OPRESIÓN DE LA MUJER Y CAPITALISMO
Si bien en
los años 1970 se prestó algo de atención a la cuestión de la familia, se lo
hizo a partir de premisas fundamentalmente empíricas sobre la situación de las
mujeres en el marco de la evolución capitalista
POR ANTOINE ARTOUS
«Opresión de la mujer y capitalismo»: muchos encontrarán este título un tanto arcaico (o tal vez nostálgico). Es un título que parece salido de algún artículo escrito en los años 1970 o 1980. Hasta cierto punto, esta resonancia es voluntaria. Después de todo, durante ese período vieron la luz, ligados al desarrollo del movimiento de mujeres, discusiones y trabajos que conservan toda su pertinencia en la actualidad. Un buen testimonio de ello es la obra reciente de Christine Delphy, titulada L’ennemi principal (Syllepse, 1998), que compila textos publicados entre 1970 y 1978. Por el contrario, La dominación masculina (Anagrama, Barcelona, 2006) de Pierre Bourdieu tiene la particularidad de silenciar aquel trabajo. Este ocultamiento no puede dejar de representar un problema para un autor que pretende poner su conocimiento al servicio de las luchas de emancipación, dado que ignora las elaboraciones teóricas que se produjeron a partir de esas mismas luchas.
Los análisis de Engels
Si bien en los años 1970 se
prestó algo de atención a la cuestión de la familia, se lo hizo a partir de
premisas fundamentalmente empíricas sobre la situación de las mujeres en el
marco de la evolución capitalista. Tal como señala Christine Delphy, al
contrario de lo que sucedió a fines del S. XIX y principios del S. XX, el
movimiento feminista había tenido tiempo suficiente como para constatar el
error que implicaba la tesis de Engels según la cual el trabajo asalariado
pondría fin al patriarcado. Engels no fue el único en desarrollar esta
perspectiva, pero es importante comprender que la relación fundamentalmente
crítica con sus tesis «sobredeterminó» la reflexión sobre la opresión de la
mujer durante aquel período. Esto se debe en parte al lugar que ocupaba la
referencia al marxismo en las luchas de emancipación, pero también a la
radicalidad de Engels en lo que concierne a la emancipación de las mujeres, que
se planteaba en contra de la ideología dominante del movimiento obrero en su
versión socialdemócrata y estalinista y de su participación activa en el
proceso de naturalización de la familia moderna.
No es inútil recuperar a grandes
rasgos este análisis citando El origen de la familia…:
«En el antiguo hogar comunista
[…], la dirección del hogar, confiada a las mujeres, era también una industria
pública socialmente tan necesaria como el cuidado de proporcionar los víveres,
cuidado que se confío a los hombres. Las cosas cambiaron con la familia
patriarcal y aún más con la familia individual monogámica. La dirección del hogar
perdió su carácter público. La sociedad ya no tuvo nada que ver con ello. Se
transformó en un servicio privado; desplazada de la participación en la
producción social, la mujer llegó a ser la primera sierva. Solo la gran
industria de nuestros días ha abierto de nuevo –aunque solo a la proletaria– el
camino de la producción social» (Planeta, p. 137 [traducción ligeramente
modificada])
El problema que plantea este
pasaje no reside únicamente en la visión idílica de las denominadas «sociedades
primitivas», sino en el análisis de la familia. Surgida con la propiedad
privada y con las sociedades de clases, Engels la define fundamentalmente como
una forma social de origen precapitalista aun si, a través de la propiedad
privada, la burguesía logra conservarla. En cualquier caso, el desarrollo del
capitalismo a lo largo del S. XX muestra, no solamente que la familia se
convirtió en una institución clave para la clase obrera, sino que las mujeres
son proletarizadas –participan en la producción social– en tanto que mujeres.
Es decir, lo hacen en función del estatuto que les otorga esa familia moderna
que, lejos de desaparecer, se convirtió en el principal marco de socialización
de los individuos.
Es sorprendente que, a pesar de
esta observación, casi todos los autores marxistas de la época –no hablo de la
tradición estalinista ni de su naturalización de la familia– retoman el
análisis de Engels: la familia es percibida esencialmente como una fuerza
social de origen precapitalista. El único problema sería que Engels habría
sobrestimado el ritmo de su desaparición y no habría tenido en cuenta las
formas en las que el capital es capaz de ponerla al servicio de sus propios
fines. Dejando de lado los matices, es esta la manera en la que procede Claude
Meillassoux en Mujeres, graneros y capitales (Editorial S. XXI, 1977), una obra
muy interesante que ha tenido una gran repercusión. Según el autor, luego de
haberse constituido «como el soporte de la célula de producción agrícola, la
institución familiar se perpetuó bajo formas modificadas constantemente, como
soporte social del patrimonio de las burguesías comerciantes, agrarias y luego
industriales. Ha servido para la transmisión hereditaria del patrimonio […].
Pero en la actualidad, salvo ciertos medios burgueses, la familia carece de
infraestructura económica» (p. 139). Ciertamente, prosigue el autor, «sigue
siendo el lugar de producción y de reproducción de la fuerza de trabajo» (p.
139). Sin embargo, después afirma: «El modo de producción capitalista depende
así para su reproducción de una institución que le es extraña pero que se ha
mantenido hasta el presente como la más cómodamente adaptada a esta tarea» (p.
140).
Dado que estos autores, de manera
justificada y siguiendo a Engels, hacen de la familia el lugar privilegiado en
el cual se estructura la dominación masculina, conciben la opresión de la mujer
en el capitalismo fundamentalmente como una huella persistente generada por el
mantenimiento de formas precapitalistas. A lo cual se añaden la lentitud de la
evolución de una ideología milenaria, el peso de las mentalidades, etc. Nuestro
objetivo no es entrar en el detalle de los análisis sobre las diversas
funciones que se le atribuyen a la familia denominada «patriarcal», que habría
sido conservada por el capitalismo. Se trata simplemente de remarcar que, en
este marco, se vuelve difícil dar cuenta de aquello que en el sistema
capitalista genera de manera sui generis una forma específica de opresión de la
mujer.
La voluntad de romper con este
tipo de enfoques explica los trabajos de investigación sobre la familia que se
desarrollaron sucesivamente. En este sentido, Christine Delphy, que define su
método de análisis en términos materialistas, pretende haber sacado a la luz la
existencia de un sistema particular (el patriarcado) de subordinación de las
mujeres a los hombres en las sociedades industriales, que dispondría de una
base económica específica: el modo de producción doméstico. Muchos estudios de
distintos autores destacan otros matices en este mismo sentido, pero nos
interesa señalar que en todos ellos parece existir un interés común: realizar
un análisis materialista de la familia (por lo tanto, de la opresión de la
mujer) que logre dar cuenta de un proceso de trabajo particular, de un modo de
producción específico que le daría su estructura.
La familia moderna como
invención del capitalismo
Comenté estas discusiones en mi
reseña del libro de Christine Delphy. Me contentaré en este caso con retomar la
apreciación general de Bruno Lautier, que señala que es un error fundar el
análisis «sobre el proceso del trabajo doméstico, definido en sí mismo, y no
sobre el estatuto de la familia» (Critiques de l’économie politique,
octubre-diciembre, 1977, p. 83). Es cierto que la familia moderna cumple
ciertas funciones económicas, pero –volveremos sobre esto– lo que caracteriza
al capitalismo en su diferencia con las formas precapitalistas es la
disociación de las relaciones de parentesco de las relaciones de producción. Si
consideramos que las categorías de análisis deben ajustarse a su objeto, es un
error de método pensar que es posible dar cuenta de esta familia analizando el
modo de producción (o el proceso de trabajo) que la estructuraría.
Al mismo tiempo, no veo por qué
desarrollar un análisis materialista de una institución sería sinónimo de sacar
a la luz sistemáticamente su «infraestructura económica». Esto es válido sólo
en referencia a una cierta tradición marxista para la cual la única forma de
objetividad social existente es la economía. Esto es exactamente lo que sostiene
Danièle Leger: se trata de «elaborar un análisis de la familia y de la
situación de las mujeres en la familia que se apoye, no solamente en los
aspectos ideológicos internos a la familia, sino la base real, económica, de
las relaciones familiares» (Le Féminisme en France, le Sycomore, 1982, p. 95).
En cualquier caso, es evidente
que existe una diferencia entre el tipo de análisis que hace Claude Meillassoux
y la manera en la que los historiadores tratan el «nacimiento de la familia
moderna», según el título del libro de Edward Shorter (Anesa, 1977). De esta
forma, en su libro El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen (Taurus,
1988), Philippe Ariès no pone el acento en la continuidad, sino en la
convulsión de los marcos de socialización que permiten explicar cómo la
infancia, en el sentido en que la comprendemos actualmente, es una categoría
social inédita, producida por la aparición de instituciones nuevas: la escuela
y la familia modernas. Esta última es definida como el lugar en el cual se estructura
una categoría social también inédita: la vida privada. En su libro Orígenes de
la familia moderna (Crítica, 1979), Jean-Louis Flandrin precisa los dos niveles
alrededor de los cuales se produce la ruptura. Por un lado, se estructura la
distinción público/privado, a diferencia de lo que ocurría en las sociedades
monárquicas, en las cuales la institución familiar tenía características de
institución pública y las relaciones de parentesco servían de modelo a las
relaciones sociales y políticas. Por otro lado, se pone en cuestión la
coincidencia entre la unidad de producción y la unidad de consumo, que fue la
regla durante el Antiguo Régimen.
Este enfoque es tanto más
interesante en la medida en los historiadores aludidos critican el abordaje
evolucionista surgido de la sociología del S. XIX, según el cual la familia
nuclear habría sucedido linealmente a una familia patriarcal ampliada (véase Lebrun
F., La vie conjugale sous l’Ancien régime, Armand Colin, 1975). Si bien no
existía un único modelo familiar bajo el Antiguo Régimen, la «pequeña familia»
–para retomar la fórmula de Jean-Louis Flandrin– se encontraba ampliamente
extendida, tal como demuestran los detallados estudios de los historiadores
ingleses (véase Historia de la familia, 1988, Vol. 2). Pero si permanecemos en
el marco de un análisis meramente estadístico del número de personas que viven
bajo el mismo techo para intentar remarcar, a través de una simple
caracterización de la familia nuclear, la continuidad entre el Antiguo Régimen
y el mundo moderno occidental, perdemos la oportunidad de tratar la historia de
la familia como institución y de marcar las rupturas señaladas más arriba.
Además, el mismo término no remite a la misma realidad social. Bajo el Antiguo
Régimen, lo que mejor caracteriza a la familia es la noción de «maison» o
«maisonnée», que incluye, por ejemplo, a los sirvientes.
Tratar a la familia moderna como
una institución implica relacionar sus condiciones de existencia con ese
movimiento histórico más vasto que, con el advenimiento del capitalismo,
reorganizará el conjunto del cuerpo social y favorecerá la aparición de dos
niveles de prácticas sociales históricamente inéditos. Por un lado, bajo el
efecto de la generalización de las relaciones mercantiles, la economía deja de
estar «encastrada en lo social», –para retomar una fórmula de Karl Polanyi– y
la fábrica moderna emerge como lugar específico en el cual se organiza la
producción social. Por otro lado, se construye el «Estado político separado»,
para retomar esta vez una fórmula del joven Marx, como el representante de lo
«público» frente a lo «privado», disociación que no existía bajo el Antiguo
Régimen que todavía marcado por las formas patrimoniales del poder político.
Las relaciones de parentesco que, en el pasado y como muestra la doble ruptura
señalada por Jean-Louis Flandrin, también estaban encastradas en las otras
relaciones sociales, se separan de la «sociedad civil» para constituir esa
institución –ella también inédita históricamente– que es la familia moderna, a
través de la cual se estructura un nuevo espacio, el de lo «privado», que es
completamente distinto al espacio económico y al espacio político.
Familia y construcción
de la relación salarial
Nuestro propósito aquí no es dar
cuenta de la familia moderna remitiéndonos a su génesis histórica (no es
posible explicar el funcionamiento de una institución en un sistema social
desarrollando un enfoque histórico-genético), sino señalar algunas de sus
características generales comparándola con las formas precapitalistas. De esta
manera, diremos que en el S. XIX la familia se convirtió en una institución
central en el seno de la burguesía y una de sus funciones era «la transmisión
hereditaria del patrimonio». Pero luego la familia moderna llegó a ser un
modelo dominante en todas las clases sociales. Aunque el desarrollo del trabajo
de las mujeres y de los niños durante la primera mitad del S. XIX, junto al desgarramiento
del tejido social (separación vivienda/lugar de trabajo) que generó la gran
industria, destruyeron masivamente las estructuras familiares populares
urbanas, durante la segunda mitad del S.
XIX empezó a desarrollarse un movimiento inverso que se prolongó durante el
siglo siguiente.
La genealogía de esta «estrategia
de familiarización de las capas populares», según la fórmula de Jacques
Donzelot (La policía de las familias, Nueva Visión, 2011), dio lugar a estudios
detallados (Lion Muraut y Patrick Zyberman, Le petit travailleur infatigable,
Recherches, 1976; Isaac Joseph et Philippe Fritsch, Disciplines à domiciles,
Recherches, 1977), aunque con frecuencia unilaterales, en la medida en la que
tratan el asunto en términos de política de normalización y de «tácticas y
figuras disciplinarias», en referencia a Michel Foucault (Vigilar y castigar,
Editorial S. XXI, 1976). Se observa un problema análogo en aquella época en lo
que concierne al desarrollo de la escolarización. Sin embargo, esta normalización
establece al mismo tiempo un marco (capitalista) de socialización que implica
un cierto mejoramiento de la existencia y que, en términos más generales, pone
en cuestión formas de socialización precapitalistas que muchas veces son
sobrevaloradas por una visión «romántica».
Este movimiento de
«familiarización», que cristaliza especialmente alrededor de la vivienda (Rémy
Butel et Patrice Noisette, De la cité ouvrière au grand ensemble, Maspero,
1977), remite a un conjunto de rasgos que revela el nacimiento de la familia
moderna. Este es el caso de la nueva arquitectura de la vivienda que describe
en detalle Philippe Ariès y a través de la cual se organiza la intimidad
familiar. Existen numerosas diferencias sociológicas entre las familias
burguesas del S. XIX y las familias obreras que empezaron a desarrollarse
durante el período. Puede mencionarse, entre otras, la inserción de las últimas
en redes de sociabilidad específicas. Pero más allá de esto, el marco de
socialización de los individuos que está en juego es el mismo, especialmente si
se observa la manera en la que la institución define a las mujeres en el
espacio doméstico.
Estas observaciones sobre la
política de «familiarización» concomitante a la estructuración de la relación
salarial demuestran que no hay que comprender la tipología del espacio social
capitalista –en particular la distinción público/privado–, que además comprende
lo económico, en el mismo sentido que el liberalismo clásico. Lo privado no es
un dato espontáneo generado por algo que sería la autorganización de la
sociedad civil frente al Estado. Este último desempeñó un rol central en la
construcción de la familia, como también lo hizo en la construcción de la
relación salarial. Por lo tanto, la distinción público/privado no remite
meramente a una categoría «ideológica» susceptible de ser deconstruida mediante
una crítica de sus mecanismos de constitución.
Se trata de una división objetiva
del espacio social generada, lo repetimos, por la «disociación» de las
relaciones de parentesco del marco de las relaciones políticas y de las
relaciones de producción. «Disociación»: esta fórmula no significa que las
relaciones, que antes estaban encastradas las unas en las otras, ahora se
separan como si se tratara de un simple juego de construcción. Por el
contrario, en ese movimiento las relaciones se son sometidas a una profunda
restructuración de la que surgen formas sociales específicas. Lo social, en
tanto objeto de estudio, no es un dato transhistórico homogéneo que atraviesa
de manera indiferenciada la historia de las sociedades.
Si, como nos enseñan la
antropología y la historia, las relaciones de parentesco juegan un rol decisivo
en el estatuto social que se les otorga a las mujeres, este movimiento de
«disociación» no puede sino transformar sus condiciones generales de
socialización y las relaciones hombre/mujer que resultan de ellas. Volvamos a
la fórmula de Engels: «La dirección del hogar perdió su carácter público. La
sociedad ya no tuvo nada que ver con ello. Se transformó en un servicio
privado». Esta tesis es decisiva en lo que respecta a la familia moderna, pero
es falsa si se la proyecta (error que Engels comete) sobre las sociedades de
«clase» precapitalistas.
En las familias campesinas del
Antiguo Régimen, la mujer no solo tenía otras tareas distintas de las del
cuidado «del hogar» (el nombre es anacrónico), sino que además esas tareas no
estaban separadas de la producción social, dado que la familia campesina era
una unidad de producción. El trabajo de las mujeres está presente en todas las
actividades de la comunidad campesina, que estipula una división sexual del
trabajo explícita que afecta a toda la producción social. Eso que Engels llama
«la dirección del hogar» –las tareas que les atribuye a las mujeres la división
sexual del trabajo y que no se reducen a actividades que se desarrollan al
interior de la casa– no es un servicio privado que se opone a los trabajos
realizados en el marco de la producción social.
La oposición masculino/femenino
no coincide con la distinción entre público/privado. Aun si lo hacen en menor
medida que los hombres, las mujeres están presentes en la «esfera pública» (en
el sentido amplio de la expresión, es decir, no en el sentido estrictamente
moderno), aunque lo hacen en espacios diferentes a los de los hombres y que
están delimitados por la función que cumplen en la división sexual del trabajo.
Por el contrario, en la familia moderna, que en el marco de la cual la
«dirección del hogar» se transformó en un servicio privado, la oposición entre
masculino/femenino coincide con la división público/privado. Si se lo comprende
de esta manera, el advenimiento de la familia moderna no implica simplemente un
mero refuerzo de la «especialización» de las mujeres en el trabajo doméstico,
sino una verdadera ruptura en el espacio que ellas habitan.
«La mujer habita otro
mundo»
Esta ruptura se manifiesta en las
profundas transformaciones del estatuto que se les otorga a las mujeres y en la
manera en que se piensan las relaciones entre los sexos. Para resumirlo en una
fórmula, podemos decir que se pone en marcha un proceso contradictorio. Por un
lado, en el marco más general del movimiento de individualización que empieza a
desarrollarse, la mujer es especificada, en sus relaciones con el hombre, como
un individuo. Desde este punto de vista, se la reconoce como un individuo igual
al hombre. Pero, por otra parte, este reconocimiento se realiza a través de una
empresa de naturalización de la nueva distribución del espacio social y del
lugar que en él ocupa la mujer: por naturaleza, el dominio de la mujer es lo
privado, el «interior» de la nueva vivienda creada por la familia moderna. La
mujer es reconocida como individuo, pero en el marco de esa diferencia natural
a través de la cual se construye la feminidad según las formas definidas por la
cultura moderna, que cristalizan especialmente en la categoría social de madre,
simétrica a la de infancia, que se construye entonces (Knibieheler et Fouquet,
Histoire des mères, Montalba, 1980).
El discurso de Rousseau es explícito
en este sentido y, si bien es un poco exagerado, la esencia de su temática está
presente en la mayoría de los representantes político-ideológicos de la
Revolución francesa. Esta cuestión fue suficientemente demostrada y no es
necesario volver sobre ella en este lugar. Pero es importante remarcar que la
mentada naturalización debe ser comprendida en el sentido fuerte del término.
Deriva de un movimiento más amplio en el marco del cual se estableció la
diferenciación entre los órdenes de la naturaleza y de la sociedad, que
anteriormente estaban encastrados el uno en el otro. La oposición
naturaleza/cultura, tematizada en el campo de las ciencias sociales (e
introducida por Lévi-Strauss), todavía lleva la marca de este movimiento.
En las sociedades precapitalistas,
la legitimación del orden social se realizaba todavía (aunque de distintas
maneras) mediante su inscripción en el seno de un orden sobrenatural, de un
cosmos. La manera en la cual la sociedad se organizaba era un dato de la
naturaleza, en la medida en que no era más que un aspecto de ese orden cósmico
más amplio. De esta manera, según Aristóteles la organización familiar y la
ciudad remiten a una misma «ley natural». La ciudad-Estado es un agregado de
familias (más exactamente, de hogares) y el destino del hombre, que es ser un
«animal político», no puede realizarse más que por medio de la oikia (Sissa, La
familia en la ciudad griega, en Historia de la familia. Tomo 1, Alianza
Editorial, Madrid, 1988).[1]
Por el contrario, luego de la
Revolución francesa y, en términos más generales, en el marco de la política
moderna, asistimos –tal como explica Pierre Rosanvallon– a una
«auto-institución de lo social». El orden político de la sociedad no refleja la
naturaleza de las cosas, en el sentido aludido antes, sino que remite a un
contrato entre los hombres, es decir, deviene convencional: «La relación entre
los sexos se encuentra profundamente afectada por ello, al redoblarse con una
nueva separación su antigua división funcional: la identificación de lo
masculino con el orden de la sociedad civil y de lo femenino con el orden
natural. En adelante, la mujer ya no será entendida sólo en sus diferencias
físicas o funcionales con respecto al hombre; a partir de su propio papel
social, habitará ahora un mundo ajeno al suyo» (La consagración del ciudadano.
Historia del sufragio universal, Instituto Mora, México, 1999, p. 129).
La temática que se desarrolla en
el seno del movimiento obrero a partir de fines del S. XIX se inscribe en esta
misma problemática. Es muy significativo que los obreros que adhieren a esta
perspectiva sean partidarios de la emancipación del género humano. Ellos
afirman, como los burgueses iluminados del siglo precedente, respetar la
individualidad de la mujer. Pero, tal como explican Jacques Rancière y Patrice
Vauday (Les Révoltes logiques, invierno de 1975, pp. 17-18), la liberación de
la mujer implica que recupera su vocación natural, que está vinculada con la
existencia de un dominio reservado. De esta manera, la mujer contribuye al
mantenimiento de un espacio cerrado a la intrusión patronal y estatal: el orden
natural de la familia. Este discurso es replicado por muchas feministas. Si
bien se aleja –por ejemplo, al aceptar la unión libre– de ciertos valores de la
familia burguesa, su estructura es la misma que la del discurso sobre la
feminidad del S. XVIII: la mujer es reconocida como un individuo igual al
hombre, pero en su diferencia, es decir, en lo que respecta a esa vocación
«natural». La conclusión es tanto más llamativa si se tiene en cuenta que, en
la misma época, la historicidad de la familia se convierte en un problema para
las ciencias sociales incipientes. Es difícil evitar la tentación de hacer de
dicho discurso el mero efecto de ciertos «prejuicios» provenientes de la
antigua familia patriarcal en vías de desaparición y alimentados por la
competencia de la mano de obra femenina. Pero, al contrario, está articulado de
manera específica a la construcción de la nueva familia moderna.
Un proceso
contradictorio
Por lo tanto, el movimiento
histórico a través del cual se constituye la feminidad es contradictorio. La
otra cara de la naturalización es la «biologización y la sexualización del
género y de la diferencia de los sexos», según una fórmula de Michelle Perrot
(La place des femmes, La Découverte, 1995, p. 42) que remite al libro de Thomas
Lauquer (La construcción del sexo, Cátedra, Madrid, 1994). Este trabajo se
sitúa en la línea de Michel Foucault y, precisamente por ese motivo, nos brinda
una visión unilateral del proceso histórico. En este mismo sentido, sería
interesante analizar con más detalle los distintos puntos de vista que adoptan
los estudios históricos sobre la medicalización, a manos de los hombres, de un
problema como el del parto. De esta manera, Mireille Laget (Naissances, Seuil,
1982) insiste en la pérdida de poder de la comunidad de las mujeres, que en el
pasado se encargaban del parto, y, en el prefacio a la obra, Philippe Ariès nos
ofrece una mirada nostálgica sobre las antiguas formas de sociabilidad y de
«saber-hacer» femeninas. Por el contrario, Edward Shorter (Le corps des femmes,
Seuil, 1982) hace recaer el acento exclusivamente sobre los progresos que
implicó la medicalización y sugiere que la «alianza» entre los médicos
iluminados y las mujeres es uno de los factores que emanciparon a estas últimas
de las ataduras tradicionales que pesaban sobre sus cuerpos.
De la misma manera, existen
distintas apreciaciones de las características del matrimonio vinculado a la
nueva familia que emergió en el S. XVIII. Según Elisabeth de Fontenay, «el
matrimonio somete a la mujer, puesto que transforma el contrato familiar entre
familias de tipo patriarcal en un lazo conyugal interindividual vaciado de toda
dimensión socio-política. Al privatizar este lazo, se expulsa a la mujer y se
la mantiene a distancia de la vida pública» (Les Temps Modernes, mayo de 1976,
p. 1792). En este sentido, la autora remarca uno de los aspectos del proceso,
contra una visión lineal del progreso histórico que Edward Shorter no siempre logra
evitar en El nacimiento de la familia moderna (Editorial Crea, Buenos Aires,
1977). Este autor rechaza cualquier visión idílica de las antiguas formas de
sociabilidad y destaca únicamente las posibilidades abiertas por el proceso. En
cualquier caso, Elisabeth de Fontenay olvida la dinámica de transformación que
se inscribe en este vínculo interindividual. Tal como señala Jean-Louis
Flandrin, sucede algo similar en el campo de las relaciones sexuales luego del
reconocimiento de la mujer como compañera. De nuevo, sería interesante
profundizar en el esquematismo de ciertos análisis que vinculan el advenimiento
de la burguesía con un proceso de normalización sexual y de confinamiento de la
sexualidad y del amor en los marcos de la familia. El acento que se pone sobre
una supuesta amplitud de la libertad sexual que habría existido en las
sociedades del Antiguo Régimen (Solé, El amor en Occidente, Argos, 1977), nos
hace perder de vista que se trata, en lo esencial, de una libertad sexual
masculina que se expresa en relaciones de opresión brutales hacia las mujeres.
En términos más generales, debe
decirse que la transformación del matrimonio «en un lazo conyugal
interindividual» implica que tiende a darse como un contrato entre dos
individuos que se presuponen libres e iguales. Sin embargo, en el mismo
movimiento se presupone la dependencia milenaria de los hombres que afectaría a
las mujeres. Esta situación se encuentra también en el plano legal. Bajo el
Antiguo Régimen, ciertas mujeres podían votar, dado que la tradición feudal
ligaba ese derecho a un estatuto (por ejemplo, a la propiedad de un feudo) y no
a la persona. La Revolución francesa suprimió el derecho a voto de las mujeres,
pero introdujo ciertos progresos a nivel del derecho privado, por ejemplo, al
menos en un primer momento, un derecho al divorcio relativamente igualitario.
Producción capitalista y división
sexual del trabajo
No iré más lejos en estas
observaciones y destacaré otro aspecto de la dimensión contradictoria de este
proceso de socialización de las mujeres, que no recubre exactamente el que
describí más arriba. Está vinculado a la relación de las mujeres con la
producción social y al devenir de la llamada división sexual del trabajo. En
efecto, a pesar de que se presente como una evidencia, esta categoría funciona
más bien como una «prenoción» que como categoría de análisis rigurosa. En
primer lugar, en lo que respecta a la noción misma de división del trabajo,
puesto que el trabajo concebido como una categoría específica es un invento de
la modernidad. En segundo lugar, la categoría de división sexual del trabajo
suele emplearse para hablar de dos realidades diferentes. En el sentido
estricto del término –o, en cualquier caso, es el sentido en el que la
utilizaré– designa el hecho de que las actividades de producción se organizan
según el principio de una división del trabajo entre los sexos. Pero también
puede utilizarse para decir que la división del trabajo es sexuada, en el
sentido de que, sin remitir a un principio de organización de lo social en
función de la diferencia de sexo, albergaría relaciones asimétricas entre los
sexos.
Volvamos a la familia moderna.
Dijimos que su advenimiento no implica un mero refuerzo de la «especialización»
de las mujeres en el trabajo doméstico, sino una verdadera ruptura en el
espacio que ellas habitan. En tanto que están determinadas por las relaciones
de parentesco, las mujeres no existen más como un grupo social específico que
dispondría, según el lugar asignado por la división del trabajo entre los
sexos, de sus propios espacios en «la esfera pública» (en el sentido amplio del
término) estructurada por la producción social. En cambio, las mujeres habitan
actualmente «otro mundo» que es distinto al de los hombres.
Entonces, la división del trabajo
entre los sexos deja de funcionar como un medio para delimitar los espacios
respectivos de dos grupos sociales presentes en el seno de la producción
social, para empezar a trazar una frontera entre dos espacios sociales de
naturaleza diferente. Encerradas en la familia y en «la dirección del hogar»
que se convirtió en un servicio privado, las mujeres, en la medida en la que están determinadas por las relaciones de
parentesco, son expulsadas de la producción social. Pero, al mismo tiempo, sus
condiciones de participación en el marco de aquella se transforman
profundamente dado que, al contrario de lo que sucedía en el contexto de las
formas precapitalistas, la división del trabajo entre los sexos deja de ser un
principio organizador de la producción capitalista.
Esta conclusión puede parecer
sorprendente de parte de alguien que remite a los trabajos del período
1970-1980, durante el cual las investigaciones pretenden mostrar justamente
que, en la producción social capitalista, la división del trabajo es considerablemente
sexuada (Kergoat, Critiques de l’économie politiques, oct-dic de 1978).
Efectivamente, esto es así. Pero una cosa es remarcar la dimensión sexuada la
división del trabajo, y otra cosa es afirmar que la división del trabajo entre
los sexos es uno de los principios organizativos de la producción, tal como lo
era en las formas precapitalistas. Es decir, que la producción está organizada
en función de la diferencia entre los sexos y que, por lo tanto, esa división
es explícita. En las sociedades «primitivas», en las cuales las relaciones de
parentesco funcionan como relaciones de producción, la producción social está
estructurada por las relaciones de sexo. Maurice Godelier (La producción de
Grandes hombres, Akal, 1986) muestra cómo entre los Baruya, la legitimación del
orden social –es decir, su inscripción en el orden sobrenatural– está
completamente construida alrededor de las relaciones de dominación de los
hombres sobre las mujeres. En las sociedades de «clase» precapitalistas se
vuelven dominantes otras divisiones sociales, pero la organización de la
producción según las relaciones de sexo conserva toda su pertinencia, tal como
sucede, por ejemplo, en las distintas comunidades campesinas explotadas por
«clases» dominantes.
En La dominación masculina,
Pierre Bourdieu remarca, con justa razón, que no debe proyectarse sobre estas
sociedades una visión tomada del mundo moderno. Porque el trabajo, en el
sentido en que nosotros lo entendemos, como práctica diferenciada de otras
actividades, en esos casos no existe. En estas sociedades, el «trabajo» es «una
función social que cabe llamar “total” o “indiferenciada”» que, además, no
concierne únicamente a las actividades productivas (p. 65). Lo que dije sobre
el lugar de la división sexual del trabajo es importante porque refiere, no
solamente a la actividad específica de un individuo (el trabajo en el sentido
moderno), sino a una «función social» global que asigna un estatuto a los
individuos en la comunidad. Esa división estructura una jerarquía desigual que
define a un grupo social –en este caso, las mujeres– en toda la amplitud del
espacio social de la comunidad en cuestión.
Si la división sexual del trabajo
no existe más como principio de organización de la producción social
capitalista, esto se debe a que las relaciones de parentesco se encuentran
totalmente «disociadas» de las relaciones de producción. Y también a que, en
términos más generales, dado que el trabajo asalariado capitalista no
especifica a los individuos según estatutos, la división del trabajo en una
empresa moderna no se estructura, en sus formas de legitimación, a través de
una jerarquía definida por estatutos sociopolíticos, sino a través de lo que el
joven Marx denominaba la «jerarquía de saber», la cual se legitima solamente en
función de las condiciones de la organización técnico-científica de la
producción. Naturalmente, no se trata de decir que esta división del trabajo es
«neutral», que está exenta de relaciones de dominación y que no tiene una
dimensión sexuada. Se trata simplemente de remarcar la relación contradictoria
de las mujeres con la producción social.
La relación salarial no
especifica a los individuos según estatutos
Las mujeres son «proletarizadas»
(devienen asalariadas) como un grupo social específico. Este estatuto se
manifiesta en fenómenos que fueron analizados en profundidad: doble jornada
laboral, variación de las tasas de empleo en función de la desocupación, jornada
a tiempo parcial, oficios denominados «femeninos», etc. Sin embargo, en este
último caso, la variación de acuerdo a los cambios de coyuntura o a la
evolución histórica muestra que el carácter sexuado de los distintos sectores
laborales no remite a una definición social estricta de lo masculino y de lo
femenino en el ámbito de la producción. Es cierto que esta última no se limita
a constatar las relaciones asimétricas entre los sexos, sino que contribuye a
reproducirla. Pero en última instancia, esta situación no deriva de las
propiedades de la producción capitalista, sino del estatuto que les asigna a
las mujeres la familia moderna. Por otro lado, esto es lo que muestran en
general los estudios sobre el carácter sexuado de esta institución. La contradicción
opera también en el sentido inverso. Las mujeres son proletarizadas en tanto
que mujeres, pero en ese mismo movimiento se convierten en asalariadas. Una de
las conquistas del feminismo es haber mostrado que la participación en la
producción social no es equivalente a la emancipación. Pero, al menos en su
gran mayoría, las feministas no cuestionan el hecho de que convertirse en
asalariadas sea un factor importante, e incluso decisivo, en el camino hacia la
emancipación. No insistiré sobre este punto. Solo quiero señalar que no se
trata simplemente de la independencia económica, de la participación en
actividades sociales, etc. La relación salarial no especifica a los individuos
según estatutos. En tanto intercambia esa mercancía tan particular que es la
fuerza de trabajo en el marco de esta relación social específica, que es la
relación salarial capitalista, el asalariado es concebido como un individuo al
mismo tiempo libre e igual a todos los otros individuos. Y esta determinación
no es meramente formal, aun si, por otra parte, el trabajo asalariado es una
relación social que sirve de mediación a la explotación capitalista.
Aunque esta relación sea sexuada,
la misma determinación opera en el caso de la mujer asalariada que, al
participar de este intercambio mercantil, es concebida como un individuo al
mismo tiempo libre e igual a los otros individuos. De esta manera, ingresa de
lleno en la esfera jurídico-política moderna en la cual se enuncia, como una
exigencia sin cesar repetida, la cuestión del derecho a la libertad y a la
igualdad. No obstante, la categoría de igualdad de la que aquí se trata no es
exactamente la misma de la que hablamos a propósito de la familia moderna, que
especifica a la mujer como un individuo sexuado. Con todo, como explica Marx,
el proceso de intercambio de mercancías no presupone la libertad y la igualdad
de los individuos, pero dicta su equivalencia: para él la diferencia entre los
individuos no existe. En este sentido, lo que caracteriza al sujeto
jurídico-político moderno es su abstracción en el sentido fuerte del término:
el individuo es abstraído de sus condiciones relacionales de existencia. Por lo
tanto, no es sexuado.
Es cierto que con el desarrollo
del derecho social, se concreta toda una esfera del derecho moderno que trata a
los individuos en tanto que pertenecen a un grupo social particular. De hecho,
se observa en este marco el estatuto que la familia moderna les asigna a las
mujeres, por ejemplo, en la construcción del Estado de bienestar. Aun si luego
muchos países se alejaron de este estándar, «la mayor parte de los Estados
establecieron un modelo sexuado de acceso a los derechos sociales, que define y
trata a las mujeres como madres y/o esposas» (Lewis, La place des femmes, La
Découverte, 1997, p. 406). Sin embargo, en su núcleo duro, por medio del cual
se especifica al sujeto jurídico-político, el derecho moderno todavía se define
por la abstracción. Es precisamente esto lo que permite comprender el lugar que
ocupó (y que ocupa todavía) en las luchas por la emancipación que se
desarrollan en nombre de una exigencia de «igualibertad» que se repite sin
cesar, puesto que existe «una tensión permanente entre las condiciones que
determinan históricamente la construcción de instituciones conforme a la
proposición de la igualibertad y la universalidad hiperbólica del enunciado»
(Balibar, Les frotières de la démocratie, La Découverte, 1992, p. 138). De esta
manera, no se dice nada de la diferencia entre los sexos. Planteada en estos
términos, la cuestión de la igualdad y de la diferencia –recurrente, lo
sabemos, en el feminismo– es una cuestión específica de la modernidad.
Me referí en más de una ocasión
al proceso de socialización contradictorio que el capitalismo impone a las
mujeres. Esta fórmula no debería hacer creer que estas contradicciones
funcionan, por así decirlo, en sí mismas, para hacer evolucionar el sistema.
Una contradicción en sí misma es muda a menos que se convierta en una
contradicción social, es decir, a menos que exista como conflicto social, lucha
social, etc. a través de la cual se estructuran agentes sociales. Y es este el
movimiento que hace evolucionar al sistema. Sabemos, por ejemplo, que fueron
necesarias muchas luchas, en particular alrededor de la cuestión de la
ciudadanía, para que el asalariado se transforme en un sujeto
jurídico-político. Pero no es menos cierto que explicar un proceso general de
socialización contradictorio es importante para comprender, no solamente lo que
nutre las luchas por la emancipación, sino también aquello que estructura su
horizonte.
Observaciones sobre libro de
Pierre Bourdieu
Es toda esta dimensión lo que
desaparece en el libro de Pierre Bourdieu. Volvamos sobre la manera en que el
autor habla de la dominación masculina a partir de sus análisis de la sociedad cabileña,
desarrollados en La dominación masculina:
El orden social funciona como una
inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la dominación masculina en la
que se apoya: es la división sexual del trabajo, distribución muy estricta de
las actividades asignadas a cada uno de los dos sexos, de su espacio, su
momento, sus instrumentos; es la estructura del espacio, con la oposición entre
el lugar de reunión o el mercado, reservados a los hombres, y la casa,
reservada a las mujeres, o, en el interior de ésta, entre la parte masculina,
como el hogar, y la parte femenina, como el establo, el agua y los vegetales;
es la estructura del tiempo, jornada, año agrario, o ciclo de vida, con los
momentos de ruptura, masculinos, y los largos periodos de gestación, femeninos
(ibíd., p. 22).
Pierre Bourdieu describe de
manera precisa una sociedad precapitalista en la cual, evidentemente, las
relaciones de parentesco funcionan como un importante marco de reproducción del
conjunto de las relaciones sociales.
El problema es que pretende
construir a partir de esta descripción un modelo teórico para dar cuenta de la
dominación masculina en general (al menos en el caso de las sociedades
mediterráneas), modelo en el cual la sociedad cabileña cumpliría el rol de
«forma canónica» (ibíd., p. 130). En efecto,
Aunque las condiciones «ideales»
que la sociedad de la Cabilia ofrecía a las pulsiones del inconsciente
androcéntrico hayan sido en gran parte abolidas y la dominación masculina haya
perdido algo de su evidencia inmediata, algunos de los mecanismos que sustentan
esta dominación siguen funcionando, como la relación de causalidad circular que
se establece entre las estructuras objetivas del espacio social y las
tendencias que generan tanto en el caso de los hombres como en el de las
mujeres. […] Los cambios visibles que han afectado la condición familiar
ocultan la permanencia de las estructuras invisibles (ibíd., pp. 75, 131)
Si en la sociedad de la Cabilia
la dominación masculina se presenta como una «evidencia inmediata», es porque
las relaciones de parentesco no se encuentran «disociadas» de las otras
relaciones sociales. Ya señalé que esta «disociación», característica del
capitalismo, forma parte de un movimiento más vasto de reorganización de lo
social (de las «estructuras objetivas del espacio social») que establece nuevas
condiciones generales a la socialización de las mujeres y del conjunto de los
individuos. Obviamente, para Pierre Bourdieu, salvo por esta pérdida de
visibilidad, la estructura objetiva del «mundo sexualmente jerarquizado»
permanece todavía y produce las mismas disposiciones entre los hombres y entre
las mujeres.
Por eso es especialmente
sorprendente que, para él, la categoría de inconsciente evidentemente no remite
a una problemática freudiana. Designa simplemente la existencia de estructuras
cognitivas no conscientes que se articulan a una «construcción social de los
cuerpos». No voy a discutir aquí la teoría de la violencia simbólica de Pierre
Bourdieu. En lo que respecta a la construcción social de los cuerpos, prefiero
las fórmulas de Maurice Godelier, como por ejemplo, cuando afirma que el cuerpo
humano funciona como una máquina ventrílocua del orden social y cósmico y que
las representaciones del cuerpo incorporan el orden social. Si este es el caso,
el análisis debe tomar como punto de partida la manera en la cual el orden
capitalista estructura «un mundo sexualmente jerarquizado» para considerarlo en
su diferencia con el de las sociedades precapitalistas. De esta manera, nos
topamos aquí con una cuestión general que remite al método de análisis del
capitalismo. Para retomar una fórmula de Daniel Bensaïd, el orden lógico prima
sobre el orden histórico, en el sentido de que –como no se cansa de repetir
Marx– el punto de partida del análisis debe ser el de las condiciones
estructurales de reproducción del sistema social. En cambio, Pierre Bourdieu
adopta un enfoque histórico-genético, en este caso una «sociología genética del
inconsciente sexual» (ibíd., p. 130)
Por lo demás, si bien su libro
presenta un cuadro coherente de las formas de dominación masculina en la
sociedad cabileña, al tratar la situación de las mujeres en la sociedad moderna
se contenta con señalar una perspectiva general y con algunas observaciones de
método, sin preocuparse por elaborar un cuadro detallado, o, como mínimo, uno
que permita observar elementos de continuidad y de diferencia. Sería
interesante retomar con más detalle los análisis de La dominación masculina
para hacer aparecer todas las diferencias que no son tematizada; en particular,
aquellas que conciernen a la producción social y al espacio social que, en la
sociedad cabileña, tienen una estructura que es característica de las formas
precapitalistas: están completamente estructurados según los principios de la
división sexual (con su dimensión cósmica). La organización interna de la
vivienda cabileña que describe Pierre Bourdieu reproduce esta división sexual
del espacio, pero de manera invertida. Por el contrario, la vivienda moderna de
la que habla Philippe Ariès es una parte constitutiva de la estructuración del
espacio social (público/privado) que describimos más arriba. Su distribución
interna (tipología de los ambientes, etc.) no es la misma que la de la vivienda
cabileña. En este caso, la organización del espacio doméstico tiene como
objetivo el desarrollo de la «intimidad conyugal», que a su vez apunta al «reforzamiento de la
pareja y no a la distinción masculino/femenino» (Lefaucher, Segalen, La Place
des femmes, La Découverte, 1995)
Es verdad que si uno se contenta
con razonar según «oposiciones pertinentes» que, en este caso, se traducen como
una homología transhistórica de la oposición masculino/femenino, fuera/dentro,
público/privado, es difícil percibir la ruptura introducida por el capitalismo
en la estructuración objetiva del espacio social. Más importante es que no se
diga nada sobre uno de los aspectos esenciales de lo que denominé el proceso
contradictorio de socialización de las mujeres que genera el capitalismo: la
igualdad (y, más en general, la igualibertad). En Introducción general a la
crítica de la economía política/1857, Marx explica que «en toda ciencia
histórica, social […] hay que tener siempre en cuenta que el sujeto –la moderna
sociedad burguesa en este caso– es algo dado tanto en la realidad como en la
mente, y que las categorías expresan por lo tanto formas de ser […] de esta
sociedad determinada» (Editorial S. XXI, México, 198, p. 56). Es decir que,
para dar cuenta de la sociedad moderna, no es posible analizar primero lo que
sería su objetividad social, para tratar luego las «ideas», las formas de
representación que acompañan su desarrollo. La igualdad, tal como la enuncia el
mundo moderno, es una categoría social, que remite a la existencia de una forma
social objetiva.
Imaginario social y «economía de
los bienes simbólicos»
La ausencia del análisis de la
igualdad como forma social objetiva es particularmente evidente cuando Pierre
Bourdieu afirma que tiene la voluntad de «escapar a la desastrosa alternativa
entre lo “material” y lo “espiritual” o lo “ideal” » (La dominación masculina,
op. cit., p. 13). Sin embargo, debemos concluir que este olvido es recurrente
dado que, por ejemplo, cuando aborda las formas de dominación simbólica del
Estado moderno, logra la hazaña de no hablar de la especificidad del sujeto
jurídico-político moderno: el lector de estos textos simplemente ignora que,
por primera vez en la historia, existe un Estado que enuncia la libertad y la
igualdad de los individuos-ciudadanos.
Por lo demás, en La dominación
masculina, Pierre Bourdieu casi no trata el problema de la relación salarial
moderna. Sin duda porque, según la división esquemática de la sociedad en
campos que produce su sociología, la sitúa en el campo «económico». Pero se
trata de una relación social decisiva para quien quiere comprender las
condiciones generales de socialización del individuo moderno y sus diferencias
con las formas precapitalistas.
Aquí de nuevo Pierre Bourdieu
razona en términos de continuidad. En los dos casos, las mujeres funcionan como
«medios de intercambio», pues su estatuto está determinado principalmente por
el lugar que ocupan en la «economía de los bienes simbólicos»:
De la misma manera que, en las
sociedades menos diferenciadas, eran tratadas como medios de intercambio que
permitían acumular a los hombres el capital social y el capital simbólico a
través de los matrimonios, auténticas inversiones que permitían establecer
alianzas más o menos amplias y prestigiosas, igualmente, en la actualidad,
aportan una contribución decisiva a la producción y a la reproducción del
capital simbólico de la familia, y en primer lugar al manifestar, por todo lo
que concurre a su apariencia –cosmética, ropa, mantenimiento, etc.–, el capital
simbólico del grupo doméstico. Por ello, se colocan del lado del aparentar, del
gustar (Ibíd., p. 106).[2]
Todo sucede como si el
advenimiento del capitalismo se tradujera como un simple proceso de
diferenciación «de la economía de los bienes simbólicos» –en la cual el
matrimonio es una pieza central– que solo se autonomizaría conservando la misma
estructura. Pero no es así como suceden las cosas. Y si queremos cuestionar un
enfoque «economicista» de la familia, es mejor remitirnos, por ejemplo, a
Maurice Godelier: «las relaciones de parentesco constituyen los soportes del
proceso de apropiación y de uso de la tierra o de los títulos, de estatus, en
resumen de realidades tanto tangibles como intangibles, que se presentan ante
los actores sociales como algo esencial para la reproducción de sí mismos y de
su sociedad» (“El Occidente, espejo roto” en Taller. Revista de Sociedad,
Cultura y Política, vol. 2, N° 5, p. 59). En la sociedad del Antiguo Régimen,
donde las «clases» dominantes son «estamentos», la cuestión del «aparentar» es
decisiva porque es el signo de una jerarquía. Esto permite comprender el motivo
por el cual, contra lo que se considera racional desde el punto de vista
económico de nuestras sociedades, los grandes señores gastaban fortunas para
construir mansiones: eran signos de una jerarquía determinada (Elias, La
société de cour, Flammarion, 1985). También permite comprender las estrategias
matrimoniales de la burguesía de la época que apuntaban a la nobleza y que,
siempre desde el punto de vista «económico», no eran especialmente rentables.
En ese contexto, la acumulación de «capital simbólico» a través del matrimonio
de las mujeres era un elemento importante, si no decisivo.
Lo simbólico trabaja a partir de
la dimensión imaginaria de una relación social. Y si ese imaginario es
constitutivo de la objetividad de lo social, entonces es difícil referirse a él
sin articularlo a un análisis más amplio de las relaciones sociales que rigen
las condiciones específicas de reproducción del conjunto de una sociedad
determinada. Suponiendo que la categoría de «capital simbólico» sea pertinente
(no creo que lo sea, pero este es otro problema), no puede hacerse como si las
condiciones de producción y de reproducción del capital simbólico de la familia
siguieran siendo las mismas luego del advenimiento de la familia moderna. A
menos que se ignore su novedad, tal como hace Pierre Bourdieu cuando, una vez
más, remarca la continuidad: «Las mujeres han permanecido durante mucho tiempo
encerradas en el universo doméstico y en las actividades asociadas a la
reproducción biológica y social del linaje» (La dominación masculina, ob. cit.
p. 104).
El linaje: la palabra es
significativa. Remite a otras categorías como las de maisonnée, mansión,
estirpe, que son características, por ejemplo, de la familia del Antiguo
Régimen, al menos la de las «clases» dominantes. En tal caso, la reproducción
del capital simbólico es decisiva dado que, como señalé a propósito de la
mansión, concierne a la representación (la puesta en escena) pública de un
estatuto socio-político en una sociedad estructurada en «estamentos». Si, más
allá de la reproducción biológica, las mujeres cumplen una función determinada
en la reproducción social de dicha familia, no lo hacen esencialmente a través
del estatuto de mujer/madre que les otorga la familia moderna, que las encierra
en el espacio de lo privado. En cambio, su función se despliega en el nivel de
las apariencias, en la puesta en escena de ese estatuto, esencial para la
reproducción del linaje. Y, por este mismo motivo, las mujeres en este caso no
están «encerradas en el universo doméstico», dado que esa puesta en escena no
es del orden de lo privado: la mansión es un espacio «público», tiene un salón,
y el rol «público» que jugaban las mujeres en los salones durante el S. XVIII es
conocido.
Vimos que Elisabeth de Fontenay
remarca que, con el advenimiento de la familia moderna, el matrimonio perdió su
«dimensión sociopolítica» para transformarse en un lazo privado, expulsando a
las mujeres de la vida pública. Es precisamente a todo este juego del
«aparentar», con su correspondiente dimensión pública, a lo que se opone
entonces la imagen de la mujer-madre cuyo dominio es lo privado. Este será el
punto de partida para la construcción social de la feminidad en su versión
moderna. La mujer no está más del lado del «aparentar», sino que está del lado
de lo «privado». Es en este marco, y a partir del imaginario que lo estructura,
que las mujeres empiezan a participar de la «reproducción biológica y social»,
no del linaje, sino de esta nueva familia. Y –última observación– la función
constitutiva de esta familia no es poner en escena públicamente un estatuto
social en una sociedad estructurada según jerarquías sociopolíticas.
Naturalmente, deberían añadirse
algunos matices con el objetivo de mostrar la manera en la que, por ejemplo, en
la burguesía del S. XIX, donde las estrategias matrimoniales están vinculadas
al mismo tiempo a problemas de transmisión del patrimonio y de estatuto social,
las mujeres funcionan a menudo como «medios de intercambio». Del mismo modo, es
evidente que, hasta cierto punto, operan en la familia (como en otros espacios)
los «signos de distinción» de los que habla Pierre Bourdieu. Pero lo que quiero
remarcar aquí es que el modelo teórico (y no tal o cual descripción concreta)
que propone para dar cuenta del estatuto de las mujeres en el matrimonio está
completamente sobredeterminado por formas anteriores, en las cuales,
efectivamente, las mujeres funcionaban como «medios de intercambio» y la puesta
en escena pública de la familia como «capital simbólico» jugaba un rol central.
Notas
[1] Sin entrar en detalle, hay
que decir que la pareja polis/oikia no es homóloga a la moderna pareja
público/privado, tal como a veces parece sugerirse. Por el contrario, es
interesante señalar que, luego de la aparición de la ciudad y de la ciudadanía,
único ejemplo de forma de poder político precapitalista no patrimonial (es
decir, donde el espacio no se estructura por las relaciones de parentesco), no
solamente se excluye a la mujer del ejercicio de la ciudadanía, sino que
además, Atenas, que es la ciudad que pone en cuestión de la manera más radical
la estructura del hogar (oikia), es a su vez aquella en la cual, si se la
compara con otras ciudades, se excluye de manera más enfática a las mujeres de
la comunidad ciudadana.
[2] La feminidad situada del lado
de la apariencia, del aparentar y del gustar. Estas fórmulas resuenan como un
eco de las de Piera Aulagnier-Spairani (Le désir et la perversion, Seuil, 1966,
p. 72), que se remite a Lacan cuando habla de la constitución de lo femenino en
sus relaciones con el falo: «Allí donde el niño intentará tranquilizarse
afirmando que eso que le falta a la mujer, él lo posee […], la niña, en cambio,
no puede más que confesarse que el deseo de la madre, si ella quiere continuar
siendo su soporte, la obliga a renunciar a su ser para parecer, y para parecer
eso que justamente no es y no tiene». Es su cuerpo entero lo que funciona como
equivalente fálico. Este enfoque de la feminidad como apariencia, como
mascarada, es discutido incluso al interior psicoanálisis (André, La sexualidad
femenina, Publicaciones Cruz, 2000). No sé si Pierre Bourdieu conoce este texto
de Aulagnier-Spairani, que en la época tuvo bastante repercusión, pero en
cualquier caso permite dar cuenta de la manera en la que funciona su enfoque
sobre el estatuto de las mujeres en la denominada «economía de los bienes
simbólicos». Todo sucede como si Bourdieu «copiara» ciertos elementos del
psicoanálisis para, de alguna manera, dotarlos de espesor sociológico. Pero si se tiene en cuenta el estatuto del
inconsciente freudiano, esta sociología del inconsciente es un tanto
problemática. Y no se pueden «tomar prestados» análisis del psicoanálisis si se
«olvida» lo que ellos presuponen: un inconsciente que, precisamente, tiene muy
poco que ver con la sociología. Pierre Bourdieu procede de manera semejante a
la de Lévi-Strauss. Por un lado, toma como algo dado –sin discutirla– la tesis
según la cual, vinculado a la prohibición del incesto, el intercambio de
mujeres es una dimensión simbólica constitutiva del lazo social (del pasaje de
la naturaleza a la cultura). Por otro lado, pretende desarrollar un enfoque
sociológico del fenómeno (en el cual se refiere, precisamente, a la economía de
los bienes simbólicos), aun si para Lévi-Strauss no se trata de esto en
absoluto.
Texto aparecido en la revista
Critique communiste, n° 154, invierno de 1999, en el marco de un dossier sobre
«Mujeres»
vientosur.info/opresion-de-la-mujer-y-capitalismo/
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