PRESOS DEL HIPERLIDERAZGO
DAVID BOLLERO
Asistimos en los últimos tiempos a una expansión del hiperliderazgo en la política que ha terminado por hacer presos del mismo a los partidos e, incluso, a la sociedad. La exaltación -no siempre fundamentada- de líderes y lideresas cuestiona el trabajo en equipo y tira por tierra algunos de los principios más básicos del asociacionismo que, a fin de cuentas, es el origen de los partidos políticos. Dado que éstos no parecen estar en la senda del cambio en esa tendencia, ¿tenemos que cambiar como sociedad el modo en valoramos a nuestros representantes?
Tiene esta cuestión
dos ópticas que corren en líneas paralelas, hasta un punto en el que cambian su
rumbo y terminan por converger. Por un lado, la perspectiva interna de los
partidos, y, por otro, la externa, de cara a la sociedad y el espacio
electoral. Las formaciones políticas precisan de líderes, entendidos éstos como
personas a las que se sigue, no a las que se obedece. Este, sin duda alguna, es
uno de los primeros errores que acostumbran a cometer las formaciones, hasta el
punto de que ha sido preciso inventar la disciplina de voto para, incluso,
sancionar a quien no obedezca.
La falta de líderes
y lideresas respetad@s en favor de personas que llevan las riendas imponiendo
ha laminado la credibilidad de los partidos, incrementando la desafección
política. Presenciamos primarias entre personas que supuestamente comparten
unos mismos valores, que parten de una misma ideología y, en lugar de
enriquecerse el debate interno del partido, se degenera en guerras intestinas
por la conquista del poder. Ahora toca verlo en las primarias socialistas en
Andalucía, en las que ya han comenzando ha lanzarse las primeras puyas, pero
fuimos también testigos y testigas de ello en las del PP, Podemos o Ciudadanos.
Este
empobrecimiento ideológico en los partidos termina consumiéndolos poco a poco
y, cuando desaparece quien había asumido ese hiperliderazgo, la pobredumbre se
evidencia en intentos de clonación del saliente sin aportar valor añadido o,
por el contrario, en su misma negación, como si se hubiera padecido años de
autoritarismo.
De cara al
electorado, éste también ha quedado preso de este hiperliderazgo, moviéndose
inspirado más en personalismos que en ideas y propuestas. Si atendemos a las
últimas elecciones en Madrid, ¿habría conseguido el mismo resultado el Partido
Popular (PP) si quien hubiera formulado el mensaje de cañas y libertad no
hubiera sido Isabel Díaz Ayuso? Probablemente no; desde luego, no con la
contundencia con que ha arrasado a sus rivales políticos. No sorprende ahora
que Pablo Casado quiera extender el ayusismo al resto del partido.
En esta misma
línea, la sociedad ha ido dejando atrás su capacidad analítica, sin ni siquiera
mirarla por el retrovisor y, en ocasiones y conscientes de ello, los partidos
mueven ficha. Así, dado el poco peso de Rocío Monasterio de cara al granero de
votos de Vox, fue Santiago Abascal quien tiró de la campaña, hasta el punto de
que en la presentación de la candidatura, ella apenas tuvo margen para dar las
buenas tardes.
Las elecciones de
Madrid constituyen un perfecto laboratorio en el que confirmar los males del
hiperliderazgo, que tuvo uno de sus máximos exponentes en el modo en que Pablo
Iglesias se vio obligado a acudir al rescate para que Podemos no desapareciera
de la Asamblea de Madrid. Lo consiguió pero, tras su marcha y siguiendo su
planteamiento inicial, ¿qué esperanza le resta a su electorado en Madrid
considerando que el mismo equipo que provocó la situación que forzó la dimisión
de Iglesias como vicepresidente es el que ahora vuelve a tirar de las riendas?
Por su parte, el caso
de Ángel Gabilondo ilustra los efectos negativos del hiperliderazgo que padece
un candidato. Él mismo se calificó de soso en un intento por anticiparse a lo
que le aguardaba en campaña; su falta de carisma, su poco empuje y vitalismo
comparado con el de sus rivales, ¿debería penalizarlo como, de hecho, lo ha
penalizado? Huelga decir que el modo en que durante los dos años previos se
había borrado de la oposición le ha pasado factura, pero no cabe duda de que no
haber conseguido encumbrarse como el hiperlíder del PSOE madrileño -en el que
no ha habido ninguno en tres décadas- fue determinante.
Dado que Gabilondo
fue comparado con Biden, es lógico caer en la tentación de pensar que si el
segundo triunfó ante Trump, podría haberlo conseguido el primero. No aplica la
comparación: en primer lugar, porque la victoria de Biden se sustentó más sobre
la base del voto contrario a Trump que a favor del demócrata. En el caso
madrileño, votar contra Ayuso no tenía una única alternativa, como demostro el
sorpasso de Más Madrid.
Por otro lado, sin
ser un hiperlíder, Gabilondo también fue preso del hiperliderazgo al no contar
con su particular Kamala Harris. Lo intentó con Hana Jalloul, pero ésta nunca
tuvo ni oportunidad ni espacio para asumir el protagonismo de Harris en las
presidenciales estadounidenses.
Tiene algo de
aristocrático esto del hiperliderazgo que nos impide dar ese necesario paso
atrás para ver analíticamente la escena política. Los distintos espacios
electorales se han plegado tanto a estos personalismos que les rinden
pleitesía, hasta el punto de que asumen los éxitos como méritos únicos de esos
líderes y lideresas, mientras que los fracasos se desparraman por toda la
formación (o culpabilizando a los medios).
Quizás sea hora de
que la sociedad deje a un lado la emotividad, los cantos de sirena del carisma
y preste más atención al mensaje que al emisor. Quizás va siendo hora de que
los partidos tengan líderes respetados y no temidos, que se amplíe el abanico
de portavoces con idéntica autoridad en el mensaje que transmiten, sin que sea
necesaria una confirmación del jefe supremo. Quizás ha llegado el momento de
que no sea tan importante quién sea la cara visible, que sea incluso
irrelevante, frente a las respuestas reales a los problemas de la sociedad.
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