando el bloqueo aeronaval de Estados
Unidos a la isla. Los cuatro submarinos llevaban torpedos nucleares a bordo,
circunstancia que los americanos desconocían. Tres de ellos fueron detectados y
desde uno de ellos, el B-59, estuvo a punto de desencadenarse la Tercera Guerra
Mundial. Constantemente marcados por decenas de navíos de superficie,
submarinos, aviones y helicópteros americanos a su alrededor, se intentaba
obligar al B-59 a emerger, lanzándole granadas de mano envueltas en rollos de
papel higiénico. En el interior del submarino, las explosiones hacían pensar en
cargas de profundidad destinadas a hundirlos. El comandante de la nave,
Valentin Savitski, creyó que estaban siendo atacados y ordenó armar un torpedo
nuclear para su lanzamiento. ¿Significaban aquellas explosiones que había
comenzado ya la guerra con Estados Unidos? No había posibilidad de comunicación
y consulta con Moscú para saberlo y recibir instrucciones. Allá abajo, en la
profundidad del mar, reinaban las condiciones habituales en aquellos
inhabitables sarcófagos diseñados en Leningrado para los mares del norte que
estaban navegando en las cálidas aguas del Caribe. Espacios exiguos en los que
convivían 56 oficiales y tripulantes, con tres retretes, dos duchas y unos
treinta catres en los que se turnaban para dormir, en medio de un ambiente
pútrido, olor a humanidad y gasoil, úlceras en la piel, desvanecimientos y
temperaturas de hasta por encima de los cincuenta grados. En aquellas
condiciones y rodeado del ruido de las explosiones fue en las que el capitán
Savitski, que según miembros de la tripulación “no estaba físicamente muy
bien”, ordenó preparar el torpedo. No hubo disparo porque por encima de su
autoridad estaba la del jefe de brigada de la flotilla, el capitán Vasili
Arjípov, de 36 años de edad, embarcado precisamente en el B-59, que ordenó
parar aquello.
Este incidente es,
quizás, el más conocido entre los muchos registrados en submarinos americanos y
soviéticos durante la Guerra Fría, con presencia o no de armas nucleares a
bordo, documentados, entre otros, por el almirante Nikolai Mormul en el libro
Katastrofi pod Vodoi ( Murmansk, 1999). Y la cuenta puede ampliarse a otros
muchos incidentes en bases terrestres de misiles estratégicos y centros de
control, algunos de ellos registrados en la época de Boris Yeltsin.
La peripecia del
B-59 sucedió el 27 de octubre, cuando Kennedy y Jrushov se encontraban en la
recta final del acuerdo de distensión de la crisis alcanzado al día siguiente.
Dos estadistas excepcionales. Uno sería asesinado un año después por el “estado
profundo” de su país. El otro fue desplazado al año siguiente del asesinato del
primero, por una conjura del Comité Central. Ambos estuvieron entonces a merced
de situaciones sobre el terreno que escapaban completamente a su control y en
las que se jugó la suerte de una guerra nuclear.
La ampliación de la
OTAN hacia el Este, la bravata sobre el envío de tropas francesas, polacas y
bálticas, son aspectos de la mencionada ruptura
Esta excursión al
pasado seguramente permite comprender mejor el hecho de que la ruptura del
canon, desde hace un cuarto de siglo, de todo ese cuerpo de normas firmadas o
implícitas sobre conductas y zonas de influencia entre las dos superpotencias
nucleares que contribuyeron a evitar el desastre de una guerra nuclear,
sazonada por el abandono unilateral por parte de Estados Unidos del grueso de los
acuerdos de desarme y control de armamentos, nos coloca hoy a merced de
peligrosos desarrollos que una vez desencadenados pueden escapar por completo a
la voluntad de sus protagonistas. La ampliación de la OTAN hacia el Este, el
despliegue de recursos militares junto a las fronteras de Rusia (años noventa y
primeros 2000), el cambio de régimen en Ucrania (2014) y el intervencionismo
militar occidental allá, con armas, dinero, asesoramiento cobertura de
tecnología satelital y de información (desde 2015), y últimamente la bravata
sobre el envío directo de tropas francesas, polacas y bálticas, son aspectos de
la mencionada ruptura.
La actitud rusa ante esa serie ha sido
claramente reactiva y tiene su propia serie en la anexión de Crimea (2014), el
apoyo al secesionismo del Donbas (confuso al principio, creciente a partir de
2015), la creación de una nueva generación de armas estratégicas y
convencionales capaces de anular los sistemas ya establecidos junto a sus
fronteras (anunciada en 2018), y la invasión, conquista y anexión de las
regiones del sur este de Ucrania (2022).
En los últimos
meses, ante la perspectiva del envío de tropas regulares de países de la OTAN a
Ucrania, asistimos en boca de varios autores relevantes del establishment de la
seguridad rusa a la reformulación de la política nuclear de Moscú. Se constata
que la condición de Rusia como superpotencia nuclear ya no da miedo. Ese miedo
que evitó, por disuasión, la guerra nuclear en el pasado, y que, por tanto, es
imperativo recuperar hoy para evitar una catástrofe.
La condición de
Rusia como superpotencia nuclear ya no da miedo. Ese miedo que evitó la guerra
nuclear en el pasado es imperativo recuperar
Sergei Karaganov,
un intelectual orgánico el Kremlin que es, podríamos decir, el patriarca del
pensamiento ruso en materia de seguridad nacional, un autor que ya en 1997 llegó a la conclusión de
que la ruptura del canon desembocaría en una guerra, fue el primero en señalar,
el año pasado, la necesidad de restablecer el miedo, rompiendo la moratoria de
pruebas nucleares como aviso y contemplando incluso la locura de la posibilidad
del uso de armas nucleares tácticas como advertencia para evitar la catástrofe
de una guerra nuclear total. La tesis de Karaganov provocó la reacción crítica
de otros conocidos especialistas en la materia, como el politólogo Aleksei
Arbátov. Más recientemente, otro destacado experto, Dmitri Trenin, que en los
años noventa y hasta la crisis de Ucrania fue uno de los puntales del Centro
Carnegie de Moscú (pagado con dinero de Estados Unidos y frecuentemente
consultado por tantos corresponsales de prensa occidental), está desarrollando
nuevas ideas en la misma dirección. Trenin dirige hoy el Instituto de Economía
y Estrategia Militar Mundial de Moscú.
Algunas citas de su último artículo, titulado Repensar la estabilidad
estratégica:
“El principal
motivo del conflicto ha sido el ninguneo consciente de Washington, a lo largo
de tres décadas, de los intereses de seguridad de Moscú clara y meridianamente
formulados. Aún más, en el conflicto ucraniano la dirección político-militar de
Estados Unidos no solo formuló, sino que afirmó públicamente el objetivo de
infringir una derrota militar estratégica a Rusia pese a su estatus de potencia
nuclear”. Por ello, dice Trenin, “hay que convertir el miedo artificial e
histérico a nuestra victoria en Ucrania, en miedo real a las consecuencias de
sus intentos de impedirla”. A la hora de exponer propuestas de respuesta, este
autor constata que en esta fase del conflicto ucraniano, “se ha agotado el
límite de las intervenciones puramente verbales” y que “los principales
mensajes deben enviarse ahora a través de acciones concretas: cambios
doctrinales; ejercicios militares para ponerlos a prueba; patrullas submarinas
y aéreas a lo largo de las costas del probable enemigo; advertencias sobre la
preparación de pruebas nucleares y sobre las propias pruebas; introducción de zonas
de exclusión aérea sobre parte del Mar Negro, etcétera. El objetivo de estas
acciones no es sólo demostrar determinación y disposición a utilizar las
capacidades disponibles para proteger los intereses vitales de Rusia, sino –lo
que es más importante– hacer que el enemigo se detenga y animarle a entablar un
diálogo serio”.
“Los peldaños de la
escalada no terminan aquí”, continúa Trenin. “A los pasos técnico-militares
pueden seguir acciones militares, sobre las que ya se han anunciado
advertencias: por ejemplo, ataques a bases aéreas y centros de abastecimiento
en el territorio de países de la OTAN, etcétera”.
Todo esto sugiere
algo que los políticos no tienen en cuenta: los avances en la implicación
militar directa de la OTAN tendrán consecuencias
Lejos de ser un
mero debate académico, estas consideraciones se escuchan cada vez más en la
televisión rusa en reacción a declaraciones como las de Macron, a revelaciones
como las que se desprenden de las conversaciones entre generales alemanes o al
artículo del New York Times del 27 de febrero en el que se reconocía la
estrecha participación de la CIA en Ucrania desde mucho antes de la invasión
rusa. En la edición del pasado 29 de
febrero del popular programa Bolshaya Igrá (El gran juego), dedicado a política
internacional y al seguimiento del conflicto ucraniano (el programa tiene tres
ediciones diarias en el primer canal de televisión de lunes a viernes), el
teniente general Evgeni Buzhinski, uno de los especialistas más significados,
también expresó la idea de derribar los drones americanos que sobrevuelan el
Mar Negro para guiar los misiles británicos y franceses que se disparan contra
Crimea, dejando claro que cualquier avión que ataque Rusia desde fuera del
territorio ucraniano será objetivo militar ruso en sus bases en países de la
OTAN. Buzhinski se quejaba de que cada vez que Putin reacciona a noticias que
evidencian la participación de Estados Unidos en acciones militares ucranianas
e incursiones en territorio ruso, el titular de los medios de comunicación
occidentales sea “Putin amenaza”. “No puede haber negociación estratégica si tu
interlocutor tiene como objetivo derrotarte estratégicamente”, señalaba este
militar retirado.
Todo esto sugiere
algo que los políticos y estrategas, particularmente en Bruselas donde parecen
vivir en la inopia, no tienen en cuenta: que de la misma forma en que la
ruptura del canon por Occidente a lo largo de veinticinco años ha acabado
desembocando en una guerra en la frontera rusa, los avances en la implicación
militar directa de la OTAN y la materialización del intervencionismo con
soldados en el terreno, como declara
Macron, tendrán consecuencias.
Decir que una nueva
gran guerra en Europa, o que una Tercera Guerra Mundial que implique no solo a
Rusia sino también a China es inverosímil, es tan poco tranquilizador como
considerar poco probable un enfrentamiento nuclear: su mera posibilidad es
demasiado terrible para ser barajada y obliga a actuar para evitarlo. Como dijo
Charles Wrigt Mills en los años sesenta, “la causa inmediata de la III Guerra
Mundial es la preparación militar para ella”, y entre unos y otros –hay que
decir que mucho más unos que otros– la están preparando.
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